La Gubia

 “Cualquier objeto tiene una relación de forma y espacio, es inconcebible lo uno sin lo otro. La nada es donde no existe esta relación, lo cual no es posible. La forma es el aspecto determinado por el contorno del objeto, pero éste está determinado por el encuentro de esa forma con el espacio”.

Antonio Prats Ventós

 

El primer día que crucé el umbral del taller se ha convertido en una joya preciada, resplandeciendo en el cofre de mis recuerdos. Fue durante una de esas visitas que solía hacer con mi padre a la casa de su hermana, donde el café, el humo y las "pendejadas" se entrelazaban en un ritual familiar. Aquella casa era un reino de maravillas para un niño curioso como yo, un universo lleno de gigantes de madera, olores misteriosos y colores audaces que se derramaban de los cuadros que adornaban cada rincón. Y al final del pasillo, más allá del jardín, se encontraba una puerta siempre cerrada, guardiana de un espacio sagrado, un santuario de secretos que siempre me había intrigado.

Se levantó de la silla que descansaba bajo la sombra protectora de la mata de cerezas, justo después de dar la última bocanada a su cigarrillo. Sus ojos, magnificados por el cristal grueso de sus gafas, brillaron con una sonrisa silenciosa, un guiño cómplice. Con un gesto sutil de su cabeza, señaló la entrada del estudio, extendiendo su mano hacia mí. Como impulsado por un resorte interno, me levanté de un salto, lanzando una mirada cautelosa a mi tía. Ella me había descubierto recientemente espiando a través de las rendijas de las puertas, que desafiaban el candado que las mantenía firmemente cerradas. "Ahí no se entra ni se juega", me había advertido con una severidad que me hizo retroceder. Pero ahora, la mano del escultor, la mano que daba forma a la madera y al mármol, la mano que insuflaba vida a la piedra, se cerró alrededor de la mía. Y el mundo detrás de esa puerta prohibida se abrió ante mis ojos.

Al abrir la puerta, el aire del estudio nos envolvió, un cóctel de olores que hablaba de madera y yeso, de pintura y tabaco. Era el aroma de la creatividad, del trabajo duro y la dedicación, una esencia que se quedó grabada en mi memoria para siempre. Como si todos los olores primigenios de la tierra se hubieran reunido para impregnar el aire con sus suspiros más profundos. Como el recuerdo de las fotos amarillas de los álbumes abandonados. Velado, pero con una presencia tan inmediata que recompone el olvido. Una evocación que, a pesar del paso del tiempo, sigue tan viva como el primer día.

El taller era un santuario de creación, donde la materia inerte cobraba vida. Troncos esparcidos, testigos silenciosos de bosques antiguos, yacían en espera de ser transformados. Piedras, duras y frías, guardaban en su interior formas y figuras que solo el escultor podía liberar. Mis ojos se posaron en las figuras que llenaban el lugar, cada una en un estado diferente de existencia. Obras iniciadas y no acabadas se alineaban en las esquinas, como sueños a medio formar, cada una con su propia historia por contar. Algunas eran apenas bocetos en madera, mármol, yeso o barro, mientras que otras ya estaban completas, sus formas y colores brillando bajo la luz suave que iluminaba el espacio. Parecían estar vivas, como si estuvieran a punto de moverse o hablar. "Siéntate en esa sillita del rincón y estate tranquilo", me indicó. Y obedecí, tomando asiento como en una guarida, donde pudiera escudriñar cada movimiento, cada detalle, cada sombra, cada color de las imágenes. Gubias, cinceles, formones y mazas, los instrumentos de transformación, descansaban sobre la mesa de trabajo, manchados con el polvo y la pintura de la creación. Cada uno en su momento se transformaba en una extensión del brazo del artista, el todo era una herramienta para dar forma a la imaginación.

Después de esta incursión, me permití la libertad de buscar el momento adecuado para hacer las preguntas que me carcomían la curiosidad. ¿Y dónde encuentras esos palos y esas piedras tan grandotas? "En la orilla del mar y en los montes; si miras con detenimiento encontrarás todo lo que necesitas, debes mirar diferente, ver lo que otros no pueden. Donde la gente cree que solo hay madera muerta, existe vida y belleza". Me contestó. Entonces se quedó absorto con la vista puesta fijamente en el vacío, sin pestañear. Quizás evocando una caminata por la playa, en El Mediterráneo de la Barceloneta o el Mar Caribe de Monte Río en Azua, separados por un vasto océano, pero compartiendo una conexión profunda de este ritual. Ambos mares, con su eterno ciclo de flujo y reflujo, traen ofrendas a la orilla, troncos que han navegado por aguas misteriosas, cada uno con su propia historia, su propia esencia.

