Cuenta el jurista español Antonio Enrique Pérez Luño que en una ocasión impartió una conferencia sobre los derechos de la “tercera generación” (nuevos derechos, como el derecho al medio ambiente, en contraste con los derechos civiles y políticos de la primera generación, los económico-sociales de la segunda generación y ahora los digitales de la cuarta o quinta generación) y que, cuando llegó al auditorio, se encontró con un público formado casi en su totalidad por personas de la “tercera edad”, quienes pensaban que su charla era sobre los derechos de las personas de esa edad.
Recuerdo esa historia porque hace poco cumplí 60 años. No quisiera amargarle el día a nadie con las reflexiones que provoca en uno entrar “técnicamente” en esta categoría etaria de los “senior citizens”, “adultos mayores”, “envejecientes” -un poco confuso este término pues, en verdad, todos envejecemos desde la concepción hasta la muerte- o como se nos quiera llamar. De poco consuelo sirve saber que, cuando Cicerón escribió su tratado consolatorio sobre la senectud, tenía 62 años y ya comenzaba a sentir “las molestias de la vejez”.
Nos queda la opción de vivir alocadamente y gastar rápido el cuerpo en que estamos alojados o llegar en perfecta salud a la hora de nuestra muerte. Me voy por el justo medio, aunque no deja de tener razón el gran filósofo existencialista Woody Allen cuando afirma que “puedes vivir hasta los cien si renuncias a todas las cosas que te hacen querer vivir hasta los cien”. Mi despreocupación nace de la ignorancia, pues no soy visitador a médicos (salvo que sea estrictamente necesario) porque decía un viejo galeno amigo de mi padre que “quien busca lamentablemente encuentra”.
Hubiese querido celebrar mis 60 con tantos amigos que han pasado a mejor vida, muchos muertos a destiempo. Quizás lo más duro de envejecer es ver cuánta gente querida nos deja y como hay que seguir marchando hacia adelante. Casi como si fuese un pelotón, de pie siempre, listo para el combate, no importa las pérdidas sufridas.
Lo más importante es estar vivo, en salud, acompañado de nuestra familia y amigos, en “modo amor” -que es lo único que da frutos y trasciende el tiempo y la distancia- y agradecido enormemente por las grandes bendiciones que Dios derrama sobre uno. Como el pajarito hambriento y solitario que oraba todos los días en el desierto: “Gracias Dios por todo”. El cristiano, además, sabe que hay, aparte de esta vida, la mejor, que nos espera en el santo y eterno seno del Señor.
Alegra mucho también saber que, gracias a una mejor alimentación y los avances de una ciencia médica que considera al envejecimiento una enfermedad que puede ser retrasada o detenida, en los próximos 40 años los humanos podremos vivir hasta los 150 años de edad. Feliz entonces de estos 60 años, edad en la que, según Picasso, “uno empieza a ser joven”. Ya veremos cómo hacemos espacio en el planeta para tanta, tan vieja y demandante gente Matusalén.
“No tarda nueve meses sino sesenta años en formarse un hombre”, decía André Malraux. Pues bien, ¡a vivir ahora! ¡Hay vida antes de la muerte! Ya lo dice José Saramago: “¡Qué importa si cumplo cincuenta,/ sesenta o más! Pues lo que importa:/ ¡es la edad que siento!”