Durante “La semanal”, pormenorizando los daños de la tormenta, lamentando muertes, explicando medidas paliativas, correctivas y preventivas, el presidente formuló una frase que parece haber pasado inadvertida. Detallando el desastre, hizo una afirmación sin precedentes en la historia política de este país: “…fueron 23 años en que no se actuó y yo cargo con 3 de esos 23”.

Si muchos males causan esos fenómenos atmosféricos -que prefieren transitar por estas latitudes como si no hubiese otros caminos- también hacen brotar ese subdesarrollo que padecemos, signado por generaciones de políticos incapaces y corruptos. Un subdesarrollo que golpea tan fuerte como el más feroz de los huracanes.

En pocas horas, surgen a borbotones defectos de infraestructuras, inoperancias de desagües, contratos mal licitados y amañados, irresponsabilidades crónicas de las autoridades, escaso mantenimiento de bienes públicos, sobrevaloraciones, y dineros “abracadabras”: desaparecen aquí y, ¡zas!, aparecen en Panamá o en Suiza.

Simultáneamente, sufrimos carencia de urbanidad y civismo por parte de una ciudadanía huérfana de una educación adecuada.

Entonces, cuando esas furias celestiales nos ponen patas arriba haciendo salir nuestras vergüenzas, comienzan a acusarse unos a otros evadiendo responsabilidades.  Nadie tiene la honradez ni la nobleza, mucho menos la humildad, de pedir excusa o perdón. (En los viejos manuales de “La política es así”, admitir culpa o mostrarse arrepentido está prohibido; máxime, cuando el machismo, en tándem con el narcisismo, es padecimiento habitual de muchos gobernantes.)

Si existen o no antecedentes, o si algún historiador lo tienen documentado, no lo recuerdo. Un presidente que admita su propia negligencia es algo, en este país, nunca visto. Asumir culpas es inusual entre gobernantes. Por eso, ha sido un momento histórico escuchar a Luis Abinader decir: “…fueron 23 años en que no se actuó y yo cargo con 3 de esos 23”.

El actual mandatario dominicano sustituyó a dos prácticamente mudos y a uno parlanchín. Ninguno de los tres admitió ni admite errores, mucho menos han pedido perdón por desgobernarnos. Justifican cada una de sus actuaciones, aunque estadísticas y hechos dejen bien claro sus negligencias. Hablan “ex catedra”, sin darse cuenta que se ríen de ellos.

El perdón para la clase política es, de acuerdo con sus criterios, una muestra de debilidad que resquebrajar la fortaleza puesta en escena. En realidad, tienen miedo, mucho miedo, a mostrar su humanidad. Están convencidos de que, viéndolos como el común de los mortales, perderán el respeto del público. Imaginan, que enseñando un poco del refajo muestran las pantaletas.

Lejos de la perfección, habiendo sido menos de lo que pudo haber sido, Luis Abinader se presentó ante la nación con un “mea culpa”. Si bien es verdad que no llegó a pedir perdón, esa admisión lo engrandece y diferencia de sus antecesores. “Saquémosle su comida aparte”.

Se atrevió a una humildad que no debe pasar desapercibida. En ese momento, se apartó del obsoleto manual de la vieja política criolla y bajo la cabeza. Se dio cuenta que su elección lo obliga a ser un gobernante diferente.

Asumir culpas- mucho más pedir perdón- implica arrepentimiento, buscar reparación y nuevas maneras de hacer y de ser. Es una autocrítica necesaria; permite sustituir una subjetividad excesiva por una objetividad constructiva.  Aquellos lideres incapaces de criticarse, se arriesgan a cometer graves errores en detrimento de los demás.