Uno de los conceptos más empleados en el actual análisis político es el de posverdad. Generalmente, se usa en la acepción que ha estandarizado la Real Academia Española: “Distorsión deliberada de la realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales”.

El problema con esta definición es que reduce el fenómeno de la posverdad a un acto intencional de mentir y falsear las informaciones con el fin de engañar a una audiencia. En este sentido, la posverdad es un fenómeno viejo expresado con una palabra nueva para designar las acciones que asociamos a los políticos demagogos, los líderes manipuladores o los embaucadores.

Sin embargo, el asunto no es tan simple. El Diccionario de Oxford señala que el término fue empleado la primera vez por el dramaturgo serbio Steve Tesich en un artículo de 1992 publicado en la revista The Nation. En dicho escrito, Tesich se lamenta por el hecho de que la sociedad norteamericana ha asumido libremente vivir en una “especie de mundo de la posverdad”. Lo que esta metáfora expresa no es tanto que haya manipuladores dispuestos a engañarnos como el hecho de que existe una disposición espiritual a despojar de significado a la verdad, a convertirla en irrelevante.

Este sentido es el que subraya la definición del Diccionario de Oxford de 1992: “Relativo o referido a circunstancias en las que los hechos objetivos son menos influyentes en la opinión pública que las emociones y las creencias personales”.

El núcleo de la cuestión -no discutiré aquí la noción problemática de “hecho objetivo” para no desviar la atención sobre mi propósito principal- es que la posverdad remite más al fenómeno de la adherencia emocional a unas determinadas creencias independientemente de las informaciones que las refuten que al hecho de que existen agentes dispuestos a engañar o falsear informaciones en el espacio público.

Veamos la importancia de la distinción. Como señala el filósofo Harry Frankfurt (Sobre la charlatanería, 2006), la mentira no implica un desinterés por la verdad. Por el contrario, conlleva un interés por ocultarla. Presupone que el agente mentiroso sabe cuál es la verdad de un determinado hecho, pero pretende alejarnos del alojamiento que significa una determinada percepción de la realidad, para colocarnos en otra situación donde se ocultan intenciones espurias. Se diferencia también, de la charlatanería, pues el charlatán no se compromete con principios o creencias.

Por el contrario, quien se adhiere emocionalmente a la idea de que las vacunas generan autismo; de que la inmigración es la causa de todos los problemas sociales y políticos de un país; o de que la covid-19 es un invento de la Organización Mundial de la Salud, no intenta mentir o manipular. Tampoco le dan lo mismo sus creencias. Se compromete tanto con sus ideas que no está dispuesto a debatir sobre la posibilidad de estar equivocado y es indiferente a cualquier evidencia contraria a lo que cree, la interpretará como un intento de engañarle o como parte de una conspiración que pretende lesionar su forma de vida.

Asi, no es indiferente a sus creencias como a la verdad que se muestra en las evidencias que pueden refutarla. Como expresa el filósofo A.C. Grayling, el problema con la posverdad es que “mi opinión vale más que los hechos”. (https://www.bbc.com/mundo/noticias-internacional-38594515). Y si no nos importan los “hechos”, un mínimo de referencias comunes que permitan “acordar una verdad”, entonces no es posible una auténtica conversación sobre la solución a nuestros problemas sociales y políticos.

Por consiguiente, es importante resaltar que la posverdad no es un vocablo nuevo para designar viejas prácticas como una disposición espiritual que lesiona cualquier esfuerzo de conversación auténtica en el espacio público. Durante toda su historia, la democracia ha convivido con la mentira, pero difícilmente podrá hacerlo con la posverdad.