Una de las tendencias más descollantes de los últimos 40 años en los mercados bursátiles ha sido la creciente participación de accionistas activistas en campañas que procuran implementar cambios en las compañías en las que adquieren participación. A diferencia de los accionistas “pasivos”, como lo son algunos inversionistas institucionales masivos que recurren a invertir replicando índices de mercados, los accionistas activistas –que suelen ser “hedge funds”– procuran hacer uso de su participación accionaria para encausar cambios en la corporación, usualmente con el objetivo de mejorar el rendimiento financiero o precio de las acciones cotizadas.

Los activistas logran su cometido mediante una combinación de estrategias que suelen ser tanto legales como de comunicación pública, pero en todo caso contando con la atención pública para agregarle fuerza a la campaña. En algunos casos los activistas concentran su campaña en nombrar miembros al consejo de administración de la empresa, mientras que en otros casos realizan una campaña contra el CEO incumbente o proceden a demandar al consejo de administración por alguna causa de acción que formulen.

Tomando como ejemplo el reciente “proxy fight” en Disney, el consejo de administración  y Bob Iger, el CEO, lograron evitar que Nelson Peltz y su fondo, Trian Partners, obtuvieran dos asientos en el consejo, pero únicamente luego de una extensa campaña pública que se reportó le costó a Trian alrededor de US$25 millones y a Disney algunos US$40 millones. Y en realidad el costo fue mayor que eso, pues hay una parte que no se puede medir monetariamente, esto es, todo el desvío de atención de la alta gerencia y el consejo de administración para poder responder a la campaña activista, en lugar de continuar con el día a día del negocio.

Lo irónico de toda campaña activista es que, incluso si fracasa en cuanto a sus objetivos, el activista puede resultar en cierta medida ganador. Este se puede considerar el caso de Peltz pues, como reportó el Journal, Trian tuvo una ganancia de US$300 millones en un periodo de dieciséis meses respecto de la inversión realizada en Disney cuando se compara el precio de adquisición con el precio actual de las acciones, siendo dicho aumento en el precio de cotización atribuible en parte a las medidas que implementó Disney en respuesta a la campaña.

La evolución de los accionistas activistas es cónsona con el desarrollo de los mercados bursátiles en las últimas décadas y las transformaciones corporativas. De manera sucinta, en algún punto de los 1970s, los CEO estadounidenses se percataron – o interiorizaron – que las fusiones y adquisiciones eran vehículos para acelerar el crecimiento de sus empresas comparado al crecimiento orgánico tradicional que mantenían muchas corporaciones. Hasta ese entonces, los CEO se consideraban más bien como guardianas del capitalismo desde el C-Suite y como “constructores de fábricas”, es decir, que velaban más por el crecimiento orgánico y a largo plazo. Posteriormente, esa cultura comenzó a dar un giro en los 1970s y terminó en los 1980s con el inicio de la actual evolución más abierta – y propensa – a procurar crecimiento mediante fusiones y adquisiciones y la entrada de nuevos actores para incluir también a los fondos de capital privado, cuya máxima expresión fue la adquisición apalancada (leveraged buyout) de RJR Nabisco por KKR ascendente a la suma de US$25 mil millones, transacción que fue recontada magistralmente en ‘Barbarians at the Gate’.

Con este cambio de paradigma, ocurrió que Wall Street comenzó a prestar un intenso enfoque en los rendimientos trimestrales de cada empresa pública, determinando si el precio de la acción está saludable o cotiza por debajo de donde debería.

Ante este enfoque de corto plazo en el rendimiento, los accionistas activistas proliferando pues precisamente son diestros en identificar asimetrías entre el precio cotizado de una sociedad y su valor. Y una vez identifican a su “presa”, comienzan a adquirir una participación sea individualmente o con otros activistas (a lo que se denomina acertadamente un “wolf pack”). Con el pie en la puerta, comienza la campaña activista muchas veces con un movimiento de pinza: el legal que está atado usualmente a la asamblea anual de accionistas y el sometimiento de propuestas y de candidatos a directores; y el de las comunicaciones públicas, que está orientado a dejar saber al mundo que el consejo y la gerencia incumbentes no están generando todo el valor para los accionistas que podrían estar generando (i.e., contribuyendo a un precio cotizado más alto y reflectivo del “valor”).

Es en este punto cuando el consejo de administración del “target” decide si dirá un grito de guerra o si procurará evitar un escalamiento y clamar por la paz mediante la firma de un tipo de acuerdo transaccional que busque disipar la controversia, usualmente al precio de otorgarle a los activistas uno o varios asientos en el consejo de administración (y en el pasado también se estiló que el “target” pagara por desinteresar a los activistas a través del llamado “greenmail”).

En definitiva, como recordó el reciente “proxy fight” de Disney, los accionistas activistas están aquí para quedarse y por tanto una empresa pública siempre debe estar preparada para responder elegantemente a los avances que éstos realicen, por más personales que se tornen. Así las cosas, no se trata enteramente de una lucha legal, pues como afirma Martin Lipton, uno de los pioneros en el derecho de fusiones y adquisiciones, la prevención de un ataque activista – y la respuesta si ocurre – es más un arte que una ciencia.