La victoria del partido Alternativa para Alemania (AfD) en las elecciones del pasado domingo, en la comarca de Sonneberg, este del país, pone a la ultraderecha en el centro del debate político alemán. Su crecimiento en las encuestas a nivel regional y federal da cuenta de una movilización importante de personas que manifiestan su descontento, pero a la vez su eventual tolerancia por opciones radicalizadas que impulsan narrativas antidemocráticas. ¿Estamos frente a una nueva era en Alemania?

El pasado fin de semana se celebró la segunda vuelta de una elección comunal en una pequeña comarca de Thüringen, una región alemana en el este del país. El resultado conmocionó al mundo político germano: el candidato del partido ultraderechista Alternative für Deutschland (AfD) o  Alternativa para Alemania, Robert Sesselmann,obtuvo el triunfo en segunda vuelta y fue elegido como “Landrat” (administrador regional) en Sonneberg.

Es la primera vez que esto sucede en la nación y pese a que se trata de un distrito muy pequeño, el impacto simbólico es enorme. ¿Acaso AfD ha superado el umbral de la normalización y será aceptada como una fuerza dentro del espectro democrático a pesar de sus expresiones más radicalizadas? ¿Será el inicio de un proceso de normalización formal, al menos en el este del país, que permita a la derecha radical lograr acuerdos con otros partidos y obtener cuotas de poder reales?

Los interrogantes se multiplican y para los partidos políticos de Alemania el desafío es enorme. No porque AfD haya ganado en esa comarca, sino porque a nivel federal, según lo que indican las encuestas, la ultraderecha pelea por el segundo lugar.

La ultraderecha alemana se dispara en las encuestas

El partido de la derecha radical alemana ya lleva dos meses por encima del 15% en intención de voto. Un número alto para el contexto parlamentario en Alemania que obliga a conformar coaliciones entre partidos para lograr mayorías y conseguir formar gobierno.

Es decir, la capacidad de condicionar esa formación de coaliciones gubernamentales es enorme, ya que obliga a alianzas entre tres y hasta cuatro partidos, lo cual las hace menos estables y alimenta un elemento clave en el discurso de AfD: todos los “otros” partidos son lo mismo.

No obstante, en los últimos días ese número ha crecido por encima del 20%. Según una medición de INSA Consulere, AfD recibiría el 20,5% de los votos y con esto se ubicaría por encima del partido socialdemócrata (SPD) del actual canciller Olaf Scholz.

Lo más interesante del trabajo de esta encuestadora se observa en otro dato que publican regularmente y está relacionado con el rechazo a las bancadas políticas. Para medirlo se plantea la siguiente pregunta a los encuestados: “¿A cuál de los siguientes partidos usted no se puede imaginar votándole?”. Hace exactamente 4 años, en junio de 2019, AfD recibía un 70% de rechazo. Con distancia el partido menos querido de aquellos con representación en el Parlamento Federal. Hoy ese rechazo es mucho menos y solo el 54% no se puede imaginar votando a AfD.

Estos datos, sumados al crecimiento de intención de voto en el este para las próximas elecciones regionales, manifiestan que AfD está consiguiendo poco a poco normalizarse y convertirse en una opción más. Algo impensable en Alemania hace apenas unos años. La ultraderecha del país ingresa entonces a una nueva etapa.

AfD se fortalece al calor del descontento político y social

A diez años de su fundación, Alternative für Deutschland está ingresando a una tercera fase marcada por un proceso de normalización que se alimenta de la baja popularidad del Gobierno federal actual y del uso de su narrativa por ciertos sectores de la oposición.

En efecto, el líder de los FreieWähler (FW), Hubert Aiwanger que cogobierna con la Unión Social Cristiana (CSU) en Baviera, manifestó hace pocas semanas que “tenemos que recuperar nuestra democracia”. Una frase alineada con las expresiones de la derecha radical populista que critican a las instituciones democráticas y manifiestan su alejamiento de una supuesta voluntad general del pueblo.

La primera fase de AfD tuvo a la crisis del Euro como protagonista. De hecho, sobre esa cuestión acuñó una novedad para la Alemania de 2013: el discurso euroescéptico.

Luego de algunos años se configuró una segunda fase en la vida de este partido en torno a la crisis humanitaria por la llegada de miles de refugiados hacia fines del verano de 2015. Un debate que, sumado a los atentados en Francia, España y Alemania, permitió a la fuerza ultraderechista ingresar al Bundestag en 2017.

Posteriormente, las peleas internas y su incapacidad para liderar el discurso antigubernamental y anticientífico en tiempos de pandemia, como sí hicieron otros partidos de la derecha radical en el mundo, provocaron un freno en su crecimiento y lo ubicaron en torno al 10% de intención de voto. Una suerte de estancamiento en el que fueron ganando aún más espacio sus sectores más radicalizados, pese a perder cierto protagonismo en el debate público.

La tercera fase de AfD devuelve ese protagonismo a los ultraderechistas. No solo se caracteriza por una agudización de su rol de oposición fundamental, sino que está marcada por las consecuencias negativas en Alemania de la invasión a Ucrania, la crisis energética, su impacto inflacionario y la falta de perspectivas claras para su finalización generan un clima de incertidumbre ideal para que los ultraderechistas puedan sembrar el miedo.

En efecto, uno de los conceptos de los que se apropiaron casi en soledad, Sahra Wagenkneckt de la izquierda postcomunista, se acerca bastante a esa idea de la “paz”. Mientras el resto de los partidos discuten sobre el envío de armamento a Ucrania con el objetivo de proteger los valores democráticos e impedir un crecimiento del poder del Gobierno de Vladimir Putin, AfD exige el fin del conflicto a como dé lugar. Lo que no explican son las consecuencias negativas de un derrumbe total de Ucrania y la amenaza que esto representa para la Unión Europea (UE) desde todo punto de vista.

El desafío de los partidos políticos

El escenario representa un problema para los partidos políticos alemanes. Los que están en el Gobierno (socialdemócratas, verdes y liberales) deben seguir haciéndose cargo de los efectos de sus decisiones en un contexto económico, social y político negativo.

Sus discusiones internas son vistas como fuertes signos de inestabilidad y con ellas se alimentan el miedo a la inflación, a la recesión y, sobre todo, a perder cierto nivel de vida, sea del sector que sea.

En ese contexto, lo natural sería una oposición que vaya delineando su alternativa y proyecto político para competir por reemplazar a la actual coalición. Sin embargo, ese perfil no está tan claro. Y las críticas vienen desde el interior.

Daniel Günther, ministro-presidente de Schleswig-Holstein, estado federado en el norte del país, y reconocida figura de la Unión Demócrata Cristiana (CDU) manifestó en los últimos días la necesidad de ofrecer un discurso de centro que no se pierda en “escandalizarse cuestiones secundarias”.

Y luego agregó una frase fundamental: “actualmente no estamos logrando transmitirle a la gente qué haríamos de forma distinta”. Esta frase de Günther refleja una necesidad, no solo de su partido, sino de todo el espectro político democrático. Se trata de dar cuenta de la existencia de proyectos en competencia que puedan brindar soluciones concretas y no narrativas antidemocráticas y reduccionistas.