Hace cuatro años, un ingeniero y dos obreros de la Corporación del Acueducto y Alcantarillado de Santo Domingo (Caasd) con una herramienta portátil medían las distancias al filo de las calles El Valle y Paseo de la Colina de Bello Campo de Santo Domingo Este.
Como habían llegado repentinamente y accionaban sin consultar a la comunidad, me acerqué y pregunté sobre su pretensión, previendo que uno amaneciera un día con una construcción u otro invento en las narices de la vivienda con la justificación de espacio público donde la autoridad hace lo que entienda sin consultar a quienes viven en el entorno. No sería insólito.
Aproveché y les comenté que carecemos de servicio de agua de la Caasd desde poco después de llegar al lugar, en 1990 y, por tanto, se compra a los camiones-cisterna por RD$1,200 cada vez, además de colectar la de lluvia, para servicios de limpieza en la casa, y botellones de “agua potable” a RD$85 la unidad para tomar y cocinar.
En la comunidad se rumoreaba que la sequía en las tuberías era el resultado de un arreglo entre vendedores del líquido vital y empleados de la Caasd que laboraban en el control de las llaves de las tuberías matrices en la parte norte del sector en la avenida Charles de Gaulle y otros puntos.
Como solo circula un chorrito que se escapa, vecinos optaron para hacer pequeñas zanjas verticales en las calles, colocaron tubos y los conectaron a la tubería matriz para succionar el chorro mediante bombas. Así, las vías han quedado dañadas.
Ante mi comentario, el capataz de la Caasd respondió: “No se preocupe, don, lo sabemos, por eso estamos aquí, pronto ustedes tendrán agua que subirá a un décimo piso. Estamos en eso. Eso es cuestión de días.
Han pasado los años y jamás han vuelto. Mientras, hace un par de días ha llegado la factura cuchumil sobre consumo de agua servida por la institución estatal.
Cada mes, religiosamente, durante tres décadas, la tiran a la marquesina, en papel caro, bonito todo, sacado de las costillas de los contribuyentes. Ya alcanza los RD$176 mil por concepto de un supuesto consumo de agua. Ni conexión al sistema hay.
Algo pasa: empleados engañan a la Caasd, o la Caasd le pinta un cuadro falso al presidente de la República, al menos con el caso Bello Campo.
Fuera del lluvioso noviembre, ante el desprecio, tal vez haya que hacer como Remigia, la del cuento Dos pesos de agua (Bosch, 1937), quien, agobiada por la sequía, rogó a la bruja Remigia por una magia para que llegara el agua.
“Dele ese rial fuerte a las ánimas para que llueva, Felipa. Felipa fuma y calla. Al cabo de tanto oír lamentar la sequía levanta los ojos y recorre el cielo con ellos. Claro, amplio y alto, el cielo se muestra con una mancha. Es de una limpieza desesperante”.
Es la de nunca acabar el vivir en barrio de clase media, misma que cada vez paga más impuestos.
Dos años antes había encontrado a obreros de la ineficiente e ineficaz Ede-este cavando afanosos un hoyo para colocar un poste del tendido justo en un punto que arruinaba cualquier posibilidad de proyecto en la vivienda.
Raro, porque no había ningún proyecto de renovación del sistema eléctrico, ni nada parecido.
Al investigar en esa distribuidora de electricidad estatal, la operación había sido cabildeada por un vecino a quien le molestaba el poste instalado cerca de vivienda desde los inicios del residencial del sector Bello Campo, en 1990.
En otra ocasión, una tarde-noche, al regreso del trabajo encontré un gran zafacón metálico contiguo a la marquesina que habían instalado obreros de la alcaldía presidida por Juan de los Santos (f) como parte del costoso proyecto de “automatización” de la recolección de la basura usando camiones compactadores con brazo robot.
Insólito. Lo habían puesto como cumplido en una calle angosta, en un recodo, pegado de la verja de la vivienda, a diez metros de la esquina, que, a leguas se veía, dificultaría las maniobras del camión para levantarlo, además de la obstrucción al tránsito, traería riesgos epidemiológicos y devaluación del inmueble.
En poco tiempo el lugar era un vertedero de desperdicios que desbordaba el zafacón y ocupaba media calle, incluyendo pañales desechables para bebé llenos de heces fecales, animales muertos. El hedor y la plaga de ratas gigantes dominaban cada milímetro de la vivienda. Insufrible permanecer allí.
Al indagar en la alcaldía, respondieron que fue la preferencia de personas de la “Junta de Vecinos”. Pidieron disculpas y prometieron retirarlo, pero solo en palabras.
A contracorriente de algunos del vecindario, fue mandado a remover por un vecino que solo entendió sobre los daños que causaría el depósito “transitorio de basura” cuando le atrapó la leptospiroris (por las ratas) y le comprometió un pulmón.
El residencial Bello Campo jamás se inundaba, sin importar la cantidad de lluvia registrada. Las aguas corrían de manera natural en dirección norte-sur, hasta que un día de ingrata recordación Obras Públicas se cogió con repavimentar las calles sin necesidad hasta dejar las viviendas debajo del nivel.
Asfalto sobre asfalto, más el bloqueo de la salida de natural con un muro levantado por parte de ingenieros que construyeron un complejo de apartamentos en Campana, vecino a Milenium, y el cabildeo de vecinos con gente de Obras Públicas, invirtieron la pendiente creyendo que era solución a las inundaciones que sufrían.
Desde entonces, esto se vuelve un pandemonio con las casas llenas de agua por la falta de un sistema de canalización.
No hay vida, no hay dolientes oficiales. Sí muchos cómplices.