El 29 de abril del 2021, con motivo del “Día Nacional de la Ética”, la Academia Dominicana de la Historia, cuya directiva entonces presidía el licenciado José Chez Checo, organizó un panel vía zoom para tratar el tema “La ética del historiador y el compromiso con la verdad”. El aludido panel contó con la participación de los historiadores Pedro L. San Miguel, Filiberto Cruz Sánchez y el autor del presente artículo.
La ética del historiador ha sido un tema escasamente debatido entre la comunidad académica nacional, al menos públicamente. Sin embargo, en vista de que recientemente han aflorado particulares interpretaciones respecto del “deber ser” y del “deber hacer” del historiador, me permito compartir algunas de las reflexiones -ligeramente ampliadas- que formulé durante mi participación en el aludido panel.
El gremio de los historiadores nacionales no dispone de un código de ética escrito, tal y como existe en otros países. Estimo, empero, que la falta del referido código no ha sido obstáculo para que el historiador dominicano, en cuanto científico social que cumple una función formativa en la comunidad, pueda ejercer su oficio dignamente en consonancia con principios éticos universales inherentes a toda profesión humanista.
Dos son los temas que debemos tomar en consideración en relación con el “deber ser” y el “deber hacer” del historiador: en primer lugar, la ética, es decir aquella disciplina de la filosofía “que estudia el bien y el mal”, así como sus “relaciones con la moral y el comportamiento humano”. Y, segundo, el deber que tiene el historiador de buscar y defender la verdad científica y divulgarla como contribución positiva al conocimiento histórico de la sociedad.
En efecto, el historiador debe reunir evidencias, evaluarlas, contrastarlas, comprender la conducta de los agentes que actuaron en en el pasado y explicar el por qué las cosas sucedieron como ocurrieron y cuáles fueron sus consecuencias. Su principal compromiso reside en aproximarse a la verdad histórica y, para lograrlo, deberá proceder al margen de elucubraciones contrafactuales y de interpretaciones parcializadas que contaminen la credibilidad de sus aseveraciones y conclusiones.
Una vez culminado ese proceso heurístico y hermenéutico, que Michel De Certeau llamó “la operación historiográfica”, el historiador tiene el deber de reconstruir y representar en forma narrativa parte o gran parte del pasado de la manera más fiel posible a como en verdad ocurrieron los hechos, siempre ceñido a los datos empíricos que ha reunido y contrastado con otros indicios a la par con la crítica de credibilidad y de autenticidad que debe aplicarse a todo documento (Jacques Le Goff, “Pensar la historia”, 1991).
Es evidente que el historiador, en una suerte de operación regresiva desde el presente hacia lo que ya no existe, no puede despojarse por completo de su formación ideológica ni mucho menos prescindir del contexto social al que pertenece, pues “toda historia es historia contemporánea”, decía Benedetto Croce. Aun así, el historiador tiene el compromiso ineludible de proceder con honestidad y procurar ser justo, cuidándose de no incurrir en anacronismos que al final impidan que el resultado de su investigación esté en correspondencia con las fuentes fidedignas con las que ha trabajado.
El historiador hace lo que debe hacer, en lugar de lo que otros quisieran que haga. Y en el ejercicio de su profesión, si se propone actuar con objetividad (entendiendo este concepto en el sentido de que lo enunciado corresponda con el objeto analizado), deberá cuidarse de no juzgar los hechos pretéritos conforme a valoraciones y prejuicios de su época, absteniéndose de emitir juicios de valor que no pueda probar y mucho menos formular opiniones condenatorias. Porque la función de la historia, según Lucien Febvre, cofundador de la Escuela de Annales, no es juzgar sino más bien indagar, explicar y hacer comprender los hechos.
El historiador debe ser un científico social dispuesto a “propiciar la polémica y el debate, como elementos importantes para el desarrollo de las Ciencias Históricas, basado en la más amplia libertad de palabra y en el derecho a la crítica y la autocrítica”: Debe, además, “demostrar el máximo respeto por toda opinión contraria a la suya, observar normas de discusión profesional y no valerse de ningún tipo de recurso ajeno a ella que le permita imponer su criterio”.
