En los decenios de los años sesenta y setenta un grupo de intelectuales de orientación marxista, entre los que se destacan Hugo Tolentino Dipp, Roberto Cassá, Franklin Franco Pichardo, Emilio Cordero Michel, Carlos Dore Cabral y Rubén Silié, viajaron a los Estados Unidos, la exURSS, Francia y México para estudiar en sus universidades. Sus profesiones van desde historiadores y antropólogos hasta sociólogos. Un solo tema los ha reunido bajo una sola égida: la cuestión nacional o la “dominicanidad”.

Para la ideología socialista no tiene sentido la noción de identidad nacional de los países, si partimos de la proclamación teórica del Manifiesto del Partido Comunista que reza “Proletarios del mundo uníos…”. Los intelectuales izquierdistas liquidan la noción de las nacionalidades por ser para ellos un concepto burgués. Es decir, idéntica ideología hace tabla rasa de las diferencias no solo nacionales cuanto que culturales de los países bajo el alegato de que una misma condición une a la clase obrera, que es su explotación y privación de libertad en todo el mundo, una visión reduccionista de la realidad y de falsa conciencia, como cabe a toda ideología.  No es por azar que con esta idea en mente en nuestra cultura Iván Grullón Fernández haya escrito el folleto “La matanza de los haitianos en El Masacre se pasa a pie y Mi compadre el general Sol”, al hacer un intento de seguir en los pasos del tema de dichas novelas.

De suerte que no es fortuito que la crítica a los intelectuales que sirven de soporte a los sectores oligarcas de la República Dominicana por parte de los izquierdistas sea una de sus puntas de lanza por excelencia. Uno de los dos argumentos principales de este tipo de pensamiento es precisamente el alegado racismo y el antihaitianismo que practican los dominicanos hacia sus vecinos, los haitianos.

Sin embargo, urge poner en claro conceptos entretejidos en semejante aparato ideológico. No es cierto que el dominicano sea racista al mismo nivel que, por ejemplo, un policía blanco en contra de los afroamericanos en los Estados Unidos, o que un europeo neonazista o neofascista en Europa, como se ha querido vender y empaquetar la idea, una idea de la que también se hizo eco hasta el propio Vargas Llosa. Nada desmiente más parejo reclamo que el cruce de grupos étnicos que se viene dando entre los dominicanos desde los mismos albores de la República Dominicana, lo que no podemos decir lo mismo de los haitianos. Nada más lejos del concepto de racismo y antihaitianismo en este país que la presencia y convivencia pacífica de cientos de miles de obreros de Haití en la industria de la construcción, la turística y en los campos agrícolas y sus mujeres en labores doméstica, así como en el lento, pero, por lo que parece, indetenible concubinato que se está escenificando entre dominicanos y haitianos.

Las expresiones de corte racial entre dominicanos, como las que rezan “Él es demasiado fino para ser dominicano”, “Tengo un hijo negrito, pero de ojos verdes”, “Mi hermana es negrita, pero fina” y de otras muchas de igual catadura, en las que se subsume el canon estético de genes caucásicos –ciertamente, no solo exclusivo de los dominicanos– no es suficiente como para que se les etiquete de racistas a los dominicanos, sino que es una realidad cultural propia de los descendientes de africanos con experiencia de esclavitud, opresión y explotación diseminados por la geografía mundial. Es cuanto sucede en el mismo seno de la sociedad estadounidense, en la que el valor antropológico de la persona lo define la barrera etnicorracial en sus componentes –incluida dentro de los propios afroamericanos– desde el que tenga un grado de melanina o pigmentación más claro hasta el más oscuro. Es la idea, entre varias otras, que trata W. E. B.  Du Bois en The Souls of Black Folk (1903).

En rigor, de un modo similar, la línea del color de la piel es uno de los temas principales que trata Frantz Fanon, el más grande teórico de la identidad cultural en el Caribe, en su obra Piel negra máscaras blancas (1952) y de Toni Morrison, en su novela The Bluest Eye (1970).

Y más aún si se le compara, en cambio, con las profundas y aparentemente infranqueables diferencias etnicorraciales a lo interno de la sociedad haitiana, donde no es imaginable siquiera una unión entre blancos y negros o entre mulatos y negros; diferencias tan pronunciadas, que no han podido ser superadas en este punto del tiempo. No es exactamente el caso de la República Dominicana, donde no se dan esas grandes contradicciones en su composición multiétnica y multicultural.

