- La obra La isla de SD. Sancocho cultural y rompecabezas histórico del Caribe es una especie de iceberg invernal.
Que fue escrita en la madurez del invierno de mi vida, no requiere mayor elucubración.
Lo que no queda en evidencia es el largo camino que me condujo hasta ella, por vía de lo dominicano y de lo haitiano; así mismo, lo uno y lo otro, no lo uno o lo otro, y mucho menos ellos dos contrapuestos entre sí.
- ¿Qué es lo que no se ve en un esfuerzo de poco menos de 59 años? Los cientos de kilómetros que he recorrido intelectualmente, no por necesidad de ganarme la vida y la de mis dependientes, sino por amor a la gente y fidelidad a un país que me rescató de un exilio involuntario pero forzado.
Ese recorrido -redentor, para mí- comenzó porque llegué a pie a la RD, el 5 de septiembre de 1965. Me explico.
Por supuesto que entré al país, no por la frontera con Haití, sino por el entonces aeropuerto de Punta Caucedo. Pero digo yo que llegué a pie porque, en el km 12 de la carretera Sánchez, justo después del desvío hacia mi destino de entonces, Manresa Loyola, el carro en que llegábamos del extranjero tres amigos de infancia, Álvaro -más conocido como el mono- Quezada, junto a mi entrañable y real hermano no solo postizo, Mario -Mayito- Dávalos y yo, tuvimos que salir del vehículo que nos transportaba, identificarnos con una libreta extranjera en un puesto militar allí ubicado y, literalmente, justo entonces, reiniciar la travesía pero a pie, sudando y empujando hasta el agotamiento el malogrado auto con el que abandonamos para siempre el aeropuerto, hasta llegar caminando a la mentada Manresa.
Ese fue mi primer contacto a pie, entre saludos, miradas de sorpresa, un baño de sudor y veladas sonrisas desprovistas de burlas y de sarcasmos, con los integrantes de ese nuevo mundo al que, desde ese mismo día, decidí integrarme, amén de entenderlo, abrazarlo y llegar a confundirme con él.
- Los caminos zapateados desde entonces han sido muchos, pero todos me llevaron a uno u otro párrafo del libro de referencia, de la mano de mejores conocedores de los temas que yo.
Hay dos caminos no los puedo olvidar, pues comenzaron a educarme y familiarizarme con el pueblo dominicano y su historia.
Por el primero, luego de dejar atrás mi casaca citadina, me interné tres meses, ni un día más ni un día menos, en Restauración. Fue mi bautizo de realidad en las intimidades de la línea noroeste y la primera vez que crucé, también a pie, no el Masacre, sino la inefable línea fronteriza. Allá, el P. Herrero, S.J., me dio cátedras de civilización.
Por el segundo camino, plasmé mi entrada a los vericuetos de la historia dominicana de la mano de un ilustre entonces desconocido y de dos amigos futuros. El desconocido, Max Henríquez Ureña, quien por medio de un enjundioso ciclo de conferencias dadas en el noviciado de los jesuitas, nos expuso las riquezas y algunas complejidades de lo que llamaré arbitrariamente la cultura culta de los dominicanos.
Y, los dos amigos por venir son, Antonio -Ton- Lluberes, con su memorable hablar pausado y sopesado, lleno de ideas maduras; y, claro está, quien me compartió un marco de referencia para comprender y a veces enjuiciar los hechos de la historia dominicana y de la otra historia -también- dominicana, el admirable y laborioso Frank Moya Pons, a quien no olvido desde aquel primer día de clases cuando, en las aulas de la entonces Madre y Maestra, en el año escolar 1968-1969 estrenaba su título -de maestría en historia, en aquel entonces- ante un grupo de bisoños estudiantes de filosofía en Santiago de los Caballeros.