El historiador dedicado a la docencia, y por tanto enfocado en forjar ciudadanos orgullosos del pasado de su nación, debe “velar por la adecuada impartición de los conocimientos, que garanticen una sólida formación científica y cívico-patriótica de las nuevas generaciones de profesionales” y, de esa manera, “contribuir a elevar el nivel cultural general tanto en el ámbito de la comunidad académica como entre otros sectores poblacionales”, proclama el código de ética de la Unión Nacional de Historiadores cubanos, para solo citar un caso de normas deontológicas sobre el quehacer historiográfico.
También es compromiso del historiador preservar escrupulosamente la integridad física de las fuentes y no incurrir en distorsiones, omisiones o manipulaciones con el fin de imponer determinados criterios o convicciones. Recuérdese que la meta del análisis histórico es comprender, y, ante todo, procurar establecer la verdad de los hechos desde una perspectiva lo más imparcial posible.
El juicio del historiador
Del párrafo precedente se colige que el historiador no es ni debe actuar como juez, porque, en realidad, su misión no es juzgar ni condenar ni absolver (Enrique San Miguel, “Deontología profesional para historiadores”, Madrid, 2013). Cierto es que existen similitudes en los caminos que recorren tanto el juez como el historiador, pues ambos realizan sus respectivos oficios en función de pruebas, indicios y evidencias. El juez, sin embargo, participa en un proceso judicial en el que, al final, emitirá una sentencia definitiva; mientras que el historiador, por su parte, reconstruye los hechos que ya sucedieron, que no existen, y que no puede ni podrá cambiar.
El historiador italiano Carlo Ginzburg, uno de los principales exponentes del llamado género de la microhistoria, establece diferencias entre el trabajo del juez y el del historiador. Afirma que ambos actúan en común convencidos de que, según determinadas reglas, es posible probar “que x ha hecho y: donde x puede designar tanto al protagonista, aunque sea anónimo, de un acontecimiento histórico, como al sujeto de un procedimiento penal; e y, una acción cualquiera”. Tal convergencia, para este autor, solo es válida en un plano abstracto debido a que, quien examine el modo en que uno y otro trabajan, así como el modo en que trabajaron en el pasado, descubrirá una profunda divergencia en la práctica de sus respectivas disciplinas. Al juez sí le es dable sentenciar, condenar y absolver con base a las pruebas e indicios de que dispone; pero el rol del historiador es precisamente lo opuesto porque si bien es cierto que el camino de ambos especialistas es coincidente durante un tramo del proceso investigativo, no lo es menos el hecho de que ese camino inevitablemente se bifurca y conduce a conclusiones diferentes.
Según Ginzburg, a quien también debemos el modelo epistemológico de los indicios o paradigma indiciario, entre ambos profesionales existe un terreno común (que es “el de la verificación de los hechos y, por ello, de la prueba”), pero quien intente “reducir al historiador a juez, simplifica y empobrece el conocimiento historiográfico”; y quien intente “reducir al juez a historiador contamina irremediablemente el ejercicio de la justicia” (“El juez y el historiador. Acotaciones al margen del caso Sofri”, Anaya, 1993).
Conviene destacar que, previo a Carlo Ginzburg, ya el filósofo y ensayista francés, Charles Péguy (1873-1914), había advertido sobre el riesgo que podía significar juzgar desde el punto de vista historiográfico, pues, de acuerdo con su apreciación, el juicio u opinión del historiador nunca es un juicio judiciario, aunque sí se espera que, cuando se produzca, al menos sea un juicio justo apegado a la diversidad de fuentes disponibles y no supeditado a una visión unilateral del proceso histórico.