Quizás perdido en los bosques secos de su amado sur, en su búsqueda continua. Entre guayacanes, guasábaras y espinas, estudiando aquellos que han caído, que han terminado su ciclo de vida y están listos para comenzar uno nuevo. El encuentro con cada tronco, repite el mismo ritual: la mirada atenta, el tacto exploratorio, el estudio de la forma. Siente su grano, su dureza, su resistencia. Considera su geometría, su curvatura, su potencial. Cada tronco un lienzo en bruto, una oportunidad para crear algo hermoso y único.

Con su gubia preferida, aquella que había heredado de su abuelo, evoca la memoria de su infancia, el corazón arraigado en la calle Villarroel 87 de su casa en Barcelona, el bullicio de las Ramblas. Las formas de los edificios, las curvas y las líneas que se entrelazaban una melodía de arquitectura, fachadas que contaban historias de épocas pasadas. El golpe experto del escultor desvelaba la forma que yacía en espera, conquistando la intimidad inerte para revelar la belleza oculta. Como si tallara la última textura de un cuerpo amado, desentrañaba el enigma del maridaje entre el guayacán, el cedro y la caoba. Sus sentidos se perdían en el proceso, arrancándose pedazos del corazón para llenar los vacíos y añadirle a su alma las partes sobrantes. La voz del madero cedía al insinuante acanalamiento del negro azulado del instrumento sagrado.

Se detuvo ante un pedazo de caoba, que poco a poco se transformaba en las curvas voluptuosas de una espléndida mulata. Encendió otro cigarrillo, tomó el mazo con su diestra, la gubia en la siniestra. Un rayo de sol matutino se coló, interponiéndose entre el maestro y su creación, iluminando las partículas de polvo que danzaban en el aire. El humo se convertía en un pincel etéreo, dibujando formas efímeras en el claroscuro del instante, cada espiral era una manifestación de la creatividad del artista. Y en medio de esta danza de luz, polvo y humo, el cincel, como un instrumento que recogía el lamento de la piedra, las formas inacabadas comenzaban a cobrar vida. Las líneas y curvas se fundían en un eterno abrazo, tejiendo una sinfonía visual que entonaba la melodía de la existencia. En medio de este ballet de formas, se detuvo un instante, dirigiendo su atención a Luis, su fiel ayudante cocolo, que desde hacía años le acompañaba en este viaje creativo. Luis, con sus manos curtidas, era el encargado de pulir la madera, mezclar yeso y barro, y soldar las piezas de aluminio cromado.

Con su pulidora en mano, se dispuso a suavizar la piel escamosa de la mulata esculpida en madera, aún marcada por los golpes de la gubia. Al encender la máquina, las luces del techo comenzaron a parpadear, como estrellas titilantes en un cielo de concreto. El artista se sentó, encendió otro cigarrillo y dirigió su mirada hacia la lámpara oscilante. Quizás, en ese instante, su mente viajó a los días oscuros de la guerra, al miedo que se apoderó de la ciudad, a las luces que se extinguieron y a las calles que, alguna vez vibrantes, quedaron sumidas en un silencio sepulcral. Recordó el día en que tuvo que abandonar su hogar, emprendiendo un viaje hacia lo desconocido, sosteniendo la pequeña mano de su hermano menor. Este momento de introspección fue interrumpido por Luis, quien, al regresar la luz, comenzó a entonar uno de los tangos que solía cantar para armonizar el trabajo. Su voz llenó el taller, mezclándose con el zumbido de la pulidora y el aroma de la caoba, creando una melodía que resonaba en la divinidad.

Crecí con derecho a entrada libre al taller, a menudo en silencio, observando con ojos curiosos. Aprendí a venerar y amar el arte y al hombre que le daba vida. Muchas de las figuras y lienzos que toqué en su estado más crudo, luego desfilaron con orgullo en museos y exposiciones alrededor del mundo. Con el tiempo, comprendí que en ese estudio se gestaba un acto de amor, un intercambio de esencias.

Existía un baile sublime en comunión con el universo, un acto de geometrizar la naturaleza, de trazar líneas en los suspiros del viento y ángulos en los latidos del mar. Al mismo tiempo, el deseo de naturalizar la geometría insuflaba vida en cada círculo perfecto y cada recta infinita. En este eterno vals de ciencia y espíritu, se tejía una sinfonía visual que entonaba un canto a la armonía de la existencia. El artista entregaba su corazón a la madera, la madera le devolvía su alma. En cada golpe, en cada limadura, en cada trazo, se revelaba un poco más de la belleza oculta, y el escultor se encontraba un poco más a sí mismo. En el silencio del taller, solo interrumpido por el eco de la gubia y el mazo, se tejía una historia de amor entre el hombre y su obra, una historia escrita en madera y polvo, en humo y luz.

Entrando al otoño de la vida, conservo en la memoria lejana a un niño que no sólo vio el arte, sino que también lo sintió, lo tocó, lo respiró. No hace mucho tiempo descubrí que no todo el mundo relaciona olores y días con colores, que el amarillo no huele a vainilla ni el marrón a cedro. Los científicos lo llaman sinestesia, yo, le llamo tío Tony.