Nos despedimos de Sevilla con un paseo por los alrededores de hotel, y con un almuerzo digno de la ocasión.  Un delicioso arroz negro con tinta de calamar, aderezado mariscos, preparado en el momento en un restaurante con nombre nada español: El Cairo.  Un sabor memorable para una estancia memorable.

Viajar en tren en Europa es muy común, menos engorroso y bastante más económico que tomar un avión.  Por tal razón mi hermana Cristina y yo decidimos viajar por el AVE, el tren a gran velocidad en España.  Se trataba de un viaje directo de 2 horas 36 minutos en cabinas bastante cómodas.

Era el segundo viaje en tren de estas vacaciones.  El primero fue entre Burdeos y St. Emilion.  Y la verdad sea dicha, el tren francés lucía abandonado y sucio, mientras que el AVE estaba en muy buen estado.

La espera en la estación Santa Justa fue como entrar al horno del horno, con la temperatura exterior casi en 50 grados, y ninguna refrigeración de ambiente en la estación; mi hermana y yo decidimos sentarnos con nuestros vasos de hielo, que nos evitaron un choque de “caló” esa tarde.  Presenciamos a una mujer que al parecer estaba sufriendo uno, y fue asistida por el personal de la estación.

Aunque teníamos cada una un libro, era imposible concentrarse en la lectura, tanto por la temperatura ambiental, como por el runrún de la gente transitando, que se proyectaba con eco gracias al techo abovedado de la estación.  Así que optamos por conversar, comentar vivencias del paseo, reírnos un poco y explorar visualmente nuestro alrededor.

Una estación de tren parece una máquina de movimiento perpetuo, donde siempre hay personas transitando en cualquier sentido.  Y uno se pregunta sobre alguna persona cualquiera, cuál será su destino, si le veremos de nuevo, y si le reconoceríamos, aunque le viéramos.  Pensar en el conjunto de emociones, historias, vidas que recorren una estación de tren es fascinante.

La asistencia, en la estación de trenes de Sevilla, para personas con poca movilidad es limitada, y la verdad que no encontré en el portal web adonde solicitarla.  Así que tomé el riesgo y viajé sin asistencia.  La verdad es que las distancias dentro de la estación de tren de Sevilla no representaron gran desafío, y tampoco alcanzar el vagón en el andén, aunque tuve que subir al tren consciente de cada paso, y con la ayuda invaluable de mi hermana.

Observé que adentro del tren se requiere de mayor atención de los empleados, puesto que la gente puede desorientarse con mucha facilidad.  Ocurrió que al subirnos encontramos que una familia de 5 miembros había ocupado toda el área de equipaje, y una serie de asientos en un extremo del carro, pensando que les correspondía.

De pronto se acercó un señor británico, quien no hablaba nada de español, y cuyo asiento estaba ocupado por uno de los miembros de la familia referida.  La intervención de mi hermana permitió que el señor recuperara su asiento, ya que la familia estaba muy segura de ocupar los asientos correctos.  Resultó que, si bien la familia estaba en el asiento correcto, se encontraban en el carro equivocado.  Cristina ayudó en la comunicación entre el padre de la familia y el señor británico, quien agradeció discretamente haber recuperado su asiento.

Durante el viaje pensé aprovechar para leer un poco. Pero no conté con un grupo de muchachada feliz que no cesó de parlotear animadamente durante todo el viaje, lo que me dificultó la lectura, así que opté por observar el paisaje y escuchar gracias a mi teléfono celular la lectura de parte del “Romancero Gitano” de García Lorca, como para ir ambientando la llegada a Granada.  Aquí les dejo con algunos versos de “Romance Sonámbulo”:

Verde que te quiero verde.

Verde viento. Verdes ramas.

El barco sobre la mar

Y el caballo en la montaña.

Con la sombra en la cintura,

Ella sueña en su baranda,

verde carne, pelo verde,

con los ojos de fría plata.

Verde que te quiero verde (…).

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Vista de la ciudad de Granada, el barrio Albaicín, desde la Alhambra. Foto propia.

La llegada nocturna a Granada fue fresca, su altitud de más de 600 metros sobre el nivel del mar y su verdor se iba revelando aún en las sombras, atravesando una ciudad mucho más tranquila y pequeña que Sevilla, cuyos habitantes duermen temprano, las nueve y treinta de la noche.

Fue emocionante percatarnos que justo en frente del hotel se levantaba una de las murallas de la Alhambra; ya estaba a horas de distancia para cumplir un sueño mío de hace años, que era conocer ese conjunto monumental e histórico declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad por la UNESCO en el año 1984.

Granada es una ciudad de montaña, ubicada en una depresión entre el río Genil y el piedemonte de la Sierra Nevada, el segundo mayor macizo de Europa, con el pico más alto llamado Mulhacèn de 3749 sobre el nivel del mar.  La Sierra Nevada fue declarada en 1986 Reserva de la Biosfera por la Unesco.  Toda la ciudad discurre entre empinadas lomas para acceder de un lugar a otro, rodeada de frondosos bosques.

Hice conciencia de que la estadía en Granada representaría un desafío para mí pues, además de empinada, las calles eran empedradas, comprometiendo la estabilidad en cada paso que daba.  Así que Cristina me dijo en tono de aviso: “mindfull walking”.

En la mañana descubrimos que estábamos literalmente rodeadas por la Alhambra, pues descubrimos que viejos muros en ruinas formaban el patio del hotel.  Estábamos a punto de adentrarnos en la joya más preciosa del final del imperio musulmán Al-Ándalus, la Alhambra de Granada.  La felicidad y el agradecimiento que sentí en mi corazón fue inmensa.

Hasta mi próxima entrega en la que nos adentraremos en la Alhambra.