Cerca de las 3:00 de la madrugada del 16 de abril de 2023, Joshua Omar Fernández, 19 años, fue ultimado de un disparo a la cabeza cuando salía de la discoteca Bar Kiss y junto a amigos se aprestaba a abordar un taxi, en el acomodado sector Naco de la capital. Caía gravemente herido en el contexto de un asalto ejecutado por dos jóvenes bajo la autoría intelectual, según la Fiscalía, de Wesly Vincent Carmona (El dotolcito), 18 años, hijo del influencer Vincent Carmona (El Dotol Nastra).

Los otros imputados por las autoridades son Alison de Jesús Pérez (Chiquito), Luis Alberto Brito y el taxista Danil Ramírez, quien transportaba a los atracadores confesos. Según información preliminar, el modus operandi consistía en visitar discotecas, identificar a sus víctimas y esperarlas a la salida.

Es el tema de moda. Solo palpita más por la entrada a escena del hijo del influidor y por el nivel de visibilización que ha registrado en los espacios públicos relacionados con el espectáculo.

Pero presiento que a falta de ir al fondo y de aprendizaje para orientarse hacia una cultura de prevención, en cuestión de horas se impondrá el olvido y no tardaremos en ver la repetición en otros casos de las mismas corrientes de opinión arremolinadas sobre culpas y reproches a los autores y vinculados, y exaltación a las víctimas. Solo cambiarán los nombres de victimarios y victimarios. La misma rueda estéril.

Poco a poco, a golpe de comisión u omisión, construimos una sociedad violenta donde se juega al que más tenga sin importar el método, mientras la vida cada vez vale menos. Y en esta complejidad, las acciones de jóvenes, apandillados o no, aunque son muy ruidosas, solo representan un filón visible de un problema sistémico del que apenas se ve la epidermis.

En el mundo de hoy, la gran escuela no es la familia, ni la formalidad de estudiantes agrupados dentro de las aulas, sino los medios de comunicación.

A través de los instrumentos de difusión tradicionales y nuevos, el sistema político y económico formatea estilos de vida y modelos de éxito que chocan con valores como honestidad, honradez, responsabilidad, respeto, puntualidad y solidaridad. En cambio, implícitamente inculca el individualismo, la viveza y el dinero, aun sea sucio, como elementos vitales para obtener prestigio social.

Los zapatos, la ropa y las prendas caras; los carros y las viviendas de lujo; los restaurantes y hoteles caros; las villas, las fincas, los viajes y la exhibición de papeletas simbolizan estatus alto, el único al que todo el mundo debe aspirar salvo que quiera ser un muerto vivo.

Así que “quien nada tiene, nada vale”. Y eso aplica también para muchas familias, pues, están ecualizadas para celebrar cuando hembras y varones llevan bienes a los hogares, sin importar la procedencia. Estúpido y pendejo es considerado quien se resista a la tentación de las malas prácticas.

Los muchachos y las muchachas de hoy sufren el desalentador dilema de escoger entre ser licenciados, master y hasta Phd con profundas dificultades para colocarse en el mercado laboral y ganar salarios ridículos que les impiden vivir dignamente; e individuos que, sin méritos profesionales ni historia de trabajo ni de herencia familiar, son exhibidos como referentes a emular por el boato que despliegan.

Arrinconados, jóvenes vulnerabilizados y desesperanzados caen presas de los narcotraficantes y otros delincuentes que simulan empoderarles y les pagan con especies y otras facilidades los servicios de correas de transmisión de drogas y demás ilícitos. De ellos, de la televisión y otros productos audiovisuales aprenden los códigos de ese submundo sangriento (técnicas para tráfico, tumbes, metodologías para matar, como el sicariato). Y actúan sin temor.

Saben el precio caro de los riesgos. Saben que la búsqueda de un nuevo estatus se puede saldar con cárcel o muerte. Pero prefieren jugar esa “ruleta rusa” antes que vivir eternamente invisibilizados, desesperanzados, sufriendo precariedades y sin derecho a ser sujetos de su destino.

Cambiar ese panorama multicausal es muy difícil, pero no imposible si se entiende que la responsabilidad debe ser compartida entre todos los sectores, incluyendo los medios de comunicación, dado su protagonismo en la formación de la sociedad posmoderna.

El deber llama.