Por Patricia M. Santana Nina y Glenys De Jesús Checo

Nos invitaron a una reunión en uno de los salones del Palacio Nacional. Las invitadas fuimos 3 mujeres, profesionales en distintos espacios del Derecho, para abordar un asunto relacionado a la discriminación basada en estereotipos de género, dentro de la esfera del derecho a una vida libre de violencia.

Al llegar a la recepción pasamos a cumplir con los protocolos de ingreso al Palacio Nacional. Nos llamaron a cada una por nuestros nombres y apellidos para entregarnos el pase de visitantes. Dos vestíamos chaqueta y pantalón; una vestía un vestido formal tipo tubo, de largo a la rodilla, color azul marino, cuello joya y mangas francesas. A esta última, la recepcionista -desde detrás del mostrador en que se encontraba y con un escrutinio medidor al ojo por ciento- le dijo lo siguiente: “No puede pasar porque el largo de la falda de su vestido no cumple con el protocolo”. Tras una discusión humillante, llamadas telefónicas y mensajes por Whatsapp, logramos pasar las tres.

Originalmente, pensé escribir un relato exacto de lo que pasó, pero he pensado que era mejor no dejar por escrito la experiencia de humillación que vivimos las tres, pero sobre todo la mujer que tendrá que revivir ese bochorno cuando lea este artículo.

Esto pasó, insisto, justo en aquel lugar que simboliza los valores de la democracia y la defensa de la igualdad, el Palacio Nacional, al que fuimos llamadas y convocadas para abordar temas relacionados con las distintas formas en que se manifiesta la violencia y la discriminación contra la mujer en el país.

Debemos decir que, sea cual sea el contenido de ese protocolo, su aplicación no es más que un burdo y vergonzoso ejemplo de discriminación institucional en base al género y la clase social.  Es casi seguro que el nombrado protocolo contiene normas de vestimenta también para los hombres, pero esto no invalida el argumento, por el contrario, lo refuerza. Sobretodo cuando, ante la indignación, la respuesta es: “los hombres no pueden entrar en pantalones cortos, así que no me hablen de discriminación”. Claro, como si ese fuera el caso.

La sola existencia de un protocolo de vestimenta “correcta”, que incluya aspectos tales como el largo adecuado de la falda para las mujeres, es una vulneración por parte del Poder Ejecutivo a la Constitución dominicana cuando protege el derecho a  la integridad personal, a la intimidad y el honor personal, al libre desarrollo de la personalidad, y la igualdad y la no discriminación.

Pero, sobretodo, vulnera la obligación constitucional de garantizar el acceso de la ciudadanía a los servicios y las instituciones públicas. Por supuesto que el Estado tiene el derecho y el deber legítimo de regular el acceso a las instituciones gubernamentales; pero, como toda acción estatal, está sujeta a los límites de la legalidad, razonabilidad y proporcionalidad. De lo contrario, tendríamos un Estado no democrático en donde lo que la autoridad dice "es y punto". Pero no es lo que queremos ¿o sí?

Las normas de seguridad, como el registro para búsqueda de armas, el escáner corporal y de objetos personales, la verificación de los datos de identidad, las preguntas sobre propósito de la visita, los tiempos de espera, son intromisiones, en lo que denominamos de la esfera personal, que aceptamos porque se entienden legítimas para la seguridad de las personas visitantes y no solo del funcionariado. Además, son legales y proporcionales. No aceptaríamos, por ejemplo, que para poder entrar a una reunión técnica al Palacio Nacional se nos ordene entrar a una habitación y desnudarnos, o aceptar un cacheo por tacto.

La cuestión es si la forma de vestir, el tipo de falda, pantalón, chaqueta, manga, amenaza algún aspecto esencial de la institución o el servicio, que demanda una medida tan extrema, y violenta, como impedirme la entrada, cuando previamente se había autorizado a través de una invitación que ni siquiera hemos buscado, o cuando vamos a solicitar un servicio que allí se brinda y al que tenemos derecho. Más allá de cuestiones vinculadas a la moral, o al gusto personal, no se nos ocurre de qué manera el largo de la falda puede suponer una amenaza.

