Eran casi las 10:00 de la noche del domingo 10 de mayo del año 1998 cuando mi vehículo avanzaba con la velocidad del rayo la autopista 6 de Noviembre. Me acompañaba al volante mi fiel Leo, colaborador nuestro de muchos años, diestro conductor que con audaz experiencia sorteaba las peligrosas curvas de la carretera. Íbamos camino a San Cristóbal a la casa de papá, que estaba en la vía que nos conectaría con el municipio de Cambita Garabitos. La premura por llegar se notaba al jadeo por los nervios que provocaba el estrés de conocer la certeza de lo que hacía apenas minutos antes me habían informado: que mi queridísimo padre había hecho una gravedad dentro de su estado por la enfermedad que le consumía, la de un cáncer de páncreas que todos sabíamos era muy agresivo. Desde su aparición hacia 4 años antes le robaba la vida minuto a minuto a mi amado padre, José Francisco Antonio Peña Gómez.
Esos minutos que dividían en tiempo de distancia entre el Parque Eugenio María de Hostos y la casa de papá me parecían toda una eternidad. La noticia de su agravamiento nos fue dada por un compañero que se nos acercó en el concierto de cierre de campaña organizado por la Juventud Revolucionaria Dominicana en el que estábamos presentes. Las palabras discretamente dadas en mi oído voceadora de malas noticias me habían impactado de tal forma que no atiné a confirmar la misma; solo me paré raudo y nervioso hacia mi vehículo para de manera personal ir a conocer la veracidad de la misma, rogando en casi todo el trayecto que la situación presentada fuese algo manejable, un percance del cual estábamos acostumbrados desde que se diagnosticó su mortal condición por un tumor que le restaría la posibilidad de vivir una larga vida a papá, como todos creíamos.
Al llegar al cruce de entrada a la ciudad de San Cristóbal sentí un frío que me supo a despedida. Ahí presentí la ida de mi padre al mundo de lo ignoto, sentí claramente que ese ser por el que profeso un amor insondable había cerrado los ojos, frase de forma cuasi poética que utilizaba mi progenitor para decirnos a sus hijos de una forma sutil lo inexorable de su partida, de su cita con la muerte, a la que esperó con resignación y gallardía, con la misma bravura que fue su permanente compañera en los años difíciles que le tocó vivir en la construcción por la democracia.
Le expresé a mi consecuente compañero de viaje que ya fuera más lento, que papá ya no estaba entre nosotros. Había sentido de manera fugaz el soplo por su ausencia, ese instante, ese tránsito en que los humanos pasamos de materia a transmutarnos en energía espiritual. Había muerto el hombre y nacía la leyenda.
Al llegar a la casa, una fila interminable de carros afuera estaba y al entrar a la misma me encontré con la mayoría de sus colaboradores más cercanos cuyo nudo en la garganta les impedía dar o recibir saludo alguno; es que brotaban ríos de lágrimas que acompañaban los gritos y clamores ensordecedores que tuvieron que ser escuchados por el retumbar hasta por los santos en el cielo, ese cuadro dantesco de pesar, de dolor agónico sumado a un pesado e irrespirable aire creado por la brumosa tristeza ahí acontecida. Atiné a preguntarle a su compadre y asistente, don Enrique Gil, por qué no se me dijo nada, por qué no se me avisó a tiempo para poder ver y hablar por última vez con mi amado padre. Mis palabras recriminatorias fueron contestadas de la manera siguiente por mi interlocutor José Frank: Peña te mando a buscar temprano, pero tu celular no entraba, llamé a varios lugares y te dejé el mensaje, pero sabía que estabas en los barrios ultimando detalles de la campaña a síndico de tu padre por las encomiendas asignadas por mi compadre a ti. Me preguntó varias veces por su José Frank, pero en un momento me llamó y me dijo que no te llamara más; eso hice, pero no comprendí porqué nos indicaba eso después de su interés en verte. Cuando ví que se extinguía su existencia comprendí que no quería que lo vieras en ese trance porque presintió que tú no aguantarías su partida y así evitaba que te sucediera algo.
Aunque no quise entender razón alguna del porqué no se me permitió estar ahí, junto a él, días después supe que había dicho que su gordito hijo podía colapsar si lo hubiera visto en su último hálito de vida.
Conocía la bonhomía de papá y el profundo amor que nos profesábamos, entonces lo supe decidido a evitar que yo le hiciera compañía en este su último viaje.
Hacía apenas dos días que había estado con él por largo rato. Extenuado, le salía con dificultad la palabra y al preguntarle me dijo que era falta de albumina, que su leal amigo y médico Dr. Rafael Lantigua ( Raffy) había llegado de Estados Unidos y que él le había traído un medicamento que le mejoraría su situación. De verdad que le creí. Este gladiador había vencido varias batallas y pensé, tal vez de manera ingenua, que su afección de momento era superable dentro de su condición de paciente oncológico.