No creemos que sea riguroso ni serio empezar la casa por el tejado. A esto se reduce un pensamiento que se conduce mediante el uso de método de interpretación, en este caso social, de inspiración marxista, como es el de Franco Pichardo, antes que estudiar una realidad por lo que es, en su valor desnudo, libre de todo sesgo ideológico.

En su ensayo de marras, Franco Pichardo critica el denominado pensamiento aristocrático dominicano, caracterizado por el pesimismo más descarnado sobre los destinos del país. Pensadores como Federico García Godoy, José Ramón López, Américo Lugo –y su intento de desafricanizar la República Dominicana– y Francisco Eugenio Moscoso Puello (el grueso de ellos, compuesto por mulatos) situaban el origen de nuestras constantes revueltas en el siglo XIX en el carácter híbrido de la composición etnicorracial del dominicano, una ideología racionalista y positivista, la suya, propia de la época, y de múltiples sociedades, o sea, no privativa de la dominicana. Detrás de la postura del pesimismo en este país tomaba cuerpo la nostalgia por la ausencia del Hombre Fuerte, de tradición latinoamericanista, que entendían faltaba para que pusiera orden en el caos en que había devenido la nación dominicana, concepto que últimamente atrae a neotrujillistas como a un sinfín de dominicanos más.

No es por casualidad que antiguos intelectuales arielistas y liberales, como Manuel A. Peña Batlle, Manuel de Jesús Troncoso de la Concha,
Balaguer y otros terminarían afiliándose a la ideología fascista del régimen de Trujillo. A sugerencia de Diógenes Céspedes, el tirano les hizo cambiar el sentido de la historia (Véase “Rodó/Intelectuales trujillistas” en Cuadernos de poética, 1989, 19). Y no por azar Peña Batlle, de ascendencia española, sería el campeón del concepto de la prohispanidad a ultranza en detrimento del componente africano ancestral en el legado cultural de la República Dominicana, del que se derivarían las variantes del racismo y del antihatianismo que Franco Pichardo ahora echa en cara al pueblo dominicano. Este historiador y otros intelectuales de la misma ideología se aferraban en ver tales flagelos en la generalidad de los dominicanos y no en el reducido grupo de intelectuales trujillistas hispanófilos, otrora intelectuales prooligárquicos, quienes sin duda sí fueron furibundos racistas y antihaitianos.

Tan acentuada es la agenda ideológica de Franco Pichardo que, en el ensayo “Antecedentes de los estudios afros en la República Dominicana”, a nuestro juicio guarda un silencio de consideración. Raya en el escándalo su espíritu selectivo y marcadamente tendencioso en tan solo una descripción –de entre el grosor, que es positiva– que hace el teniente David Dixon Porter sobre el pueblo dominicano. El oficial fue encargado por el gobierno estadounidense para que le rindiera un informe sobre los diferentes caracteres de los pueblos dominicano y haitiano en 1846. De esta única descripción que escoge el escritor marxista se destaca el dato que solo hay 5,000 de un total de 165,000 habitantes que tenía el país en aquellos entonces, en contraste con el resto que es predominantemente de mulatos y de negros. Sin embargo, por lo visto nuestro historiador escamoteó por completo del informe las observaciones positivas que hace Dixon Porter sobre el pueblo dominicano, como las que rezan que “no hay distinción entre gentes de distintos colores” en la República Dominicana. (Nuestros resaltes) (Indeppas, 2014: 19), que enfrentamos un ejército como el haitiano diez veces superior en número que el dominicano (Ibid., 20), que nunca hemos recibido, en cambio, palabras de simpatía y sí “para con una nación de negros que todavía nunca han dado prueba de capacidad para gobernarse a sí mismos” (21).

Pero donde el silencio del estudioso Franco Pichardo es rotundo es frente a las observaciones que hace el oficial norteamericano del pueblo haitiano que van desde sus decretos vengativos, su aliento de barbarie, “una horda de salvajes sin misericordia”, dice, “cubiertos con el crimen y glotones en su libertinaje” hasta su moral destructora de la vida (Ibid.) que bien pudieron, pues, haberle atribuido también el calificativo de racista a Dixon Porter por parte del historiador izquierdista. Empero, otro es el propósito y otra es el hacha ideológica que afila Franco Pichardo para enrostrarle al dominicano su supuesto racismo hacia sus vecinos los haitianos.

