El ejercicio del poder genera grandes satisfacciones. También genera desgastes, pérdida de popularidad y una medición particular, dependiendo de quien la haga. Si quien mide es un partidario, siempre buscará resaltar los aspectos buenos del oficio de gobernar. Si quien lo evalúa es un adversario se dedicará a denostar y resaltar los aspectos negativos, las promesas no cumplidas, los errores cometidos, las rectificaciones y buscará siempre el ángulo comparativo perverso, para atribuirse las mejores acciones.
El presidente Luis Abinader está en camino a sus dos primeros años del ejercicio del poder. La presidencia de la República es su primer cargo en la administración pública. En el pasado fue miembro honorífico del Consejo Directivo de la Corporación Dominicana de Electricidad, sin ninguna responsabilidad administrativa. Su experiencia ha sido siempre en el sector privado, pese a que su padre, José Rafael Abinader, fue un político activo casi toda su vida, que ocupó múltiples funciones en la administración pública, tanto por designaciones del Poder Ejecutivo como por elección para desempeñar la función de senador por Santiago. Varias veces fue precandidato y candidato presidencial, sin éxito.
No ha debido ser fácil para Luis Abinader asumir una administración pública enorme, con más de 700 mil empleados públicos, con ministros, viceministros, directores, administraciones, superintendentes, embajadores, cónsules, comandantes generales, y tantas funciones más, para dirigir un gobierno que se inició en medio de una pandemia, con el país en Estado de Emergencia, con toque de queda, y posteriormente con una crisis internacional de los precios, una guerra en Ucrania, una intervención militar de Rusia, amenazas de uso de armas químicas y nucleares, y una recomposición del escenario internacional que, quiéralo o no, obliga a los gobiernos a tomar decisiones defensivas sobre combustibles, seguridad, alimentos, salud y garantía de los puestos de trabajo en los sectores público y privado.
Esa es la realidad que le ha tocado vivir a Luis Abinader como presidente. Con países en América Latina en constantes cambios. México con un presidente populista, quien con precariedad ratifica su mandato a los dos años, sin que la constitución mexicana lo obligara a ello. Chile enviando a su casa a un presidente de la derecha para colocar en el Palacio de La Moneda a un joven, ex dirigente estudiantil, socialista, como presidente del país más avanzado en el capitalismo del continente. Argentina en medio de una profunda crisis, con una lucha interna del peronismo, que involucra al presidente y a la vicepresidenta. Perú, con un proceso que comenzó para expulsar a su presidente, y que no concluye, porque el mandatario sigue siendo un maestro de escuela, socialista, que no se quita un sombrero de campesino y a quien los opositores llaman analfabeto e incapaz de dirigir el país. Venezuela, dirigida todavía por el chavismo y Nicolás Maduro. Nicaragua, que ha “escogido” a Daniel Ortega como presidente y a Rosario Murillo como vicepresidenta, luego de haber encarcelado a todos los que osaron presentarse como aspirantes a sustituir a Ortega en la posición. Colombia, que va camino a una elección para sustituir a Iván Duque, y que tiene todas las expectativas de que un izquierdista, Gustavo Petro, asumirá el poder, prometiendo solemnemente que no habrá expropiaciones ni nacionalizaciones en su administración. Con Lula Da Silva, camino a la presidencia de Brasil, para revalidar al Partido de los Trabajadores, mientras que en El Salvador el presidente Bukele viola todos los procedimientos institucionales, cercena la libertad de prensa, para combatir a las maras y otros grupos delincuenciales.
El mundo en que le ha tocado gobernar a Luis Abinader está en constantes cambios. La pandemia y la guerra de Ucrania ha cambiado por completo los parámetros de las relaciones internacionales, y han reconfigurado el esquema de control. Para algunos estamos retornando a un mundo unipolar, con Estados Unidos como cabeza y los europeos como sus aliados y adláteres, seguidos de China y Asia, que no han logrado avanzar en su propósito de expandir su predominio en medio de esta crisis bicéfala, de coronavirus y guerra en Ucrania.
El presidente y su equipo han adoptado decisiones inteligentes y valientes. Adquirieron las vacunas disponibles a tiempo, proporcionaron apoyo al sistema de salud y realizaron una labor eficiente para garantizar el acceso a servicios en medio de la mayor incertidumbre, y con la guerra contra los precios altos el gobierno tomó medidas difíciles, como las de subvencionar los precios de los combustibles, y ahora eliminar los aranceles a una lista específica de productos alimenticios. La perspectiva es que el mundo sufra como nunca antes una hambruna que podría matar a millones de personas.
¿Y la capacidad de la economía dominicana para resistir los embates del mundo en convulsión? ¿Será posible mantener los subsidios, mantener los programas sociales que el gobierno ha aumentado?
Nadie lo sabe. Estamos en una democracia débil, con una población que marca sus preferencias con el estómago, y con unos aspirantes a repetir en la presidencia que no tienen parangón en sus aspiraciones. Cualquier cosa puede pasar. Sin embargo, una aspiración es incuestionable: No podemos retroceder al pasado. Bajo ninguna circunstancia. Se entiende que ese es un camino cerrado.