Cualquier citadino puede decir desde su mirador interior quijotesco: “Sé que me ves pasar todos los días, que mientras camino, miro”. ¿Y qué es el mirar sino una forma de sentir, quizás la principal del ser humano? Esta mirada es a la orilla de una taza de café.
Hasta hace poco tiempo, que no es poco nada, se coincidía con decenas de mujeres en los barrios de la capital (la violencia en todos sus órdenes la ha hecho desaparecer) que, desde las tres o cuatro de la madrugada estaban sentadas en una esquina en un lugar céntrico de cualquier barrio de la capital. Estas, arropadas por la madrugada o la inclemencia del tiempo, una silla, una mesita, anafes, rodeados de comensales que iban a sus trabajos formales e informales y si la noche estaba fría calentaban sus azares de madrugador con las brasas del carbón del anafe, y ella, la coladora de café, amable, sonriente y bien abrigada, a veces acompañadas de un niño, les vendía café recién colado y té, y uno que otro pedazo de arepa o pan.
Sin duda, Imágenes de nuestra ciudad capital ya entre la niebla del olvido, de los centros por donde confluían hombres, principalmente en trabajos ocasionales, venduteros, albañiles, carpinteros entre otros oficios formales e informales. Hombres, en su mayoría, principalmente, que salían a ganarse el pan en distintos oficios.
Y, como un Ábrete Sésamo la ciudad cambió, dándose o no cuenta los citadinos. Ahora en el presente el mismo afán continua en esos hombres y ahora mujeres, empleados públicos y privados, estudiantes y en las esquinas, principalmente motoconchistas más un nuevo ingrediente, que los vendedores informales, la muchedumbre ya no es dominicana sino haitiana. Y hace poco tiempo, una oleada de venezolanos abrumó la ciudad, que desaparecieron como vinieron y no como por arte de magia.
En los 60, 70 y 80 los transeúntes de las calles en trabajos formales e informales eran la mayoría hombres, ahora, el ahora desde los 90 son tanto mujeres como hombres, en la misma proporción.
En los 60, 70 y 80 los niños, no las niñas, vendían cosas en las calles, desde la madrugada y eran dominicanos; ahora son los niños, de ambos géneros, pero haitianos y uno que otro dominicano.
Volviendo a la cafetera de los barrios y no añorada de décadas atrás, no es que en una esquina que dé a varios barrios y una que otra urbanización no aparezca una cafetera más sofisticada, ya no con anafes sino con media docenas de termos, café y té que preparan en su casa y… ahora se llamar pequeñas empresarias como se le denomina ahora o se hace denominar (por la nueva conceptualización de disfrazar la pobreza) todo aquel que vende algo en la calle. Denominación que les sirve para buscar prestamos en instituciones para tal fin y empezar a soñar se ha dicho.
También en la ciudad pululaban las frituras, donde una mujer o un hombre se hacía famoso, sin ni siquiera pasarle por la cabeza, creerse un “empresario” despachando entresijos, morcillas, chicharrón, cadenetas, bofe y espaguetis “sueltesitos, sueltesitos” como una anuncio radial de una empresa de la época entre otras variedades de frituras, acompañadas de fritos, al igual que hervidos, tanto de batatas como de plántanos; de pronto, hoy día, no hay una esquina que no fue sustituida lo anterior por una mesa de yaniqueque o relleno de lo que usted menos puede imaginarse, también “empresarios”. No hay que olvidar la presencia del chino de antes recogido en su rincón, vendiendo su comida china con productos dominicanos, pero como es el sazón el que determina la procedencia, la nacionalidad de una vianda, poco importa y hasta ahí se queda. Es interesante destacar, con la presencia abundante de pequeños Haitises, y no la zona “protegida” que nadie encuentre una fonda que venda comida típica de Haití, como la de los chinos o italianos; puesto que para el dominicano todos los “amarillos” son chinos y todos los prietos son haitianos. Un blanco era español o gringo. Otra curiosidad a resaltar que, al ir desapareciendo el aire antiyanqui fuera de Quisqueya, por la emigración bajo todas las maneras real o imaginaria, empezaron a pulular nuestras calles, perdón las de ellos, los mormones. Indudablemente que nuestro horizonte está creciendo, bajo la interrogante, ¿es que en este país se sale a las calles a lo mismo? Lo que me hace recordar, que cuando la abuela materna le preguntaba al hijo de un vecino, que se ganaba la “vida” en las calles, por el padre, el hijo le respondía: “Está buscando cuartos” yo le agrego, y no a la orilla de una taza de café.