El 19 de septiembre debe de ser una fecha maldita para los habitantes de la ciudad de México, algo así como un viernes 13 recargado de gatos negros, espejos rotos, escaleras que nos incitan a cruzarlas y agregue usted la superstición de su preferencia.

 

En efecto, la mañana del jueves 19 de septiembre de 1985, un sismo de más de 8 grados de intensidad, sacudió a la capital mexicana dejando una estela de muerte y polvo. El gobierno tuvo un ataque de autismo y tardó en reaccionar; sin embargo, la ciudadanía tomó su lugar y se organizó para rescatar a las víctimas, remover los escombros, distribuir comida, medicinas, etcétera, pero esa, es otra historia.

 

En los años subsecuentes y con la “excusa de la prevención”, las ínclitas autoridades determinaron realizar ejercicios para saber cómo reaccionar cuando a la tierra le dé por saltar, los llamaron simulacros y escogieron esta infausta fecha. Así, cada 19 de septiembre sonaba la alarma sísmica y la gente sabía (o creía saber) que no había terremoto alguno. Formaditos y calmados, burócratas, profesionistas, secretarias y demás tribus urbanas, vaciaban sus lugares de trabajo, de habitación, de ocio, hasta que llegó el año de 2017 y, treinta y dos años después, volvió a temblar. Los daños y las muertes fueron considerables, pero lo peor, creo, fue el miedo, el miedo a la fatal coincidencia.

 

Y como dicen por ahí: otra vez la mula al trigo, el pasado lunes 19 de septiembre de 2022, mientras la gente se preparaba para otro simulacro, mientras se quejaba del ruidero de la sirena antisísmica, se dio cuenta de que realmente sí estaba temblando. Pese a que fue menos grave que los anteriores trajo, como apuntó Juan Villoro: “El espanto de los sismos previos”.

 

Por qué otra vez en ese día, se preguntaron expertos e ignorantes, burgueses y plebeyos, religiosos y ateos, liberales y conservadores. Ante la falta de una explicación científica y convincente, sólo nos queda imaginar, no sin ironía, que los dioses aztecas no nos quieren (los cristianos tampoco, quizás) o será acaso que a Dios le gusta el humor negro más que las oraciones “desinteresadas” de su grey.

Como era de esperarse, en estos últimos días no se ha hablado de otra cosa sino de la horrorosa coincidencia. La cuestión es qué pasará después. Qué hacer en el futuro.

 

Más allá de que la antigua capital azteca fue edificada sobre un lago del que ya no queda ni el recuerdo y que cuando llegó Cortés & Co., también le dio por construir iglesiotas pesadas como las tablas de los mandamientos y que, por eso y muchas cosas más, el suelo es tan estable como una gelatina, periodistas como Jairo Calixto han propuesto borrar el número 19 de nuestro calendario, en el apartado relativo a septiembre, por supuesto.

 

Sabemos que muchos edificios ignoran sin problemas el piso 13 y que lo mismo sucede en los hoteles, pues nunca nos dan un cuarto con ese número. ¿Funcionaría ir del 18 al 20 sin escalas? Otros alegan que la culpa es de los simulacros, que mejor sería hacerlos el primero de enero, cuando la gente está aún con los brindis en la memoria (en la sangre, en el gaznate, en la mano), pero en definitiva la conclusión es la misma: No repetirlos en una fecha tan traumática.

 

Algunos perversos sugieren el 4 de julio aunque se enoje Obama o el 12 de octubre cuando Colón y sus marineros gritaron eso de: “¡Tierra, tierra!”, así solo completaríamos la frase con el verbo temblar (en gerundio). Lo mejor sería que esta cambie cada año: una vez en agosto, otra en octubre…

 

Exorcismos para expulsar estos miedos hay muchos. Hubo quién se puso a leer el cuento de Rulfo, El día del derrumbe, en lugar de rezar el rosario o de implorar a la Virgencita del Tepeyac. Otros, supongo que la mayoría, simplemente se pusieron a cantar como Chico Che, el legendario músico de los ochenta y preguntaban por watsapp, Instagram o feis: ¿Dónde te agarró el temblor?, ¿en casa de la vecina?