En su obra “Clío. Diálogo entre la historia y el alma pagana”, Péguy sostiene que “el historiador no pronuncia juicios judiciarios, [y que] tampoco pronuncia juicios jurídicos”. Considera que “se puede acaso decir que ni siquiera pronuncia juicios históricos; [pues] él constantemente elabora juicios históricos; él está en un trabajo perpetuo” (citado por Francois Hartog, en “Evidencia de la historia. Lo que ven los historiadores”, México, 2011). En esta misma línea de pensamiento, Marc Bloch, también cofundador de Annales, remarcó que la función principal del historiador no es juzgar, sino más bien comprender y explicar las causas y consecuencias de los acontecimientos.
La historia: luz de la verdad
Otro compromiso ético del historiador -en cuanto sujeto cognoscente- es el de la búsqueda de la verdad de los hechos con el fin de aproximarse lo más objetiva e imparcialmente posible a los hechos objeto de estudio. La deontología de la profesión histórica -afirma Frank Moya Pons- obliga a sus practicantes a ser “compromisarios con la objetividad y respetuosos de la verdad” (“La explicación histórica, 2021). El historiador no debe perder de vista que la historia, en esencia, siempre es factual.
Más que la objetividad, la imparcialidad “es el resultado de una doble actitud, moral e intelectual. Ante todo, moral…” pues, además de su punto de vista, el historiador debe tener en cuenta las posiciones de los demás, “poniendo entre paréntesis las suyas propias”, atemperando así sus pasiones, para lo cual naturalmente se requiere “un esfuerzo previo con el fin de aclarar y superar sus implicaciones personales”. “Si contempla la imparcialidad, el historiador debe resistir la tentación de utilizar la historia para otra cosa”, ya que su pretensión debe ser “la de comprender, no dar lecciones ni moralizar”. (Antoine Prost, “Verdad y función social de la historia” en “Doce lecciones sobre la historia”, 1996).
Durante mucho tiempo se ha debatido en torno a la noción de verdad y si es posible establecer la veracidad del hecho histórico. Los postmodernistas y partidarios del “giro lingüístico” sostienen que el pasado solo es aprehensible a través del contenido de un texto. Incluso hay quienes concluyen que la representación histórica de acontecimientos pasados existe únicamente en la narración escrita, en el texto. El historiador, en cambio, no solo disiente de ese aserto, sino que puede demostrar que el contenido de su representación histórica responde a una realidad extra-textual; es decir, que se trata de algo que no pertenece a la esfera de la ficción literaria y que verdaderamente sucedió de acuerdo con los datos empíricos o evidencias que avalan su hermenéutica (Hayden White, “El contenido de la forma. Narrativa, discurso y representación histórica, 1992).
Sabemos que no existe la verdad absoluta; pero sí la verdad parcial o relativa. Al igual que la historia, la verdad está en constante movimiento con arreglo a la diversidad de fuentes que permiten formular determinados juicios o conclusiones sobre contextos específicos. Cuando esas conclusiones se asientan sobre fuentes fiables, se dice que entonces aflora la verdad, que equivale a un “juicio verdadero”, a una “proposición verdadera” o a un “conocimiento verdadero”, a condición de que todo cuanto se enuncie en el discurso histórico debe ser demostrado, probado, y, sobre todo, que pueda ser verificado (Adam Schaff, “Historia y verdad. Ensayo sobre la objetividad del conocimiento histórico”, 1974).
Finalmente, conviene resaltar que la ética del historiador y su compromiso con la verdad le exigen honestidad y objetividad tanto en el manejo de las fuentes como en la interpretación de los hechos. Al proceder con honestidad y objetividad, al margen de las pasiones ideológicas, el historiador podrá arribar a propuestas y conclusiones parcialmente verdaderas. De esa manera, sin perder de vista las normas y principios éticos que regulan toda actividad profesional, el historiador deberá cerciorarse del “correcto uso público de la historia” -la conocida expresión de Jurgen Habermas-, a fin de evitar que su disciplina sea degradada y convertida en un mero instrumento de legitimación de agendas políticas ya sea de gobiernos, partidos, “oenegés” o grupos de presión.
*El autor es historiador. Miembro de número Academia Dominicana de la Historia