En el artículo anterior nos comprometimos en el análisis de las actitudes antisociales, que se pueden enmascarar en personas que buscan “reclamar derechos o ejercer la ley, pero que, al hacerlo de forma parcializada, estas acciones podrían verse como actitudes antisociales desde una mirada desde la psicología clínica, ya que la verdad puede ser tergiversada de fondo, perjudicando a personas, en base a argumentos con “medias verdades de forma”.

Hablamos de estas actitudes y conductas, porque las mismas pueden estar presentes en personas que vemos en la cotidianidad, en el trabajo, las comunidades o en cualquier grupo en donde se interactúe. En estos espacios de interacción social, nos podemos encontrar con quienes mienten con facilidad y manipulan a otros, en base a “actuaciones justificadas” en reglas y normativas, en diferentes contextos sociales, según les convenga.

Las leyes y normativas en manos de personas con rasgos de personalidad antisocial, representan un atentado contra la justicia, el principio ético y la solidaridad humana.

Cuando las normativas la manejan personas con características de personalidad patológica, los cuales carecen de un adecuado manejo de sus impulsos y emociones, así como de un saludable locus de control, hay que pensar con cierto pesar, en aquellos que dependen de algún modo de las decisiones de los mismos y la forma en que pueden ser afectados.

Livesley y Cloninger, (2011) definen los trastornos de personalidad como variaciones extremas del temperamento asociadas al fracaso para conseguir las tareas fundamentales de identidad, como la autodirección, la dificultad en la creación de vínculos significativos con los demás, la incapacidad de lograr intimidad, confianza y la afiliación  con otros, la disponibilidad de una identidad social accesible, por ejemplo; para aquellos con quienes se deben interrelacionar en equipo laboralmente y en donde la cooperación espontanea, se asimile como un hábito.

Las características anteriormente señaladas son rasgos de personalidad que cuando se manifiestan en las personas, pueden generar a su alrededor; es decir: en la familia, en el ambiente laboral, entre otros contextos, un malestar emocional y psicológico, que no solo puede afectar la salud física y mental, sino también, que puede interferir en el buen desempeño y productividad de los individuos en estos ambientes.

Imaginémonos pues, estas personas, con tantos déficits de relaciones interpersonales, manejando poder y decisiones en diferentes contextos sociales o dirigiendo en organizaciones públicas o privadas, sin dudas el caos y la disfuncionalidad serían el resultado.

Hay que promover que quienes ocupen cargos de liderazgos, como lo son aquellos puestos de aplicación de normas o leyes que impacten sensiblemente la convivencia social, sean personas que tengan personalidades sanas, además se debe promover que en la población general, que los ciudadanos sepan identificar a las persona que por sus rasgos de personalidad pueden o no ocupar ciertas responsabilidades civiles y sociales, por lo anteriormente señalado tanto en el presente artículo como en el anterior.

Podemos concluir con la exhortación a nuestros lectores, de que es importante comprender para las relaciones humanas en cualquier orden, que una personalidad sana es un conjunto de características que llevan a individuo a una adaptación social con relación a su cultura, sin que en dicha adaptación, el mismo se vea lacerado en su propia identidad y que uno de los rasgos más significativos de una personalidad estable y sana es la concienciación del propio individuo, en que su percepción de la realidad puede ser diferente a la realidad misma, o sea que puede ser flexible ante su propia percepción y debe estar en permanente revisión crítica de sus actos.