Se nota que hay una clara intencionalidad en el historiador bajo estudio de presentar en su ensayo la parte del informe de Dixon Porter que le conviene en términos de su ideología marxista en el coloquio en que participara sobre la descripción del pueblo dominicano. Habría de esa suerte, pues, traicionado el principio de las ciencias históricas. En la cita que debió haber extraído de Balaguer sobre el particular, a los fines de que el lector-espectador la pudiera aquilatar en el contexto de una conferencia que sobre el tema dictara, también hizo mutis. Argumentó, en lugar de ello, que el auditorio conocía el pensamiento del político y escritor (Franco Pichardo, 1997: 106), pasando por alto que nada debe darse por sentado en materia científica, sino ser lo más objetivo y transparente posible, y más en cuestiones de carácter polémico. De lo contrario, podría pensarse que es la suya una maniobra retórica de manipulación a idéntico auditorio, o en caso extremo, de cuestiones de índole personal que no se estila en un historiador o cientista social.

Últimamente, tan marcado es el arte tendencioso de la agenda prohaitiana de los grupos marxistas y oenegés que trabajan con la cuestión haitiana en la República Dominicana, que al dominicano que espontáneamente defiende con ahínco su cultura, inmediatamente se le estigmatiza con múltiples epítetos. Curiosamente, los exizquierdistas, esta vez enrolados en dichas oenegés, antiguos adversarios del Imperio norteamericano –como a él se dirigían antes–, han terminado en un maridaje con él. El tema haitiano los ha hermanado en una cruzada de solución al problema secular del vecino país a expensas de un país también pobre como lo es la República Dominicana, una nación con serios problemas estructurales que no ha podido resolver en décadas, caracterizada por ciclos de dictaduras, de una dictadura blanda como la de los Doce Años de Balaguer y de una cultura de la corrupción nunca vista en la historia republicana. De manera que los calificativos de racista y de antihaitiano que Franco Pichardo le enrostra a su paisano es una expresión de la misma ideología que desde el decenio de los años setenta se le ha endilgado al pueblo dominicano. En este punto fue coherente hasta el último día de su muerte, como lo ha sido la mayor parte de sus compañeros exizquierdistas, no así otros, que han renegado de su orientación ideológica, incluso, pasándose a las antípodas, en especial, tras el desplome del Muro de Berlín.

Ahora, se destaca en el estudio de Franco Pichardo de lo que entiende es la ideología racista y antihaitiana en la historia dominicana, su oportuna llamada de atención a la forma abierta en que algunos de los antiguos intelectuales liberales –entre los que salieron a relucir Peña Batlle y Balaguer– proyectaron desde temprano su justificación y legitimación de la figura de Trujillo en el país (Franco Pichardo, 1997: 81-82). He ahí una razón para atribuirles a los intelectuales trujillistas la agenda antihaitiana y racista, no al grosor del pueblo dominicano.

En ese mismo tenor, es justamente cuanto ocurre al novelista Freddy Prestol Castillo, que, en su obra El Masacre se pasa a pie (1973), pretende culpar de refilón a los dominicanos del exterminio de los haitianos en 1937 por no haberse empeñado a fondo para evitarlo a través de la lucha contra la dictadura; ya que no lo habría hecho, ocurrió la matanza. En este caso, la desgracia del novelista, es que se lee su obra siempre en clave marxista; una desventaja, esta, de la que aún Prestol Castillo no ha podido librarse a estas alturas del partido. Como es muy bien sabido, la masacre fue obra de un desquiciado como Trujillo y no de la generalidad de los dominicanos. No se trata de inculcar en estos un sentimiento de mea culpa por un hecho de barbarie que ellos no perpetraron. De suerte que es una constante en los intelectuales nacionales de orientación liberal inculpar a su pueblo por acontecimientos históricos y por ideologías culturales en los que no ha tenido directamente que ver ni construido, en el caso de las segundas.

