“Porque qué es un dominicano: ¿un color de piel? ¿un pasaporte?

¿un idioma? ¿una vivencia? ¿un sentimiento?

¿pronunciar correctamente perejil?

Yo diría que ser dominicano es una mezcla compleja de cosas

pero en esencia es una identidad”,

Quisqueya Lora

I. Prólogo

El futuro no está escrito. Por demás, en la historia universal, ningún pueblo es conducido por su hado, la fatalidad del destino. Ninguno.

De ahí que no haya más necesidad, para el pueblo que sea, que el de la libertad y la responsabilidad cotidiana de conducirse en función de las circunstancias presentes, de conformidad con su libre albedrío, sea este nacional o individual.

Dicho sea todo lo anterior de manera apodíctica, es decir, de cara al designio de la esperanza del porvenir nacional dominicano.

II. Status questionis

La actualidad histórica dominicana no se resume en unas líneas o en algún escrito. La realidad siempre es más rica que cualquier concepto. Y, mucho más, si esa noción es la del destino nacional o su desafío.

Para algunos buenos analistas de coyunturas, “el dilema migratorio” (Eduardo García Michel) destila el mantenimiento de la economía o la protección de la nación dominicana. Nación o economía, pero no necesariamente la conjunción de la una y la otra.

Desde esa perspectiva, la raíz del dilema se fundamenta en la siguiente disyuntiva:

‘Un país como el dominicano puede aceptar inmigrantes -haitianos- para cubrir determinados puestos de trabajo, pero jamás consentir la penetración ilegal de cientos de miles, de bagaje educativo y cultural precario, pues si lo hace diluye su idiosincrasia y renuncia a modelar a conciencia su propio destino.’

La lucidez del planteamiento y del desarrollo del tema es, a primera vista, irrefutable. El hecho de que la economía se expanda en las circunstancias que apuntan a la desintegración del entramado social, -por medio de la informalidad y el incontrolable atropello del dominicano en el mercado laboral de su propio país- obliga a cuestionar si el modelo de crecimiento es compatible con el desarrollo sostenible y la cohesión coherente, tanto de la población local, como de la nación.

III. Raíces del mal

En ese contexto, dos fenómenos se sobreponen como principio y fundamento de dicha realidad contextual.

Primero, la fuga dominicana y su subsecuente eclipse. Los criollos que no emigran con una “visa para un sueño” (J.L. Guerra) en el  bolsillo, o en la trastienda de una vulgar yola,  encuentran refugio temporal en actividades laborales de muy poca productividad (moto concho, juegos de azar, chiripeo, servicio doméstico, entretenimientos), sin por tanto desconocer los subsidios gubernamentales y las remesas que le envían sus propios familiares.

A raíz de tal atrofia en el cuerpo social dominicano, parece imponerse por su propio peso el estricto establecimiento de un control migratorio incorruptible, como si pudiera ser de acero inoxidable, al igual que la progresiva reorganización o ‘dominicanización’ (como se decía antaño en el contexto de los bateyes y de la actividad azucarera, como espinal dorsal de la economía nacional) del mercado laboral dominicano.

En ausencia de ese remedio, el eclipse dominicano no se hace esperar. “En los próximos 10 años se definirá el destino de la nación” (Carlos Despradel). La advertencia no parece vana pues, “si la masiva invasión de ciudadanos haitianos continúa al mismo ritmo que en los últimos tiempos, seguramente dentro de unos 10 a 15 años la República Dominicana no podrá llamarse realmente una nación, pues ni tendremos un idioma, una raza, unas costumbres, una creencia religiosa, ni una cultura que nos identifique y nos una”.

En ese estado de cosas, el país se encuentra en un camino sin salida por razones económicas y morales. “Los países que sustentan parte considerable de su economía a base de explotar la fuerza laboral de los migrantes, ¿con qué moral podrán sostener sus políticas ‘legales’ de control migratorio, explotando a migrantes ilegales? ¿Control Migratorio Legal explotando a migrantes ilegales?”, cuestiona críticamente el presbítero Julin Acosta.

Vale la pena constatar que cada día, en medio de los intríngulis que representan la inmigración haitiana y su descendencia en el país, innumerables voces se alzan, enardecidas y desafiantes, para advertir en calles, salones, redes y medios de comunicación social, que “en eso se juega el destino manifiesto de nuestra propia destrucción como nación”, pues “el principal reto que tenemos” es ese “ejército de reserva” (Karl Marx) que nos invade.

