Dedico estas líneas a todo el que, como yo, se pregunte: ¿qué, si algo, trae de nuevo el nuevo año?
Como está por verse, la cuestión es de fondo. No solo se trata del arribo de otro segundo, minuto, hora, día y año, que nos catapulta, del 2024 al 25. También hay tres variables menos sensibles. Por ejemplo, para empezar, ahí están los presagios sobre los grandes acontecimientos de este mundo.
En el país, no faltarán los que estén convencidos de que serán reiteradas épicas batallas de envergadura fiscal y migratoria, soslayando por completo ingentes combates, como los de la corrupción, la salud y, ni mentar en este recordatorio eufemístico, la educación, el medioambiente y la desigualdad de oportunidades.
Allende, los augurios son más vistosos que un arcoíris o una aurora boreal, aunque también los hay más temblorosos y opacos que los de una explosión. Ellos van desde el alocamiento y las ocurrencias del fulano cerca de todos, o la paciente sapiencia de aquel otro más alejado, pasando por bravucones con vestimenta de zares, hasta esas menudencias que nos ponen a temblar, de tan solo pensar en lo que conlleva tanta sangre derramada en una Europa, a merced ajena, y a delirar en un Medio Oriente, desprovisto de Reyes Magos.
Con ese trasfondo de vetustos intereses imperiales como mar de fondo, aparece a la vista de todos un segundo ejemplo de novedad: los propósitos personales de año nuevo. Desde hace más de 4,000 años, a cada persona la persigue -a modo de cuentas de rosario- un sinnúmero de propósitos idos que escapan, por debajo de la puerta, sin hacer ruido ni estruendo. Esa costumbre milenaria, nacida en rituales de la Babilonia original, renuevan, desde compromisos públicos hasta metas personales, simbolizando esperanza y mejoría de algo o de alguien, a través del tiempo.
Ahora bien, no hay mejor ejemplo de novedad que el que aporta el último ejemplo, la imaginación. Para mejor entenderlo, adviértase la característica privativa y consubstancial del Homo sapiens. Él es el único animal vivo y/o cosa, la Inteligencia Artificial incluida, que tiene imaginación, en este mundo natural.
Así, pues, el nuevo año nos da la oportunidad, -luego de pasar, no por “Go” y cobrar 200 pesos en el banco, como si la vida se redujera a jugar Monopoly, sino por el estímulo increíble que pueda brindar la Navidad cristiana, en el mundo entero,- de abordar la realidad, ponderar cuanto dato e información se quiera y, ahí parados, imaginar una vida, una agenda, una familia, una sociedad, una patria, una comunidad internacional, siempre, más humana, -antes y después de tomar la mejor o la peor decisión.
Por eso hay que valorar y formar, no solo la inteligencia, por supuesto, sino la imaginación. La del poeta, la de todo ser humano. Sin ella no hay ni superación de lo real ni año nuevo. Su importancia es tal que, sin ella no hay forma del ser humano despegarse de lo que es fehaciente, pues carecería de algún medio para representar lo que no es en lo que existe. No lo lograría ni por sentido común, menos por conclusión empírica, ni percepción artística, ni generalización o concepto filosófico y, tampoco, creencia religiosa. La realidad oculta, algo que no es, por más que sea o pueda serlo.
Los seres humanos fuimos, simplemente, otros animales más en la cadena alimenticia. Fue la capacidad de imaginar y comunicar historias lo que nos permitió cooperar en grandes grupos, lo que nos dio una ventaja sobre otras especies. A través de la creación de mitos, religiones, teorías y sistemas de creencias compartidas, una vez recordadas y renovadas, los seres humanos pudimos organizarnos y colaborar en una escala inigualable, al sol de hoy.
Y, todo ello, gracias al don de la imaginación. Él es privativo de esa condición humana que se transforma y redimensiona a sí misma, año tras año, al igual que, por ende, a todo lo creado.
He ahí lo radicalmente nuevo. Lo que irrumpió con la primera noche de este año 2025. El insuperable poder de imaginar lo que no es y pudiera o debiera ser, según nuestras predicciones y mejores propósitos. ¡Feliz año nuevo!