Le hablé mucho; él no tanto, pero me escuchaba con atención, sobre diversos tópicos de la campaña, de la ingratitud de una parte de sus amigos y compañeros. Vi en su cara muestra de disconformidad con mucho de ellos porque con su anárquica aptitud algunos pusieron piedras en el camino hacia el triunfo electoral. Tengo sin embargo en el cofre de mi memoria algunas cosas que preconizaban un futuro sin él en su amado partido, cosa que por respeto a su sagrada memoria me llevaré conmigo cuando baje al sepulcro.
Pese a su consabida bondad y don de gentes había en mi padre el valor del guerrero espartano, de una reciedumbre única. Se sabía paradigma de generaciones por venir, por eso soportó con estoicidad la cruz de esa enfermedad que le devoraba por dentro, sin miedo a la muerte a la cual había vencido muchas veces en los aciagos momentos de la persecución artera, pero que le hizo conocer por defender sus ideas la cárcel y la clandestinidad decena de veces.
Temerario, estaba acostumbrado a las acechanzas, pues su vida la había puesto en riesgo con el fin de conquistar los aires libertarios. No tuvo miramiento alguno frente al peligro a quien le plantó cara erguido, al desafiar las huestes represivas en los años sangrientos.
Se sabía predestinado a servir a una causa y tenía la capacidad de presentir el peligro; era un pálpito que le avisaba tiempo antes lo que ocurriría. Era depositario de esa capacidad pre cognitiva que siempre le acompañó y la cual le hizo salvar su vida varias veces.
Pero en la noche de un 10 de mayo hace exactamente 25 años fue llevado por el óbito este gigante a un plano astral y creyó la muerte alegre y sonreida que lo había vencido por fin, para después darse cuenta y entender que lo único que hizo fue convertir este prohombre en leyenda, en eterno, en ejemplo a emular, en el principal símbolo de entrega a las causas redentoras por conquistar la democracia.
Para mí, como para miles de dominicanos, Peña Gómez está aún vivo. Su luz refulgente guía todavía el caminar de un pueblo que le quiere, le respeta y le admira y por eso este gigante permanecerá vivo para alzar su voz contra toda injusticia, contra aquellos que quieran restringir los valores de la democracia que disfrutamos hoy. Vivirá en el esfuerzo de todos los que luchan por superar las taras socioeconómicas de los desprovistos de fortuna alguna.
Pero su gran legado no es político, es el perdón, esa capacidad de extenderle la mano a todo aquel que lo maltrató. Su despedida fue tan noble que perdonó antes de marcharse del mundo de los vivos a todos los que maldijeron su nombre, su color y su origen.
25 años después sus ideas están ahí inalterables y levantan sus banderas miles de sus discípulos que, diseminados entre todas las organizaciones del mundo político, se autodenominan con orgullo en el presente como peñagomistas.
A ti, papá, 25 años después decirte que en cualquier lejano mentidero de la República resaltan tu nombre, que en las casas donde se vive en infortunio económico se te clama, que la juventud ansiosa por conocer tu historia pregunta por ti, que la mayoría de fieles a tu descendencia todavía te recuerda y te llora, por una diáspora presuntuosa de que tu impronta le posibilitó el voto en el exterior, de las miles y miles de mujeres en política a las cuales le diste papeles estelares y las apoyaste para que se les establecieran cuotas por ley de participación electivas o el reconocimiento por lograr se instituyera la doble ciudadanía, que le ha permitido a cientos de nuestros compatriotas desarrollarse allende los mares. Pero más que nada el agradecimiento de un pueblo que sabe que sus luchas, su sacrificio, nos permitió lograr la democracia de la cual disfrutamos sin miedos, sin persecuciones, sin exilios, sin que en cualquier esquina caiga abatido por el poder lo más joven y granado de nuestra sociedad por defender sus ideas.
Para sus más cercanos discípulos, sus más estimados colaboradores, su familia y en especial por quien esto escribe, que hemos sentido un vacío en el alma en estos 25 años, pero que lo recordamos vivo, con esa sonrisa infantil, con su voz estentórea, con su profunda humildad y abnegada generosidad, por esa acrisolada honestidad y su prístina inteligencia, le recordamos solidario, de palabra, cierto y pasional, porque en él no hubo una pizca de frivolidad alguna porque siempre fue auténtico.
Vivo con el orgullo de saberme hijo de este hombre sin par al cual amo más allá de la muerte, porque en mí está más vivo que nunca, porque al igual que su pueblo leal y consecuente no le deja morir, sus ideas sobreviven. Vivo con la alegría por la presunción de saber que soy descendiente del mayor exponente de la negritud de esta media isla, de un dominicano del mundo, de un líder de multitudes y sin dudas el más grande internacionalista, el más popular de sus líderes, el más coherente con sus palabras y acciones. ¡Qué inmenso orgullo siento ser vástago de un verdadero prócer por la democracia, del inmenso José Francisco Peña Gómez!. 25 años después de su partida física, loor a su memoria.