La historia de nuestro país, como la de varias naciones hermanas, ha estado atravesada por las luchas de poder; desde la agonizante obsesión de muchos por perpetuarlo en sus manos, hasta el sacrificio de cuanto sea necesario –incluso de lo más sagrado– para alcanzar tal fin. Empero, también están llenas las páginas de nuestra memoria de las imperecederas luchas de quienes han procurado limitarlo, en ocasiones por la razón, en otras por la fuerza.
Mauro Barberis, en un breve pero ilustrativo trabajo que intitula Ética para juristas, refleja esta realidad al definir el constitucionalismo como “la doctrina de la limitación jurídica del poder político”. Esa idea ha justificado en occidente la consagración de constituciones rígidas que ofrezcan herramientas para someter el poder al derecho en un marco democrático y que la disciplina que lo estudia, como bien argumentase alguna vez Eduardo Jorge Prats en su Manual de Derecho Constitucional, naciese como un auténtico instrumento de lucha con la finalidad de lograr una transformación política.
Así las cosas, la idea de que una Constitución encabece nuestro ordenamiento jurídico no es cosmética. Se trata de una apuesta por preservar nuestra dignidad mediante la consagración de determinados derechos y la necesaria estructuración del poder con el fin de asegurar la eficacia de éstos y su tutela. Y aunque hoy buscamos una meta más elevada, esto es, la constitucionalización de todo el ordenamiento, entendiendo a la Constitución no solo como límite, sino también como fundamento (Giorgio Pino, Derechos e Interpretación), este paso no puede ser dado sin un diseño cuidadoso de la organización del poder.
Tener en cuenta nuestra historia, nuestro caminar en la contienda jurídico-política que tan escuetamente he descrito, es ahora más necesario que nunca, mientras discutimos una posible reforma a nuestro texto constitucional. Observar, además del debate dogmático que caracteriza el momento, las lecciones que nos muestra la historia, nos sirve como herramienta de evaluación de nuestras posiciones y nos permite –diría Carlos Nino– formular escenarios constructivos de deliberación pública.
Un ejemplo de esto puede ser observado en nuestro pasado reciente, al estudiar la relación entre nuestra Constitución, la estructuración de nuestro sistema de gobierno y la calidad de nuestra democracia. Entiendo que, si observamos las transformaciones constitucionales entre los textos aprobados en 1966, 1994 y 2010 podremos apreciar cómo la atenuación de los exorbitantes poderes del presidente de la República ha incidido, marcadamente, en el mejor funcionamiento de nuestras instituciones democráticas. De igual modo, sostengo que es posible apreciar que pese a los innegables avances que significó la última modificación integral de la Constitución, hubo estancamientos e incluso retrocesos en torno a este fin constitucional. Considero, sin embargo, que el momento es idóneo para superar esos escollos y fortalecer, con la limitación del poder que el constitucionalismo predica, el ideal de una democracia constitucional.
No cuento ninguna novedad al afirmar que la Constitución de 1966 fortaleció desmedidamente el presidencialismo, sin que se entienda esta afirmación como una expresión peyorativa para esta forma de gobierno. Lo que quiero expresar es que se diseñó un esquema en el cual el presidente de la República tenía facultades que, por incidir tan fuertemente en el ámbito de otros poderes públicos que estaban llamados a ser su contrapeso, generaban una distorsión importante en la esencia misma de la Constitución y producían, en consecuencia, un deterioro de la calidad democrática. Flavio Darío Espinal lo explica mucho mejor que yo al decir que “el modelo constitucional adoptado en 1966 creó lo que puede tipificarse como un presidencialismo excesivo o hiperpresidencialismo. Aunque formalmente reconoció la división tripartita de poderes, la Constitución de 1966 tenía una variedad de disposiciones que le daban al presidente de la República una supremacía indiscutible sobre los demás poderes del Estado. Además de la falta de restricción a las reelecciones presidenciales sucesivas, esta Constitución puso en las manos del presidente un conjunto de instrumentos que prácticamente lo convirtieron en un monarca elegido”. (Constitucionalismo y procesos políticos en la República Dominicana, 2da. Ed., 2023, p. 205).