Por otro lado –y en parte en abono a su tesis sobre racismo y antihaitianismo en el dominicano–, tan malpredispuesto está Franco Pichardo en calificar al dominicano de antihaitiano que no habría advertido en la perla de las tensiones etnicorrraciales que se desencadenaron en la República Dominicana a finales del siglo XIX, justamente en el tiempo en que Galván publicara su novela Enriquillo (1882), conforme lo establece Doris Sommer en Foundational Fictions: The National Romances of Latin America.

Como se sabe, fueron los tiempos de la instalación en nuestro territorio de los ingenios azucareros por parte de inversionistas cubanos. Con su maniobra ideológica, en la que escamotea y aventura sobre el ser dominicano, invisibilizando el componente africano en su obra, Galván pudo haber buscado también evitar que estos empresarios y eventuales otros que se interesaran por invertir en el país no se ahuyentaran de él. (Véase 249) En otras palabras, habría estado muy pendiente de lo que acaecía en Cuba y otras latitudes. Tanta belleza confunde en la escritura de una novela donde se proyecta el supuesto idilio entre españoles e indígenas en los personajes de Mencía y Valenzuela al cerrar un siglo como el XIX cuando todos los taínos habían ya desaparecido de la isla Hispaniola a principios del siglo XVI; y más cuando el grueso de la novela indigenista en Latinoamérica tiene como común denominador el tema de la condena a la opresión y explotación de los indígenas. Empero, Franco Pichardo parece haber pasado este dato por alto.

En ese mismo sentido, paradójicamente fue también una oportunidad que Franco Pichardo por lo que parece no haya hecho reparo en el desatino e intento de Galván falsificar nuestra historia, al presentarnos en términos étnica y culturalmente como taínos, es decir, por lo que no éramos, cuando escribió su novela justo diecisiete años después que haya finalizado la Guerra Restauradora. En rigor, es perfectamente entendible que los sentimientos de animadversión y resistencia de los dominicanos en contra de los españoles imperiales estuvieran aún en toda su crudeza.

Entendemos, no obstante, que no hay expresión de racismo ni de antihaitianismo más brutal que el que practican las élites blancas y mulatas haitianas contra sus propios paisanos desarrapados. Ahora bien, a ningún grupo intelectual o pensador individual prohaitiano en la República Dominicana al igual que en otros países se le ocurre discutir sobre el mismo con igual o mayor intensidad con que se profesa en contra del pueblo dominicano.  Como se sabe, a este se le achaca la manifestación de un racismo y de un antihaitianismo que reside mayormente en los grupos dominantes de la sociedad dominicana desde el siglo XIX hasta la fecha.

Visto desde una perspectiva poscolonial, tanto los grupos conservadores con su prohispanismo y proyanquismo como los intelectuales exizquierdistas, con su agenda internacionalista, debido a sus sesgos ideológicos en cada caso, pensamos que nada o muy poco han ayudado a establecer la auténtica identidad del pueblo dominicano, que predominantemente de origen hispánico o europeo y africano ancestral; esto, obviamente, en el entendido de que nuestros antepasados taínos desaparecieron en los albores del siglo XVI. La idea oculta del izquierdismo, esta vez haciendo causa común con la ideología globalista, por lo menos en lo que respecta a las identidades nacionales, es de destruirlas, difuminarlas, como concepto; para las élites, con la idea de crear un mundo dominado completamente por ellas; y para los izquierdistas, con su sueño del internacionalismo.

En conclusión, a nuestro juicio, nada más cercano a la noción de la identidad cultural dominicana que la expresada en el poema “Balada de los dos abuelos” de Nicolás Guillén, escrito en momentos de fuertes conflictos etnicorraciales en la Cuba de principios de la pasada centuria; y nada más lejos que de la de Luis Palés Matos, que pretendió ensalzar solo la herencia africana en desmedro de la hispánica de la sociedad puertorriqueña; sin embargo, es con el legado africano con el que más se emparenta la agenda sionista negra en la cultura dominicana. Son innegables los aportes de España y de África tanto a la fisonomía como a la cultura de la República Dominicana. Han trascendido a cualquier agenda ideológica que se ha propuesto encorsetarlos y escamotearlos. Sin la menor duda, así como la denominada tradición del pensamiento aristocrático de la sociedad dominicana ha pretendido denigrar su componente africano, los intelectuales exizquierdistas y oenegés prohaitianas, a la inversa, han intentado en su discurso despojarla del legado cultural hispánico que por igual le pertenece.