Decía mi madre que nací un domingo a las 10:00 am, y que mi primera bocanada de aire estuvo modulada por un grito de altos decibeles, como llamando a otros miembros de la manada. Así me incorporé al grupo que luego me definiría.

Me recuerdo caminando en pantalones cortos con una sillita de guano, un cuaderno y un lápiz, y apenas a unos pocos pasos de mi casa entraba a una pequeña sala de párvulos ruidosos del vecindario, una escuelita particular de la calle Espaillat. Allí aprendimos a leer y escribir sin ver la regla alfabetizadora.

Meses más tarde ingresaba a un recinto escolar situado a menos de dos cuadras de distancia, en el colegio “Santa Ana” de la familia de los “Castro-Colón”, iniciando la primaria, pero esta vez, sí vimos la regla/foete en manos de uno de los profesores usándola para corregir a los infantes indisciplinados. El olor a vaselina y a sudor agrio del pelo y la vestimenta de los docentes definía la atmósfera del recinto: un perfume diferente al que teníamos en casa.

Apenas contábamos 8 o 9 años de existencia cuando conocimos a Akela (Abejita), allí estaba en una de las casetas del norte del parque infantil “Ramfis”, que identificaba a la manada del grupo 6 “Quisqueya”, del movimiento Scout de Ciudad Trujillo, fue quien nos guio, educó y adiestró. Lograr el permiso para inscribirnos y conseguir la indumentaria de los lobatos, fue una gran proeza y alegría para todos los “tigueritos” del barrio.

La vestimenta consistía en medias largas color verde oliva hasta las rodillas, adornadas con una liga con flecos a los lados, un pantalón corto y una camisa de mangas cortas de color caqui, con el número del grupo en la manga y una pañoleta mamey fijada al cuello con un aro de cuerno de vaca, así desfilábamos orgullosos en la patrulla, listos para el entrenamiento y los rituales de iniciación, que comenzaba con el saludo-seña de la mano derecha, con los dedos índice y mayor extendidos y los dedos pulgar, anular y meñique flexionados en pinza. Uno de los talismanes más apreciados era una pata de conejo amarillo a forma de llavero.

Descubrir hacer el fuego y preparar la fogata, alrededor de la cual se cantaba y se hacían cuentos e historias cortas fue una experiencia inolvidable. Aprendimos hacer diferentes tipos de nudos, en el menor tiempo posible, para unir cuerdas y lazos tales como: as de guía, llano, marinero, ocho, etc., así como a construir flautas, arcos, cercas, portones y fuertes de bambú.

Observábamos a los scouts a usar el cuchillo de reglamento para hacer manualidades con las semillas del árbol de Jabilla”, con los cuernos de vaca y palos de bambúes. El entrenamiento era en la parte norte de nuestro bello parque (llamado luego Eugenio María de Hostos). Allí crecimos entre almendros, columpios, trompos, trapecios – argollas y barras dominadas por adultos mayores como José “come tubo”, Lililo Mojica y otros, disfrutando de la piscina mas grande del país junto a la bella escultura – fuente que la distinguía y compitiendo con los renacuajos residentes.

Era el lugar preferido para el esparcimiento, entretenimiento, práctica deportiva y diversión de la zona intramuros y barios aledaños. En la plazoleta norte se encontraban las oficinas de la Asociación de Scouts, el Club de Ajedrez, las oficinas del Ayuntamiento y una gran pista para los patinadores del barrio.

Cuando salíamos de excursión, abordábamos las guaguas de dos pisos que transitaban por la calle Padre Billini, acompañados de Scouts entre 12 y 17 años como jefes de patrulla, hasta el control de guaguas ubicado en el tanque de agua del acueducto (hoy CASD), sorteando las ramas y follajes de las calles, y desde allí caminando por muchos kilómetros entre montes, llegando agotados 2-3 horas después al “Campo Escuela”, localizado en el hoy parque Mirador del Norte, justo en una meseta elevada al lado del Río La Isabela.

Al cumplir los 12 años, algunos estábamos en la secundaria, en la normal de varones (Liceo “Presidente Trujillo”), otros continuaban en la intermedia del Liceo República de Argentina y en los colegios de Santa Teresita, Calasanz, La Salle y San Luis Gonzaga. Nos promovieron a Scouts, con el lema de: “siempre listos”, entonces nuestro saludo/seña era con la mano derecha y con los dedos índice, mayor y anular extendidos y con los dedos pulgar y meñique con flexión en pinza. Los Rover Scouts eran jóvenes de 17 a 24 años y se distinguían por el sombrero con la flor de Lis y las insignias por los méritos adquiridos.

Quien no se emociona recordando a nuestros compañeros lobatos: Armando Padilla+, Pepe Fernández de Castro, Fefé Benítez+, Philip Weil, Rolando Fernández de Castro, Cuqui Morales y otros, a los scouts Alvaro Pastor+, Camilo Yaryura+, Ike Fernández de Castro y Chicho Pardilla, Augusto Saladín y Geo Ripley entre otros, caminando en fila india en las excursiones, con las mochilas al hombro, acampando a cielo abierto, buscando agua del arroyo Manzano (afluente del Isabela) para llenar nuestras cantimploras y recipientes para cocinar y al fin del día, el trajín de bajar y subir del rio para lavar los utensilios de cocina, y ya agotados, durmiendo en el suelo en las casas de campaña. Que alegría y orgullo teníamos todos de ser parte de la familia scout, que nos ayudaron a ser hombres de bien y de servir a los demás.

Ojalá que nuestros nietos, biznietos y niños tengan experiencias de vida similares a las nuestras.