La semana que viene se cumplen 40 años de funcionamiento del Instituto Dominicano de Genealogía, una institución cuyos miembros exhibían desde décadas anteriores la pasión por la historia y que decidieron esperar el natalicio del padre de la patria para firmar su acta constitutiva en el año 1983. Además de identificar el pasado estaba la voluntad de reconocer las figuras enaltecedoras y por ello, 21 años después de nuevo fue la figura la que se eligió para empezar a dar a conocer sus célebres cápsulas genealógicas que cuentan con tanta lectoría. Gracias a estos y otros estudios, es más fácil escribir muchas historias, contribuir a otras y encontrar renovadas razones de orgullo y pertenencia.
Y es que, por razones de supervivencia, las sociedades agrícolas le conceden gran importancia a la buena transmisión genética. Tanto en las plantas como en los animales, provenir de una fuente con mayor resistencia, moral o física, es uno de los mejores predictores de longevidad y de permanencia.
Así que, como queremos seguir vivos, buscamos los trazos de genialidad, bonhomía, inteligencia y voluntad en nuestros antepasados. Autores como el francés Víctor Hugo o el ruso Aleksander Pushkin fantasearon con haber descendido de herencias genéticas gloriosas que luego se han verificado menos magníficas que las que ellos creyeron tener. Dicho en términos más coloquiales, existe la preocupación por “encastar”.
En otras ocasiones, hay personas que se adentran en el pasado con el deseo ya no de encontrar y contar una historia magnífica, sino de activamente mejorarla, como es el caso de los miembros de la Iglesia de los Santos de los Últimos Días, quienes están convencidos de que las acciones de los vivos pueden afectar la salud espiritual de los muertos. Esto también es el caso de algunas personas de origen chino quienes corrigen a sus hijos diciéndole que las acciones que ellos tomen pueden deshonrar a generaciones anteriores.
En una isla, como es el caso de la República Dominicana, se puede rápidamente hacer énfasis en la unión y la consanguineidad puesto que tarde o temprano empiezan a aparecer los antepasados comunes. Lo interesante es ver que a escala planetaria también, sin tener que ir muy atrás, todos estamos relacionados, como lo demuestra hermosamente Stephen Fry en una charla difundida por las redes: si multiplicamos por dos hacia atrás el número de antepasados es imposible que no haya fuentes comunes puesto que, estamos seguro de ello, somos más numerosos ahora que nunca antes.