En una nueva conmemoración de la gesta del 27 de febrero de 1844 escucharemos los mismos mensajes, las mismas manifestaciones o anhelos. Incluso esperamos que los políticos se manifiesten en un determinado sentido, sobre todo en las circunstancias actuales para satisfacer unas expectativas a reales y otras vacías. Aun así, nuestro enfoque está errado y mal dirigido para un plan para fortalecer la fibra de la cohesión social, no bastante llegar a la conmemoración del día de la independencia para sentir orgullo y olvidarnos de un problema más grave que toma lo mejor de nosotros llevándonos a ser presa de la desesperanza y el olvido.

En esta época de polarización y de velocidad, como de falta de prudencia con la cosa pública, en nuestra búsqueda de un sentido de estabilidad hemos desarrollado una relación tóxica con nuestro sentimiento nacional que se mezcla con el desprecio, el desdén y la arrogancia. Nos gritamos, ni nos damos el beneficio de la duda, peor todavía, dejamos de escucharnos y nos pasamos tranquilamente en nuestra cámara de eco mientras todo afuera se desmorona.

Lo cierto es que es difícil no darse cuenta de que los lazos que nos unen están heridos y necesitamos renovarlos, incluso sanar ciertas heridas, reales o no, así como autoinfligidas. Estos lazos de afecto que para unos es un club de membresía limitado y que para otros la mejor forma de salir adelante es rompiéndolos porque les da mayor posibilidad de una victoria partidaria. No existe crecimiento económico que justifique la falta de crecimiento de las capacidades, crecimiento de las condiciones de igual, el crecimiento de la bondad y de la igual consideración en valor y respeto de toda persona que vive el país.

Debemos repensar el valor de la independencia en este siglo, con retos y bondades distintas a aquellas del siglo XIX, en especial del 1844. No podemos perder de vista que la labor por la independencia solo fue una parte contra de toda dominación. Aun anhelamos independizarnos. Los problemas que nos esclavizan nos llevan a un sentido de desesperación que nos hastía.

Todavía debemos luchar contra la dependencia de las necesidades, dependencia del miedo, dependencia de la incertidumbre, dependencia del desamparo y dependencia de la injusticia, así como la falta de sanidad pública y la indignidad. Debemos ser independientes del miedo, del odio, de la codicia y de la mentalidad del “sálvese quien pueda”, sobre todo de la mentalidad de rebaño; debemos aceptar en humildad que nuestro pueblo no es sino un grupo compuesto de muchas historias, sueños, voces y reclamos. A menos que nos independicemos de esos vicios, jamás podremos desarrollar las virtudes o dar el espacio para que cada quien se desarrolle conforme a sus intereses y deseos.

Los lazos de afecto que integran la fibra de la cohesión social son esenciales para diseñar en el plan que tengamos para vivir en el país y el plan del país en general. Este plan comienza en nuestros pequeños espacios del día a día, en cómo tratamos a los demás y cómo nos tratamos a nosotros mismos; en cómo somos exigentes con nosotros y tolerantes con los demás; como apreciamos el esfuerzo en pro de las virtudes y cómo colaboramos para dar la mano a otros.

Esta preocupación por los otros en cada uno de nuestros espacios no es más que amor y es el amor la fibra que integra los lazos de afecto de una nación, sin importar nuestra historia, origen o creencias. Ya lo dice Drexler, “amar es cosa de valientes” “odiar es más sencillo, el odio es el lazarillo de los cobardes”, por ello la patria no camina sin la vista 20/20 que ofrece el amor.

 

Los retos que nos esperan, incluyendo a toda persona que decida acompañarnos en este experimento de una perfecta unión, nos recuerdan que la prudencia y el amor son ingredientes importantes para continuar la vida en común. Pero, sin esperanza no tendremos en mente la prudencia y el amor, es decir, sin esperanza no tendríamos el combustible para hacer andar esta máquina de nuestra comunidad política.

Tenemos mucho camino por andar, deudas que saldar y, a partir de allí, cobrar el cheque que obtengamos en el banco de la justicia.