El pasado jueves 6 de enero, viene la memoria un evento de cisne negro que para muchos de nosotros era algo un impensable: un ataque terrorista por elementos neofascistas a un símbolo de la democracia estadounidense que es el Capitolio donde se encuentra el Congreso de ese país. A un año de este evento bochornoso son más las preguntas que respuestas del porqué de este suceso, que en lo adelante vamos a tratar de explicar desde una óptica socioeconómica y política.
Sin dudas, este episodio oscuro de la historia política estadounidense marca un punto de inflexión en el quiebre de la institucionalidad democrática que vive ese país fruto de la lucha intestina entre el Partido Demócrata y Republicano, este último copado por elementos reaccionarios neofascistas que son ajenos a las normas democráticas por naturaleza. Debido a esta situación enconada, muchos analistas políticos dicen que la democracia estadounidense tendrá un punto de no retorno debido a las fricciones políticas internas que se han suscitado en los últimos años, y a la falta de un régimen de consecuencias efectivos para condenar política y penalmente este hecho.
Muchos analistas quieren circunscribir el evento del 6 de enero a la narrativa del racismo y la xenofobia que fue aupada desde el Despacho Oval entre enero del 2017 y 2021. Sin embargo, a nuestro entender ese enfoque simplista no aborda de una manera granular los problemas estructurales que afectan a la sociedad estadounidense desde hace varias décadas, los cuales en los últimos años han empezado a reflejarse en el funcionamiento de su sistema democrático. Desde su fundación los Estados Unidos ha lidiado con elementos reaccionarios nacionalistas y racistas, que nunca pusieron en riesgo en el funcionamiento del naciente Estado-nación.
Un ejemplo que me viene a la mente en estos momentos que ejemplifica de una manera perfecta lo descrito anteriormente, y que tuvo un peso político especifico en su momento fue: el Know Nothing Party, este partido político que surgió a mediados de la década de 1840 como un desprendimiento del partido Whig. Este movimiento abrazó el nativismo y la xenofobia con elementos teocráticos, ya que se oponían deliberadamente a la migración de los católicos y de los irlandeses. Según sus miembros en el país se fraguaba un “movimiento” dirigidos por los católicos para “suprimir” las libertades civiles y religiosas del coloso del Norte. Para las elecciones de 1856, este partido nominó como candidato presidencial al expresidente, Millard Fillmore, quien dirigió los destinos del país entre 1850 y 1853, ya que completó el mandato del fenecido presidente Zachary Taylor ambos pertenecientes al partido Whig. En esas elecciones de 1856, Fillmore obtuvo un 21% del voto popular, y el Know Nothing Party, obtuvo 14 escaños en la Cámara de Representantes.
Como podemos apreciar, los elementos políticos xenófobos y racistas siempre han estado pululando en la historia política estadounidense. Por ello, a nuestro entender el elemento que por años viene socavando la fortaleza de la democracia estadounidense es: la desigualdad económica. En realidad, el tema ha venido ocupando titulares cuando la democracia liberal a escala planetaria quedó estupefacta con la victoria que parecía inverosímil del expresidente Donald Trump. La narrativa populista nacionalista que Trump y sus acólitos han asumido, y que una gran parte de la membresía del Partido Republicano ha hecho suya se debe fundamentalmente a una crisis de identidad que atraviesa la sociedad estadounidense. El idealismo del famoso American Dream, o sueño americano, no es una meta alcanzable para la gran mayoría de los estadounidenses por varias razones. Y, en especial aquellos estadounidenses que fueron abandonados en el interior del país por un proceso irreversible de desindustrialización. El salario real de esos estadounidenses en términos reales (ajustados por la inflación) es el mismo del año 1979. Algo que ha dificultado su movilidad social en las décadas subsiguientes, ya que no fueron reeducados ni entrenados en trabajos acorde con la nueva economía del siglo XXI. Por tal razón, Trump supo leer el descontento de esa clase blanca trabajadora, y se ha vendido como su redentor a base de una retórica neofascista que raya en un fanatismo esquizofrénico.
Con la llegada del neoliberalismo en la década de los 70 del siglo XX a través de la imposición de su hegemonía cultural en los centros de pensamiento, educativos y los medios de comunicación, contribuyó considerablemente a la despolitización del típico ciudadano estadounidense. Este ingrediente fue el caldo de cultivo que le volvió a dar entrada al dinero corporativo de manera indiscriminada a la política, algo que no se veía desde la época de los Grandes Barones, de finales del siglo XIX. Por tal razón, la democracia estadounidense se encuentra gravitando entre la plutocracia y la amenaza neofascista nativista, algo que dificulta su consolidación de cara al futuro. Por ello, es que nos atrevemos a vaticinar que este modelo de democracia liberal podría desvanecerse y desaparecer si los políticos liberales en Washington no hacen las reformas políticas que necesita ese país como: la eliminación del filibuster en el Congreso (táctica política dilatoria que permite a los congresistas retrasar el conocimiento o aprobación de una propuesta legislativa), un proyecto de ley que garantice y proteja a nivel federal los derechos al voto que ha visto amenazado por algunos estados para suprimir el derecho al voto a ciudadanos que no comulgan con las directrices extremistas que ha enarbolado el Partido Republicano. Y, finalmente que logren aprobar un programa económico y social que revitalice económicamente a la clase media estadounidense. De no lograrse esas reformas, estaríamos asistiendo al fin de la democracia estadounidense como la conocemos hoy, ya que las fisuras internas seguirán ahondando aún más, lo que decretaría el fin de la hegemonía estadounidense a escala global.