Esta Constitución -la de más extensa duración entre nosotros, tristemente- intentó ser modificada, sin éxito, en 1980, 1982 y 1984. Finalmente, el contexto de la crisis electoral de 1994 produjo el escenario propicio para una reforma que, si bien fue limitada a puntos específicos, redujo de manera importante el esquema de presidencialismo desmedido que ya referimos previamente. Tómense como parámetros la prohibición de la reelección presidencial consecutiva, la creación del Consejo Nacional de la Magistratura, el fortalecimiento de la autonomía judicial, entre otros aspectos de interés, que propiciaron una oportuna ola de reformas desde finales de la década del 90, hasta la conclusión de la primera década del siglo XX.
Desde luego, lo anterior no significa que la sola reducción de la hegemonía presidencial (ya sea mediante la limitación de su facultad de reelección en las distintas formas posibles o mediante la disminución de su incidencia en otros poderes públicos) implique por sí misma la solución a las debilidades institucionales que pueden impactar en la construcción de buenas prácticas democráticas. Sin embargo, el efecto que tiene un buen diseño de limitación y distribución del poder político es inmenso, pues permite: (a) el mejor funcionamiento del sistema de contrapesos y control mutuo entre los poderes públicos; (b) la mejora en implementación de políticas de transparencia e institucionalidad; (c) la creación de incentivos para la participación de la ciudadanía en la formación de las decisiones colectivas; (d) la disminución de las situaciones de crisis generadas por la permanencia “interminable” de actores políticos particulares, entre muchos otros beneficios.
Sin embargo, al concluir la ola de reformas institucionales que inició con la reforma de 1994, la Constitución reformada en 2010, si bien tuvo memorables aciertos, reflejó también un declive en conquistas previas. El Consejo Nacional de la Magistratura sufrió el embate de la presidencialización, con la entrada del Procurador General de la República, pues se trata de un voto adicional para el Poder Ejecutivo en partida doble: además de ser un funcionario nombrado a discreción por el presidente, crea un escenario de posible empate que da al Ejecutivo un voto calificado, lo que posibilita un mayor impacto de un poder sobre otro. Por demás, la Constitución estableció la independencia funcional y administrativa del Ministerio Público, pero dejó la designación de su máximo titular a la absoluta discreción del presidente de turno, desnaturalizando así una de las características definitorias de los órganos “extrapoder”.
Finalmente, en torno a la elección y reelección presidencial, en 2010 se presentó la oportunidad de poner un punto final al “eterno retorno” que podía darse a partir de la redacción del artículo 49 de la Constitución de 1994. En dicho texto se prohibía la reelección presidencial consecutiva, que fue un gran paso de avance en su momento, pues posibilitó la solución a la crisis electoral, pero que dejaba abierta la posibilidad de continuas repostulaciones a quien ya había desempeñado la primera magistratura del Estado. Esta posibilidad crea incentivos inadecuados para gobernantes que entiendan oportuno generar condiciones de apoyo en sectores sociales para lo porvenir, cuestión muchas veces acaecida entre nosotros en el siglo XIX. Sin embargo, en el artículo 124 de la constitución reformada se reprodujo el patrón de 1994, lo cuál, si bien no puede ser criticado como un retroceso, implicó un estancamiento que luego desembocaría en una reforma constitucional en 2015 que si bien introdujo un sistema más adecuado (repostulación consecutiva única), lo hizo para beneficiar al gobernante de turno, en un contexto cuestionable. Como triste colofón, en 2019 estuvimos al borde de una reforma constitucional con el fin de retroceder aún más, estando cerca de habilitar una segunda repostulación para un tercer periodo presidencial consecutivo al presidente de turno.
Es en la perspectiva de nuestra historia política e institucional que debemos valorar la propuesta de reforma constitucional que ahora discutimos. De allí la importancia de continuar fomentando la sobriedad y moderación en las formas de nuestro presidencialismo, de ahondar la separación de los poderes y mejorar las buenas prácticas democráticas. La apuesta de los dominicanos, sin importar la arena política en la que circunstancialmente nos encontremos, debe ser la de fortalecer nuestras instituciones, aprendiendo de nuestros pasos y construyendo instrumentos que respondan de manera efectiva a los retos que enfrentamos.