Era un tipo con una increíble capacidad para pronosticar el futuro. Nos juntábamos puntual y religiosamente las mañanas de domingo, siempre en el mismo café. Se llamaba Adubar Florentino, creo que en cierta medida yo no era de su agrado. Uno de esos días en los que no se sentía a gusto con el mundo, después de varios tragos de licor, se me quedó mirando detenidamente. Yo intente evitar su mirada escrutadora, pero me fue imposible. Hizo un gesto como si fuera a lanzar un dardo al centro mismo de mis ojos y dijo.
– ¿Sabes algo David? Pasados muchos años nosotros dos volveremos a encontrarnos en este lugar y tu seguirás siendo el mismo tipo, tan solo una promesa. Un escritor en potencia, como lo eres ahora, pero para entonces cargarás sobre tus hombros el lastre de la frustración por no haber llegado a serlo.
Después de aquello hice un prolongado silencio. Sentí como si todo el peso del entorno se hubiera abalanzado de repente sobre mí. Moví el cuerpo buscando una posición que me hiciera sentir más cómodo, pero no lo conseguí. Al rato llamé al mozo y le pedí la cuenta.
Esa noche después de tan lapidarias palabras no pude conciliar el sueño. Tardé muchos días en desprender de mi mente su vaticinio. Evité a partir de ese momento volver a pasar de nuevo por aquella calle. Algunos años más tarde alguien comentó que había migrado a Estados Unidos. Jamás volví a saber de él.
Dicen que el tiempo lo cura todo, no hay herida que no cicatrice, de eso estoy plenamente seguro, pero a veces me asalta la duda. Hoy, para mí sorpresa, he recibido una llamada de Adubar. Lo había dado por perdido. Para mí era tan solo un fantasma. Un ser intrascendente en mi vida, alguien perteneciente a una etapa en la que yo aspiraba a ser escritor. No sé cómo consiguió mi número de teléfono después de tan largo período sin saber el uno del otro. Me ha invitado a un reencuentro en aquel café que solíamos visitar cada domingo y le he dicho que sí, que iría, que me esperara a la hora convenida.
Puedo imaginar sin mucho esfuerzo el reencuentro. Le veo escondiendo bajo la mesa la daga que pretende clavarme. Sé que de todas sus proyecciones a futuro yo fui la excepción. El único cuyo vaticinio erró y eso, para una persona como él, es imperdonable. No sé si dejarle esperando inútilmente mi llegada o sentarme en la mesa contigua y mirarle delirar en su locura. Estas dos opciones son perfectamente posibles, sin embargo, me temo que aún existe una tercera. La perversa probabilidad de que su augurio fuera cierto.