Imaginar que a estas alturas las mujeres podemos ser objeto de censura porque nuestras faldas pueden tentar a los débiles hombres nos deja perpleja, e imaginar que ese tipo de prejuicios guía las normas de protocolo que se adoptan en la sede de gobierno nos hiela el corazón.

Los estereotipos y prejuicios sobre el vestido y la apariencia, o lo que se conoce como estereotipos normativos o prescriptivos, delimitan las identidades; es decir, nos ofrecen información sobre la clase social, nivel económico, sexo y género con que se identifica la persona, la cultura a la que pertenece, su edad o la edad que quiere aparentar, el tipo de trabajo que realiza, si pertenece o no a una denominación religiosa y la calidad moral que le atribuimos. Es mucho lo que creemos saber por la ropa que lleva puesta una persona. El problema radica en que esta información que creemos cierta se nutre de preconcepciones, nociones estereotípicas, generalizaciones, prejuicios, o sea falsedades, y, como mucho, alguna migaja de verdad.

Por esta razón, la vestimenta, la apariencia personal, la expresión de género, son categorías protegidas frente a la discriminación, y el derecho al libre desarrollo de la personalidad y la intimidad, derechos fundamentales autónomos orientados a la protección de lo que nos hace un “yo” único e irrepetible. La imposición de códigos de vestimenta es la imposición de una manera de ser, vestir y ubicarse en el mundo de forma “correcta” y “aceptable”, es la moral institucional y pública impuesta por la fuerza desde la institucionalidad del Estado.

Pero nada es neutro al género, y a nuestros marcos normativos, formales e informales, menos que nada. Los códigos de vestido y comportamiento para las mujeres nos construyen y clasifican en buenas/malas, provocadoras/recatadas, esposas/amantes, mujer trabajadora/chapeadora. Por eso, el largo de la falda, qué tan ajustado o ancho sea el pantalón, si llevamos mangas o no, el pelo tapado o descubierto, le importan al Estado y otras instituciones de poder. Porque en el fondo, la cuestión es siempre poder identificar el tipo mujer que se tiene enfrente y no solo si es rica/pobre, blanca/negra,  jueza/secretaria. Con las mujeres hay un paso más que excede a la clasificación adjudicada al macho y, por eso, es irrelevante si el protocolo incluye o no lineamientos de vestido para los hombres, porque ninguna de esas reglas estará dirigida a cosificarlo, a sexualizarlo y a colocarlo en una categoría moral para luego determinar su uso.

Lamentablemente, esta no es una práctica única del Palacio Nacional, sino que se aplica en muchas otras instituciones públicas nacionales, y los códigos varían, según la dirección del momento. Estos códigos, que con frecuencia niegan a las mujeres el acceso a servicios públicos básicos, como el acceso a la justicia, también afectan diariamente a las mujeres que ejercen función pública, que brindan servicio público, extrayendo los elementos de dignidad y de igualdad en el ejercicio del derecho al trabajo, sin que al respecto haya un sistema de consecuencias aplicable, porque en pocas ocasiones las mujeres trabajadoras ponen en riesgo su trabajo, sabiendo que se trata de la ley del huevo y la piedra.

Al exponer nuestra indignación con el hecho, supimos que otras mujeres han vivido la misma experiencia para ingresar al Palacio Nacional, incluso con faldas más largas, lo que inmediatamente nos hizo pensar si es el largo a la rodilla una sugerencia de provocación sexual que atenta contra el llamado divino de vestirse de manera modesta a una mujer del S. XXI y cuál es el largo de la falda acorde al protocolo: ¿Es el largo midi, maxi o Channel? ¿O es el largo de los hermosos vestidos Carolina Herrera que se exhiben en las bellas fotos de Palacio Nacional?