1. El recorrido de 59 años arando y sembrando a lo largo y ancho de los más diversos caminos de este mundo caribeño concluye en dos metáforas; metáforas, por aquello que un día dijo Hölderlin, “lo que permanece lo fundan los poetas”.
  1. Me valgo del sancocho cultural migratorio del pueblo y del Estado dominicanos para significar un modelo migratorio único, hasta prueba en contrario, en el mundo. Su ejemplaridad es singular y reside, -en la práctica familiar y en el ámbito de lo privado, al igual que en el orden institucional del dominio público- en sus frutos de integración racial y de convivencia acogedora, pacífica, solidaria, respetuosa y ordenada de las más divergentes ascendencias étnicas llegadas a territorio de la República Dominicana. Desde África central, la península europea, el Oriente lejano y el próximo, así como de todo el hemisferio americano, con sus islas y pueblos adyacentes.

Apodar el referido modelo migratorio de sancocho, y bautizarlo -por añadidura- de cultural, significa, por consiguiente, la antesala germinal del ADN o código cultural del dominicano, ese que resulta presente en la evolución y transformación identitaria dominicana. 

Lo advierto de inmediato, no sigo aquí la concepción de Fernando Ortiz, esa que lo condujo a afirmar sin más que “Cuba es un ajiaco”. 

No sé Cuba, pero la RD no es un sancocho.

Eso sí; sin la ocurrencia de ese proceso de transculturación e incorporación de muy variados flujos migratorios a una sociedad dominicana que los acoge, asume y articula al mercado laboral, el ya caracterizado ADN o código cultural dominicano terminaría empobrecido —por efecto de una especie de endogamia cultural— e inadaptado al cambiante mundo contemporáneo, -en el que la migración de recursos y talentos es su parte más universal.

  1. No obstante, ese sancocho cultural, al igual que el sol, no solo tiene manchas, sino que no se le puede ocultar con un dedo. En el caldo de cultivo de la dominicanidad hay, en el presente, un pelito en el sancocho. Guste o disguste a muchos. Es, por tanto, por lo que sumergirme en las oscuras profundidades iniciales del conglomerado haitiano, en Haití, antes de pronunciarme sobre él y su impacto en todo lo que sea dominicano e isleño.

En ese contexto, descubro que allá la convivencia social se encontró en completa ruptura con una base tradicional africana que, durante siglos, había introducido la esclavitud como modo de regulación social. Eso conviene reiterarlo: la reacción haitiana, luego de romper con la esclavitud y de triunfar por medio de su revolución en 1804, es hechura original del conglomerado social haitiano y, como tal, hace las veces de principio y fundamento de una nueva agrupación bautizada, tras su reagrupación, como `haitiana´. Para esta, lo intolerable, lo inaceptable es, tanto la explotación del trabajo humano, asalariado o de esclavitud, como la obediencia a quienquiera que, de conformidad con la memoria histórica de ese pueblo, represente y asuma la figura o el papel del patrón o superior jerárquico en Haití.

De ahí el surgimiento del rompecabezas político haitiano, tipificado por la inestabilidad e inseguridades recurrentes en la esfera pública de ese país, además de los flujos migratorios constantes e incesantes que propician, tal y como esos que cruzan el Masacre a pie, gracias a la complicidad criolla u otras.

Es en ese contexto que analizo en la isla de Santo Domingo los cientos de dimes y diretes relativos a las relaciones estatales, personales, grupales y socioculturales de dominicanos y haitianos. Y, sopesando los más contradictorios argumentos sobre razas, etnias, pobreza, nación, acontecimientos históricos y otros temas más, finalizo ofreciendo una explicación antropológica y, dado que los epílogos concluyen lo inconcluso, ante el futuro incierto adelanto cuatro puntos de vista evaluados ante lo imprevisible de tantos diferendos y puntos controvertidos.

  1. Finalizo el recuento no visible de esta travesía, dando las gracias a todas y a todos los que hicieron posible que este libro pueda ser, algún día, de ayuda para justificar y lograr las mejores y más correctas relaciones posibles entre los diversos pobladores de esta isla antillana y sus respectivas formaciones estatales. Cada quien en su lado, y sin por ello olvidar que -en esta isla compartida- aún se requieren políticas para que dos estados políticos, fallidos o por fallar, pero en paz, puedan afrontar problemas comunes, amén de los ocasionados a uno de ellos por decisiones superables del otro.
  1. Igualmente, a pesar de pertenecer a otro orden de cosas, agradezco a quien dedico este trabajo, a mi compañera y esposa Ceila Pérez Estrella, por tantos motivos como días compartidos. Y a mis hijos, claro está, pues son auténticos “herederos” de lo dominicano.

Digo todo eso para, por fin, concluir reconociendo como ‘el’ y ‘los’ verdaderos protagonistas de este ensayo antropológico a los inmigrantes, de uno u otro origen, y sus respectivas proles. Ellos, al igual que quien les habla, llegamos un día aquí llenos de expectativas, ilusiones y entusiasmo, balanceados todos -como las olas del Mar Caribe que sirven de testigo- por inquietudes, resquemores, dudas y no pocas esperanzas de más orden, mejoría y asequible bienestar.