“El gobierno tiene que hacer muchas cosas él mismo a través de empresas públicas”. Ha-Joon Chang
Para aquél que trate de analizar la realidad política y económica con la mayor objetividad posible, es cada vez más evidente, que las “verdades” pregonadas por los ideólogos (economistas o políticos), de la “libertad de mercado” se basan en premisas poco rigurosas y visiones estrechas.
Eso lo afirman cada vez más economistas de primera fila, desde Stiglitz a Krugman, pasando por el profesor de Cambridge Chang. Ninguno de ellos marxistas, ni comunistas, sino gente perspicaz y exentos de estupidez. Se puede ser crítico con la ideología del libre mercado sin ser un anticapitalista. Como es el caso de esos autores.
Desde siempre los empresarios se han valido del Estado para obtener sus fines económicos, para mantener a las “clases peligrosas” bajo estricto control social, para fomentar el trabajo infantil, las jornadas de dieciséis horas, rebajadas después de prolongadas luchas sociales a doce y ocho horas.
Gracias al Estado, cuando querían desarrollar la industria nacional, se valieron de él para declarar el proteccionismo más estricto y aranceles elevadísimos. Y una vez desarrollada su industria y cuando necesitaron expandirse en búsqueda de materias primas y nuevos mercados, hicieron que el Estado decretase el libre cambio.
La época dorada del capitalismo, fue precisamente aquella dónde el Estado mantuvo regulaciones a la actividad empresarial y bancaria. Controlando los monopolios, y separando la banca de inversión de la banca “comercial”. Fue época de altas tributaciones y progresividad fiscal, con tipos marginales muy elevados a las grandes rentas y ganancias.
Fue durante ese periodo que se establecieron instituciones típicas del llamado Estado de Bienestar, seguridad social, sanidad pública, seguro de desempleo, fomento de la educación pública, y un reparto menos injusto del producto social, proporcional al aumento de la productividad del trabajo. Es decir, la tarta estaba un poco mejor distribuida, aunque la parte mayor se la llevaron los más poderosos.
Cuando en las décadas de los 80 y los 90 del siglo pasado, se produjo con la Thatcher y luego Reagan, la hegemonía neoliberal y de la economía neoclásica, con su fobia a todo lo que oliera a Estado, a lo público y a derechos sociales. Se popularizó la ola privatizadora, la desregularización de la economía y de las finanzas. Se convirtió en una especie de dogma la idea de que había que confiscarles ingresos a los trabajadores asalariados y utilizar el Estado para rebajar impuestos a los más ricos.
Todo esto se puede resumir en la nefasta idea del goteo hacia abajo. En breve, si se aumenta aún más la riqueza de los ricos, éstos invertirán cada vez más, eso creará más puestos de trabajo y esto hará que todos mejoren. Pues bien, el resultado ha tenido en Thomas Piketty su cronista más famoso: el resultado es más desigualdad social, más concentración de la riqueza y, que un 1% de los más ricos del planeta, posean más del 50% de la riqueza,
El capitalismo neoliberal, fundado en la economía neoclásica, ha eliminado la libre competencia para ir cada vez más hacia una monopolización y una financiarización de la economía. Todas esa política económica ha servido para redistribuir los ingresos de abajo hacia arriba, los pobres enriqueciendo a los más ricos. No ha logrado que todos seamos menos pobres o un poco más ricos.
Estamos ante la realidad –con sus excepciones, obvio-, no de empresarios que se arriesgan, invierten y crean riquezas. Sino en sociedades de herederos, de hijos de papá y mamá, que son ricos de cuna, y que tienen quizás algún talento para seguirse enriqueciendo pero no son realmente emprendedores, como sus abuelos o sus padres.
Es decir, lo que han logrado no se debe a sus méritos, capacidad empresarial extraordinaria, sino a su herencia de fortunas, influencias y poder. Son herederos. Un mérito hay que reconocerles: han sabido mantener esa riqueza, ese poder, y, en algunos casos, acrecentarlos.
¿De qué modo? En muchos países utilizando el Estado. Su influencia sobre los mandatarios para exonerarse impuestos. Obtener créditos privilegiados y a veces no pagarlos, sin que eso tenga consecuencias. Lograr que se privaticen bienes del Estado, o sea, bienes públicos. Hacer contratos lesivos al bien común. No importa la figura jurídica que se emplee para designarlos.
Por todo ello, que se quiera usar figuras típicas anglosajonas del derecho privado, como fideicomiso, no quita nada a la real y concreta dejación de los bienes públicos para que un grupito de empresarios se apropie, de hecho, de la riqueza nacional para su enriquecimiento personal. Un bien del Estado debe ser defendido por los gobernantes.
Si los empresarios quieren ganar dinero que inviertan su capital en energía eólica, en energía solar e incluso en energía atómica. Pero que no se quieran apropiar de un bien público del cual, aún el pueblo dominicano, debe gran parte de su costo.
Hay una línea roja que el Presidente de la RD no debe traspasar. Cuando fue elegido Presidente se convirtió en el representante de todos los ciudadanos dominicanos. No de un grupo de empresarios, por muchas afinidades afectivas que tenga con ellos. Y voy más lejos, inclusive, por mucho que hayan invertido en su carrera política.
Es sabido que los empresarios no hacen donaciones a los políticos. Hacen inversiones. Pienso que el presidente de la RD debe ayudarles de una manera lícita: creando condiciones para que inviertan en crear riqueza, pero nunca contribuyendo a enriquecerlos de una manera que no se corresponde con su obligación de servir al bien común. Hay que escoger a quien servir: al Pueblo dominicano, o, a un grupo de insaciables.