La sociedad dominicana tiene que replantearse algunos temas, para poder salir del subdesarrollo y de la frágil situación en que se encuentran las políticas y programas públicos en la cultura, la educación, la economía y muchas otras áreas importantes para el bienestar de la población en el siglo XXI.

El criterio de que lo público no es de nadie y que es posible hacerle fiesta sin ninguna consecuencia, es una de las falencias que arrastra desde hace siglos de la sociedad dominicana. Las tierras del Estado se invaden, y con el paso del tiempo y la complicidad de funcionarios se convierten en propiedad de los usurpadores. Deja de ser pública para convertirse en propiedad privada.

Pero también se viola el derecho de la propiedad privada, con la indiferencia de los responsables de hacer cumplir las leyes y la ineficacia de las instituciones. Muchas zonas que hoy son ensanches de clase media o barrios pobres, surgieron de ese modo espurio, y al final el propietario tuvo que conformarse con aceptar el despojo como un hecho que no tendría marcha atrás, o aceptar alguna migaja a cambio.

Como la energía eléctrica la produce, la distribuye y comercializa el Estado, y como es un servicio que está en manos públicas, la gente -gran parte de los ciudadanos, alrededor de un 45%- no paga el servicio. El Estado tiene que disponer de un subsidio anual de más de 1,500 millones de dólares.

Las autoridades de todos los gobiernos temen enfrentar este mal, porque no quieren perder la popularidad ni dar abono a los opositores que saldrían en defensa de "esa pobre gente que no puede pagar" por la energía ni por el servicio de agua potable o la recogida de basura, pero que bien paga puntual por el servicio de televisión por cable y la telefonía móvil.

Las escuelas públicas, los hospitales estatales, son centros de servicios de educación y salud, y el pillaje y el deterioro suelen ser comunes en esos ámbitos, como si a nadie le importara lo que ocurre. Las entidades y servicios públicos tienen que servir para el bienestar de las personas, pero como se trata del Estado, todos reclaman, y pocos son los que cumplen con sus deberes: Los maestros exigen mejoría en sus salarios, paralizan las labores de manera irresponsable, los médicos igualmente paralizan los servicios para exigir alzas de salarios.

Así se expande la precariedad en los servicios, además de que se utiliza como arma política.

Son cuestiones esenciales. Lo mismo pasa con el medio ambiente, la protección de los parques nacionales, de los bosques, de las cuencas de los ríos, de las áreas protegidas. 

La cultura de que lo público es de todos y que hay que hacerle fiesta, cuando hay descuidos o se tiene la oportunidad, también ha calado en sectores de clase media y profesionales y en grupos políticos. Las descripciones de los expedientes que prepara la PEPCA son testimonios de un comportamiento irresponsable, de daño malicioso a los recursos estatales, porque se trata de riqueza que puede ser dilapidada y aprovechada para beneficio personal o grupal sin consecuencias. Y lo más grave es que cada partido defiende a sus corruptos y delincuentes cuando son acusados.

Esa cultura es la que hay que cambiar. Ese sentido de desprecio por lo público, porque es lo que se pone en manos de funcionarios para que lo bien administren y resultan -lamentablemente en el mayor de los casos- administrados miserablemente. Y de ahí parte el criterio de que frente a lo público hay que aprovecharse. Es la cultura del dame lo mío que mucha veces ha sido descrita periodística y sociológicamente.

¿A quien corresponde hacer el cambio? Es una pregunta pertinente. En primer a la sociedad, que tiene que adquirir conciencia de que financiar los servicios públicos cuesta mucho dinero. Los impuestos apenas son recaudados, en gran medida por la evasión. En muchos contribuyentes prima el criterio de que los políticos administran a su favor lo que el sector privado paga. El déficit es enfrentado mediante un costoso financiamiento, que cada año compromete un porcentaje importante del Presupuesto Nacional.

La sociedad tiene que exigir que los funcionarios públicos, comenzando por los del gobierno central y hasta el más humilde de los empleados del Estado, asuman una ética que los lleve a administrar con respeto los bienes públicos puestos a su cargo. Es impostergable hacer que se paguen los servicios públicos como se hace con los privados,  y que los servidores públicos, sobre todo los profesionales, se empeñen en cumplir con su deber como lo hacen en el sector privado (esto lo saben bien los maestros y médicos).

Si la sociedad consciente se empodera de ese criterio podríamos avanzar. Cada quien asume su responsabilidad con los servicios que recibe, paga sus facturas, cuida de las propiedades estatales, como se hace con los servicios de telecomunicaciones, o las clínicas privadas, o las empresas administradoras de fondos de pensiones.

Los antropólogos sociales, los psicólogos, los sociólogos, maestros, intelectuales deben ponderar las formas de comprometer la sociedad para que cambie en su propio beneficio, protegiendo las propiedades públicas.

Es un serio, muy serio compromiso, que debería comenzar por el sector público, y comprometer al sector privado, ahora que tanto hablamos de reforma fiscal y de reducción y control del gasto público.