En los últimos años los partidos han sido tomados por líderes que han provocado un peligroso retroceso en el ejercicio de la política.

Se trata de gente que se proclama mejor que todos sus competidores y que se cree predestinada a guiar a sus países, más que mediante liderazgo, con una especie de poder absoluto que desconoce el derecho de los demás.

Lo curioso de este fenómeno del extremismo político es que no sólo ocurre en países de escaso desarrollo institucional y económico, también se expresa en países que durante años fueron tomados como los ejemplos de sociedades fundamentadas en un Estado de derecho.

Se ha sustituido el debate por el insulto soez, el respeto por la amenaza y el desprecio a personas particulares, a segmentos de poblaciones y hasta a países completos.

Y lo peor: se afianza y expande el discurso de odio contra los inmigrantes, las mujeres, determinados grupos étnicos y contra las minorías que sólo exigen el derecho a vivir y a expresarse sin dañar a nadie.

De repente se podría pensar que el mundo ha retrocedido a la primera mitad del siglo XX, cuando las ideas políticas extremistas se enseñorearon de gran parte del mundo y provocaron las dos guerras más sangrientas de la historia.

Asistimos al retroceso y a la degradación de la política. Y no es la llamada anti política, es la política corrompida por completo.