Todo lo que luego he leído sobre el pueblo dominicano, -desde los enjundiosos, Antonio Sánchez Valverde, Pedro F. Bonó, Harry Hoëtnik, Juan Bosch, Joaquín Balaguer, Rodríguez Demorizi, Bernardo Vega, Roberto Cassá, Pelegrín Castillo, Federico Henríquez Gratereaux, Wilfredo -Wily- Lozano, Juan Miguel Castillo Pantaleón y otros tantos que no cuento ahora con suficiente tiempo para mencionar-, dialogaron conmigo, como dice la sentencia popular de los cubanos: `en mientes´, pues dichos amigos y aquel desconocido me ayudaron a encuadrar las más diversas cuestiones propias al lar dominicano.
Ahora bien, el verdadero cambio de ruta y de panorama para entender la realidad dominicana, y la de esta isla, fueron facilitadas por dos padres jesuitas Juan -Juancho- Montalvo y José Luis -el german- Alemán. Cada uno de ellos dos, por su lado y de manera mancomunada, incidieron en que, entre otros estudios, acometiera los postgrados en antropología social y, finalmente, en filosofía pura y dura.
- Por demás, imposible adentrarme aquí en personalidades del mundo antropológico o filosófico con los que me debatí en mi foro interno en aquellos tiempos de formación.
De modo que, en ese contexto, lo más que puedo hacer desde aquí es dejar constancia de que, en todo lugar y momento, en y fuera del país, desde la cuenca del Amazonas hasta el sur de Chiapas, siempre he relacionado entre sí -a modo de contrapunteo a lo Fernando Ortiz– las exposiciones bibliográficas estudiadas con los datos obtenidos en observaciones personales de campo.
Basten algunos botones a modo de prueba de mi constante deambular, no solo por picachos lógicos y académicos, sino también por la realidad pedestre, que anteceden el libro sobre la isla de Santo Domingo.
En esa faena, recorrí los rincones más apartados del Cibao tabacalero.
Descubrí la desconocida matrifocalidad familiar dominicana y el comportamiento sexual de jóvenes dominicanos, en las barriadas capitaleñas.
Acampé -literalmente– al finalizar mis estudios de postgrado en Chicago, Frankfurt y Lovaina- en los bateyes de campo del CEA, a mediados de la pasada década de los años 80.
Allí, no hice encuestas, como Carlos Dore Cabral me recomendaba un día sí y el otro también, como buen sociólogo que fue, sino que conviví y pernocté en igualdad de condiciones a la de los pobladores de esos campamentos de trabajo.
Aquel reencuentro con población haitiana, esta vez en el país, se repitió en cuatro ocasiones durante mis años de profesor e investigador en un centro internacional, el CATIE. Esta institución del sistema interamericano me permitió, durante toda una década, familiarizarme en y con Haití, a partir de una perspectiva medioambiental: el manejo sostenible de los recursos naturales renovables en cuencas hidrográficas, de conformidad con las prácticas tradicionales de los pobladores de comunidades rurales del trópico seco americano.
- Ahora bien, ganar el sustento cotidiano me zarandeó. Lo rico de tantas experiencias distintas que he atravesado es que me llevaron como una bola golpeada de billar, de un lado al otro de la mesa de trabajo, permitiéndome reconocer el valor de miembros e instituciones de la sociedad dominicana, desde arriba y desde muy, muy abajo. Todos, dotados de principios y regulaciones, aunque ninguno inmaculado.
Encausada y encauzada la necesidad del pan nuestro de cada día, finalmente, desde el presente que me provee la pucamaima capitaleña, continúo la enseñanza y la investigación, siempre acompañadas del aliento y apoyo generoso que manos cercanas me han brindado, como por ejemplo, las de Luis Canela Bueno, circunscrita a una discreta presencia cortés y a su eterno y solidario desinterés, al igual que en circunstancias particulares recientemente las de Campos de Moya y David Álvarez.
- Hasta aquí, mal que bien, los senderos recorridos desde aquel día de septiembre, posterior a la guerra de abril del 65. Advierto que lo narrado está trillado de omisiones, como la de mi apreciado, estimado, o como deseen calificar a mi crítico y a veces contrincante preferido, José Ramón Albaine Pons. Pero el correcorre de la narración deja en evidencia la fragilidad de mi memoria.
[1] Palabras del autor en la puesta en circulación de su obra, La isla de Santo Domingo, Santo Domingo, INTEC, 2024.