Decía Rousseau que “lo que uno ama en la infancia se queda en el corazón para siempre”. No lo sabía cuando mis padres me revelaron que ni el niño Jesús, ni Santa Claus ni los Reyes Magos ni la pobre vieja Belén dejaban regalos. Que todo era una farsa. Que eran los padres quienes compraban estos. Sentí en ese momento que todo se derrumbó dentro de mí. Pero, pese a la catástrofe, la infancia prosiguió, siguieron los juegos, la escuela, las aventuras con los amigos. Como dijo alguien, “no nos dimos cuenta de que estábamos haciendo recuerdos, solo sabíamos que la estábamos pasando bien”.

En mi época, paradójicamente, los niños eran más libres que ahora. Libres para explorar campos y ciudades, para marotear, para asumir solares como si fuesen grandes selvas y arroyitos como caudalosos Amazonas en los cuales sumergirse, para juntarse con los niños de otros barrios, ir al cine, lanzarse en yagua por colinas, tirar fuegos artificiales -todavía gracias a Dios no prohibidos- para bañarse en playas “all included” -es decir, verdaderamente públicas-, hacer cofradías y travesuras.

Los padres eran para nosotros destructores de aventuras que debíamos soportar sin mucho dolor ni aspavientos y estos tampoco hacían mucho caso porque también habían sido niños más libres que nosotros. Todo muy alejado de la micro gerencia parental y la programación articulada de la actividad infantil de los tiempos que vivimos.

Aquella era una sociedad más pobre que la de ahora, pero con diferencias menores entre las clases sociales. La escuela, aun la privada, era un instrumento de igualación y de socialización en unos valores comunes. Incluso, el autoritarismo de algunos profesores servía de contrapeso a la emergencia del hoy casi estructural bullying. Las tareas escolares eran tan fuertes que le ocupaban a uno la tarde entera.

Pero todo pasaba lento. Es cierto: había que ponerse a contar Volkswagen para matar el tiempo. Y la diferencia la hacía ver películas, que antes era un verdadero espectáculo público, con la gente reaccionando frente a la pasividad de los protagonistas de los filmes de artes marciales en los primeros 45 minutos, cuando torturaban, herían y mataban a estos y sus familiares, hasta que renacían los protagonistas y se vengaban todo el horror y vejámenes que habían sufrido, todo esto en medio del humo de los cigarrillos, sin áreas VIP y recibiendo a veces naranjazos de parte de algunos asistentes.

Cuando, al fin, los buenos ganaban, el cine se venía abajo con el público gritando y aplaudiéndolos. Y es que, cuando el mal se sobreponía a la justicia, solo quedaba Charles Bronson como vengador anónimo. “Aún me emociona tanta pureza y bondad. Existíamos. Éramos nosotros (Guillem Martínez). “Éramos buenos”, como los protagonistas de la película.

Hay quienes adultos tratan de regresar a ese pasado irrecuperable. Intentan, como René del Risco, “volver a atravesar las calles del barrio, entrar en los callejones, respirar el olor de los cerezos, de los limoncillos, de la yerba de los solares, ir a aquella ventana por donde se podía ver el río y sus lanchones”. Pero, lo dice el poeta ido a destiempo, “quizás deba admitir que ya es un poco tarde, que no podré volver sobre mis pasos para buscar tal vez una parte más pura de la vida”.