Apenas rondaba los 8 años siendo ciudadano de este planeta tierra, cuando un trío de cosmonautas "lunáticos" (Armstrong, Collins y Aldrin), desconocidos hasta ese momento, pero con ansias de alcanzar reconocimiento mundial con sus "15 minutos de fama", emprendieron una odisea espacial desde el Centro Espacial Kennedy, a bordo de la nave Apolo 11. Los días previos al lanzamiento de esta inédita misión exploratoria escuchaba a mi madre y mis hermanos mayores comentar entre ellos, sin que pudiera entender nada del asunto, lo arriesgado de esta expedición y lo que significaría para el devenir de la humanidad.
Era verano y yo disfrutaba de las vacaciones escolares jugando como un "astronauta" despistado con la camarilla de amigos del barrio, sin ni siquiera ponerle mucho reparo al sol abrasador que derretía el pavimento y calentaba los techos de las casas como si se tratara de un horno, teniendo como único paliativo entornar los ojos para no quedar enceguecido por la irradiación del Astro Rey o buscar refugio en la sombra generosa de algún árbol frondoso.
La luna aún no entraba en la órbita de mi incipiente cosmogonía. Tan solo era un lucero de halo romántico en el que se cobijaban los enamorados furtivos o un atenuante de esas noches agobiantes en que la luz eléctrica se iba de juerga, dejando a todos los vecinos de la barriada envueltos en una abrumadora penumbra que solo la fase lunar de mayor plenitud podía disipar.
Los días posteriores al 16 de julio, día del lanzamiento de la nave Apolo 11, no recuerdo haber escuchado a nadie en mi familia ni en el vecindario hablar acerca de si la travesía había sido exitosa o si por el contrario la nave no había podido descender en la superficie lunar, ante la posible eventualidad de que quedara varada en un limbo sin retorno, como le ocurriera días antes al Mayor Tom de David Bowie en “Space Oddity” o años más tarde al Capitán Beto de Luis Alberto Spinetta, quienes probablemente terminaron convertidos en polvos de estrellas o tal vez aún se encuentren viajando a millones de años luz a través de un agujero negro hacia una galaxia ignota donde los esperan con regocijo Carl Sagan y Stephen Hawking.
No fue hasta el 20 de julio, cuando ya era inminente el alunizaje, que volví a escuchar acerca de esta circunnavegación lunar. Era domingo y salí de mi casa con ganas de encontrarme con algunos de mis amigos para jugar a la pelota en la calle, pero misteriosamente aquello parecía un desierto. Me acerqué a la madre de uno de mis compinches habituales y antes que le preguntara por su hijo me respondió que todos se habían ido a la casa de Narciso y María, una de las pocas familias del barrio que tenían un televisor. Cuando llegué me encontré con muchos cuerpos arremolinados alrededor de un televisor a blanco y negro, que realmente era gris, al que todos ofrendaban pleitesía como si se tratara de un tótem venerado que exigía quietud y silencio a la devota audiencia. Seguí al pie de la letra el ritual sentándome en el piso sin importunar a la feligresía allí congregada, aunque por lo lejos que quedé ubicado del monitor no podía ver ni escuchar nada de lo que transmitían. En varias ocasiones intenté abrir paso para acercarme, pero aquello fue imposible, nadie quería ceder. Por mi baja estatura, mis ojos solo lograban ver un montón de cabezas y hombros.
A pesar de que no le encontraba sentido continuar en aquel escenario si no formaba parte de aquella atmósfera surrealista que mantenía embelesados a todos los parroquianos, permanecía allí impávido, como un borrego que fielmente sigue a la manada sin conocer de razones.
Todo llegó a su fin cuando doña María, anfitriona de la velada, exasperada por los fallidos en la transmisión, se paró de manera muy resuelta frente al televisor y anunció que había problema con la señal y que por lo tanto debíamos abandonar su lar familiar e irnos a nuestras respectivas casas.
A partir de ese día en el barrio surgieron dos grandes facciones: por un lado estaban los agnósticos, que por nada en el mundo nadie le podía hacer cambiar de idea acerca de su escepticismo de que el hombre hubiera podido llegado a la luna; por el otro estaban los fundamentalistas lunáticos, que sin haber visto nada de lo ocurrido lo daban como un hecho irrefutable. Luego llegarían los años de madurez en que fui armando el rompecabezas con las piezas sueltas que saltaron como dinamita aquel memorable domingo 20 de julio de 1969, siendo algunas de ellas las palabras de Walter Cronkite, presentador de la cobertura de la misión Apolo 11 de la cadena estadounidense CBS, cuando no encontraba cómo describir lo que sus ojos veían en ese momento: "¡El hombre en la Luna!… ¡Oh, chico!… ¡Wow, chico!"