En sociedades predominantemente agrícolas y rurales, las personas envejecientes solían ser altamente valoradas. Sus conocimientos y sus bienes acumulados por generaciones, garantizaban la subsistencia familiar presente y de los descendientes. La “protección social” de este valioso activo era responsabilidad, en cada familia, de las generaciones más jóvenes que los reemplazaban progresivamente. Los hijos eran numerosos, pero muchos morían tempranamente y pocos alcanzaban edades avanzadas, lo cual incrementaba su valoración social y cultural, su autoridad, y por tanto la importancia de su protección en el núcleo familiar.
En nuestras sociedades contemporáneas latinoamericanas, ahora predominantemente urbanas, la natalidad y la mortalidad prematura han descendido, crece la población joven pero el mercado laboral no alcanza a incorporarlos. Las familias numerosas dejaron de ser una ventaja para representar mayores necesidades de bienes y servicios frecuentemente escasos. Lentamente aumentan los adultos mayores, pero la cotidianidad demanda habilidades y conocimientos diferentes. Los descendientes frecuentemente logran mejores niveles académicos y habilidades para la vida urbana que sus padres y abuelos. Necesidades insatisfechas de salud y limitada capacidad productiva, fueron convirtiendo a los mayores en una carga. El envejecimiento es causa de empobrecimiento y vulnerabilidad familiar. El valor social y cultural de los envejecientes fue disminuyendo, relegados a roles de índole complementaria en las familias. Por ejemplo, asumiendo tareas domésticas y la crianza de los nietos.
Se trata de cambios demográficos, económicos y culturales complejos, acontecidos en el transcurso de pocas generaciones. La protección social de envejecientes ya no puede ser responsabilidad exclusiva del núcleo familiar y se conforma como un derecho y una responsabilidad social. La principal razón y sentido de la protección social de esta población es garantizar una vejez digna e impedir que el envejecimiento sea un factor de vulnerabilidad para la indigencia y la pobreza familiar. La evidencia muestra que la protección social universal efectiva de los adultos mayores impacta considerablemente la prevalencia de pobreza extrema. No es solo un asunto de recursos económicos, se trata de garantizar una vejez digna y feliz, de reposicionar a las personas adultas mayores como un activo de la sociedad. No es un acto de beneficencia o caridad, responde a un derecho humano y un derecho fundamental consagrado en nuestra Constitución, es una forma de construir una sociedad más solidaria, de fortalecer la democracia y, aunque muchos no lo comprenden, contribuir a fortalecer las bases de una economía más próspera y equitativa.
La población de 65 años y más, en la República Dominicana, según estimaciones de la Oficina Nacional de Estadística (ONE), en el año 2000, eran 411,963 personas (4.9% de la población total). En el 2022, se calculan 829,720 personas; para el 2030, se proyectan 1,121, 872 personas (10.0% del total) y para el 2050, serán más de 2,700,000 personas (21.4 % del total), podría superar los 3 millones.
Gran parte de la literatura sobre pensiones en América Latina se ha centrado en debatir si los sistemas llamados de “capitalización individual”, o los denominados “de reparto” (“beneficios definidos”), considerados excluyentes entre sí, son mejores para afrontar los retos de los cambios demográficos (envejecimiento progresivo de las poblaciones) y los correspondientes al ahorro a largo plazo de la ciudadanía. Sin menospreciar este debate, fundamental por sus implicancias éticas, sociales, económicas y fiscales, hay un cierto vacío en la discusión sobre las causas subyacentes de la falta de cobertura previsional, que transcienden la elección de uno u otro sistema. Estas causas están enraizadas en el diseño de la seguridad social en la región, frecuentemente concebida casi exclusivamente para trabajadores “formales” y como beneficencia para el resto de la población, los elevados costos de intermediación en las experiencias con ambos modelos, el pobre funcionamiento de los mercados de trabajo, con amplia proporción de trabajadores por cuenta propia e “informales”, la débil recaudación de ingresos gubernamentales, minada por la evasión y la elusión, y la deficiente inversión pública en el desarrollo social.
La ecuación no resuelta es como construir sistemas de protección social de cobertura universal efectiva, fiscalmente sostenibles y que no comprometan la formalización laboral y la productividad de las empresas. No cualquier combinación de programas y políticas es deseable, ni tampoco avanzar en una dirección y retroceder en otras. Necesitamos mejores pensiones y, simultáneamente, mejores trabajos, mejor remunerados, en una economía prospera y equitativa.
Las reformas de fines del siglo pasado y comienzos del actual, no han conseguido desarrollar sistemas de pensiones que protejan efectivamente a toda la población adulta mayor, ni garantizar la vida digna a quienes sean beneficiados. Los gobiernos y sociedades de América Latina confrontan el desafío de conseguirlo, o podríamos tener que lidiar, relativamente pronto, con una masa creciente de ciudadanos socialmente desamparados que empujan a sus respectivos núcleos familiares hacia la pobreza, con las consecuencias que esto pueda tener en la economía y la estabilidad democrática.