En 1988 se publicó Los dominios del hombre: las encrucijadas del laberinto, un libro en el que su autor, un filósofo y sociólogo griego de nombre Cornelius Castoriadis, sostiene que la democracia es un esquema de gobierno colectivo en el que, en verdad, el pueblo «puede hacer cualquier cosa», si bien «debe saber que no debe hacer cualquier cosa». A su juicio, la democracia es «el régimen de la autolimitación y es, pues, también el régimen del riesgo histórico»; es «el régimen de la libertad» que, cada tanto –y acaso por ello— deviene «trágico».

Castoriadis, que escribió esto mientras militaba intelectualmente en la izquierda socialista de mediados del siglo XX, parece asumir una premisa que muchos juristas y politólogos (de entonces y de hoy) suscriben: que el fundamento de la organización política ha de ser la autonomía individual. Por ello, y para conjugar adecuadamente ese voto de confianza en el autogobierno, el sistema político debe articularse de tal manera que los conflictos y desacuerdos, especialmente aquellos con vocación transversal, se ventilen a través de mecanismos de toma de decisiones que incluyan a la masa social en su conjunto, en detrimento de procedimientos más elitistas o aristocráticos. Porque así se afirma la igual participación de todas y todos en la conducción de la agenda pública.

Esto último, que ya es un tópico y evoca un concepto un tanto “romántico” de democracia, es –creo— la razón por la cual Castoriadis advierte que semejante sistema tiene además algo de gestión de riesgo; mejor dicho, de autogestión de un riesgo tanto histórico como trágico. Y ello porque, en realidad, siempre existe la posibilidad de que los instrumentos de la democracia sean utilizados de forma inepta o desviada, a veces en franco detrimento de todo lo que le da fundamento. He aquí una de las cuestiones que más ocupa a la política contemporánea: el modo en que la democracia a veces se vuelve contra sí misma.

Ocurre que, a lo largo de su ciclo vital, las comunidades políticas suelen atravesar valles y sobresaltos, oscilando entre la tensión y la descompresión, a veces bailando entre picos de conflictividad y confrontación, o bien pendulando entre olas de fatiga y apatía. Todo ello torna irregular el razonamiento individual y colectivo que subyace a la forma democrática; todo ello impacta la narrativa intra e intersubjetiva que se agazapa detrás de cada mecanismo de poder. El peso mismo de la historia: ha ocurrido, una y otra vez, que mayorías dejadas a su libre albedrío (a veces impulsadas por una excitación insuperable, y a veces arrastradas por alguna corriente de indiferencia) incurren en errores de juicio o timing y terminan por validar alternativas ideológicas que amenazan su propia existencia o directamente las aniquilan. De hecho, se ha teorizado sobre la abdicación colectiva en contextos políticos cargados o saturados (como Ivan Ermakoff en su libro Ruling oneself out), queriendo con ello explicar el modo en que democracias bien asentadas transmutan en regímenes iliberales, paradójicamente con el voto favorable de mayorías configuradas desde el ideal del autogobierno.

Queda así planteada una perspectiva desde la cual toda dinámica democrática tiene en su seno a una masa social que administra por cuenta propia su transición y consolidación como comunidad políticamente organizada, y que asume –precisamente por ello— la responsabilidad de gestionar un riesgo siempre latente: que lo que resulte del procedimiento (democrático) no encaje ni empalme bien con lo que lo justifica. Quizá por ello es que suele decirse que, en lo que respecta a una comunidad política, no hay mejor espejo que la salud de su composición procedimental e institucional. En el límite, lo que ocurre con nuestro sistema (y lo que no), todo lo que debe pasar y finalmente no se da (así como todo lo que deja de pasar), es en gran medida un buen indicador de la mayor o menor vitalidad de la brújula política colectiva.

En mi opinión, afirmar la libertad, la igualdad y la autonomía individual como pilares de la organización y el desarrollo del poder implica asumir la responsabilidad ante el riesgo de que nuestros propios errores de juicio o de tacto, o bien nuestra propia falta de tino u oportunidad, prohíjen una eventual torsión del sistema y propicien su transformación en algo distinto, acaso potencialmente lesivo de los cimientos con los que antes nos hemos comprometido. Esta óptica tiene el valor de recordarnos que la democracia es también –y entre muchas otras cosas— cuestión de compromiso y responsabilidad (https://acento.com.do/opinion/democracia-de-partidos-y-desconfianza-ciudadana-9331267.html). He aquí otro tópico que, sin embargo, apunta una lección de capital importancia: como ha explicado Jeremy Waldron, una de las moralejas que proporciona el compromiso con la democracia es, justamente, que vale más equivocarse por el error propio que por el ajeno. Y parece cierto. Rastrear y comprender esa posibilidad tiene toda la pinta de ser una virtud.

En fin, no hay mayor expresión de autogestión que la administración del riesgo inherente al error propio, incluso frente al más trágico de todos. En ese banco de posibilidades se encuentran aquellos momentos de abdicación colectiva en los que el autogobierno parece adormecido o disperso. De ahí el peso de la responsabilidad y el compromiso que trae consigo este orden democrático que nos hemos dado. Si la democracia es valiosa y apreciable (que lo es), participar de ella la dignifica. Hacerlo a sabiendas del riesgo que esconde, además de un buen ejercicio de conciencia y memoria colectiva, supone también una gran manifestación de autonomía.