Así, pues, por mi lado, reflexionando a través de “senderos de montaña” (“Hollzwege”, Martin Heidegger) la conclusión me salta a los ojos:

“El damnificado es el ser dominicano” (EGM).

Sea por razones económicas o morales; o bien, a falta de ellas.

IV. La cuestión de fondo

Asumo como buena y válida, por motivos didácticos, la aproximación de Carlos Despradel a la cuestión que nos ocupa:

“Una nación se puede definir como el conjunto de personas que se identifican con un territorio, idioma, raza y costumbres. Tienen además una identidad cultural, histórica y religiosa que los une. Entendido así el concepto de nación, la República Dominicana lo es.”

Ahora bien, si eso es así, la pregunta de Esteban Rosario es harto oportuna: “¿Estamos haitianizados o norteamericanizados?” O, en terminología de Frank Moya Pons, ¿existe una “norteamericanización de la cultura dominicana”?

Independientemente de la respuesta a esa incuestionable realidad, el asunto de la nación dominicana toca fondo.  A mi solo entender, claro está. El quid de la cuestión no es si nos haitianizamos o si devenimos cultural y civilizadamente norteamericanizados, sino si de conformidad con el espíritu de los tiempos ahondamos y promovemos -en nuestro devenir histórico- la dominicanidad y sus virtudes de civilidad.

Por lo antes dicho, en términos migratorios,  el “sancocho cultural dominicano” –el mismo que prima al sol de hoy en la composición social del pueblo dominicano propiamente dicho, tras recibir e integrar en su entablado socio-cultural las más diversas entradas sin salida de migrantes (documentados, pero también indocumentados) de los más diversos rincones de Eurasia, África y de todo el hemisferio americano– es constitutivo del característico y adaptable “ADN cultural dominicano” constitutivo de la identidad nacional dominante en un cuerpo social pluriétnico, por tradición.

Conviene repetirlo y subrayarlo. De las más diversas formas, somos, al igual que el resto de Homo sapiens, fruto de nuestras propias decisiones circunstanciales y producto de todo y de todos los que nos han precedido.

En lo que sigue el debate sobre si se les deben otorgar permisos temporales de trabajo a los haitianos indocumentados, y civilizar –no solo militarizar– la frontera, para lograr un máximo de control del tráfico transfronterizo; y, también, para que los sectores de la construcción y de la producción agrícola de todo el país no se queden ‘jalando aire’, llega nuestro ‘Kayróz’. Esto implica que, podremos estar de acuerdo o en desacuerdo con las repatriaciones masivas que están haciendo las autoridades de migración en la actualidad. No obstante, coincido con quienes están convencidos de que, por diversas razones, esa decisión no es ni será el remedio definitivo al asunto de ser dominicanos. Esto último depende, en todo momento y lugar, de la vitalidad que demuestre la condición cultural de quienes son y se sienten ser dominicanos de manera consciente, gracias a nuestros constantes y más diversos procesos de transculturación.

En otras palabras, el quid de la cuestión somos nosotros. No son los otros, independientemente de que ellos sean estadounidenses, haitianos o de mucho más allá. Si estamos concernidos, y lo estamos, eso se debe a nuestra identidad, con sus logros y méritos, sus dudas, limitaciones y desafíos; pero, en particular, lo debemos gracias a una conciencia e identidad dominicana cuya ‘potencialidad’ (Aristóteles) para avenirse consigo misma y con los demás, resulta ser singular en la faz de la tierra luego de casi dos siglos de existencia sin pecar de xenofobia o de impotencia y endogamia cultural.

Por consiguiente, el ser dominicano no vive “mirándose el ombligo”, según la feliz expresión de Federico Henríquez Gratereaux. Tampoco es el de quien ostenta alguna doblez o el de aquel que exhibe con altanería el “espíritu de Desiderio” Arias (Pelegrín Castillo), en tanto que tales adversidades planean sobre el mundo dominicano. Al contrario, en el universo de sus manifestaciones, el ser dominicano depende solo y exclusivamente de las mejores decisiones que asumamos en libertad, ante todo, a la hora de practicar aquello de “sed justos lo primero, si queréis ser felices”, tal y como advirtió Juan Pablo Duarte, finado lejos de la Patria -por designio no propio, sino reiterado por sus propios congéneres-; y, segundo, al tiempo de erradicar la doble moral que aprisiona mejores intereses en todo lo relativo a la composición social dominicana, su economía y nación.