Me encuentro con un joven, parece familiar, lo reconozco como el hijo de un viejo amigo. Envío mis saludos a su padre, pero me aclara que no es el hijo sino el nieto. Al padre lo vi cuando era un niño, al nieto ese día. Se parecía al abuelo. Fue un embrollo propio de quienes tenemos la suerte de haber visto sucederse varias generaciones. Nada que ver con demencia.

Me interesan esos adultos jóvenes, nietos y no hijos de nuestros amigos. Su forma de ser y pensar es diferente a la nuestra, pero estoy convencido que debo intentar entenderlos sin refunfuñar. Viven un mundo desquiciado, que gira a velocidad extrema avasallándolos y mareándolos, sin que ellos se den cuenta.

Demasiados quedan subyugados por el mercado y adictos al consumismo. El “lenguaje de las cosas” predomina y buscan placeres inmediatos; menosprecian las cuestiones culturales, filosóficas, literarias, o cualquier pensamiento reflexivo. Han puesto la poesía en manos de cantantes urbanos.

Devoran el presente con desesperación, confiados en la cibernética y el dinero.  La moda y el lujo es su obsesión. Nada de abstracciones inservibles que distraiga de la brega. No todos, no todos… Pero demasiados.

Preocupa- al menos a mi- que algunos políticos de nueva generación paguen para confeccionarse “ perfiles”  y ser  mercadeados como productos de supermercados:  envolturas llamativas de dudoso contenido. No importa. El asunto es llegar como se pueda, evitando avergonzarse de que la envoltura mienta sobre ellos. No reparan en que esos triunfos mercadológicos colocaron a un peligroso sociópata como Donald Trump en la presidencia de Estados Unidos.

Así las cosas, un joven aspirante a senador declara orgulloso que ha empleado doce o quince años de su vida siendo un “gamer”; o sea, gastando miles de horas frente a artefactos tipo Nintendo (mata tiempos populares de la generación Y).  Declaraciones de esa naturaleza en un político le tumban el animo a cualquiera.

El cerebro de un “gamer”, expuesto durante horas interminables a mundos fantásticos desarrolla, sin duda, habilidades ejecutivas y destrezas tecnológicas. Sin embargo- así lo comprueban investigaciones psicológicas-, disminuye su empatía y merma su sensibilidad moral. A la vez, van perdiendo espíritu colectivo.

Entonces, no es difícil comprender que bregando con personajes y situaciones ficticias, resolviendo estrategias entre enemigos y amigos de otros mundos (diseñadas para “enganchar”), lleguen a distorsionar  la realidad.

No quisiera depender de un “gamer” para enfrentar y resolver problemas de una sociedad de carne y hueso. No es lo miso mover el “stick” y pulsar botones que tomar decisiones que afecten a millones de personas. En nada se parecen esos muñequitos de juegos HDMI- o como se llamen- a gente que sudan, lloran, y ríen.

Ni el armamento desplegado en “Dragon Ball”, ni las batallas contra villanos animados de la pantalla, tienen nada que ver con la guerra contra los malvados de la política criolla ni con propuestas para el desarrollo colectivo.

Es difícil imaginar a cualquier líder importante de occidente dándole que dándole a una maquinita electrónica. Quizás, pueda imaginarme a Maduro frente a una pantalla hasta el amanecer; incluso subiendo y bajando un yoyo  en horas de oficina.