Cuando la economía mundial cerró casi por completo en el año 2020, debido a la expansión de la COVID-19, especialistas de prestigiosos equipos de investigación de universidades, así como de organismos internacionales y de foros económicos, advirtieron que el mundo asistía a una crisis en la economía real que sería peor que la crisis financiera de 2007 y que el crack de 1929, que hizo quebrar a miles de empresas y a millones de personas en Estados Unidos y Europa.
Al unísono, esas advertencias hacían hincapié en que los verdaderos efectos de la crisis, los más dañinos, se sentirían hasta varios años después de reducida al mínimo la pandemia.
En 2020 y 2021 el mundo vivió con la denominada "nueva normalidad" o "covidianidad".
Cuando las economías empezaron a reactivarse, con la apertura de los negocios, del turismo, de los viajes y de los embarques de mercancías, surgió un fuerte choque inflacionario debido a que los fletes se encarecieron y la demanda sobrepasaba la capacidad de los grandes puertos para despachar con celeridad las cargas a todas partes del mundo.
Y cuando se empezaba a vislumbrar algún alivio, por lo menos en el intercambio comercial mundial, estalló la guerra de Rusia contra Ucrania, el 24 de febrero del presente año 2022.
Es esencial que se despliegue una campaña de concienciación sobre la necesidad de prepararnos, prevenir y ahorrar, pero sobre todo de comprender que vivimos tiempos difíciles
A la decisión de Rusia siguieron las sanciones y restricciones impuestas por Estados Unidos y la Unión Europea al gobierno de Vládimir Putin.
Pero los efectos de esas sanciones han terminado perjudicando más a quienes las impusieron que a la propia Rusia. Y lo peor: países que nada tienen que ver con ese conflicto entre grandes potencias, como los de América Latina, han venido a pagar los platos rotos con altos precios del petróleo y sus derivados, escasez y altos precios de materias primas para la fabricación de fertilizantes, altos precios de los fletes, escasez de granos comestibles, entre otros daños.
Entre los países perjudicados está la República Dominicana, que ha tenido que destinar decenas de miles de millones de pesos para contener los efectos del incremento del petróleo y evitar agregar un nuevo ingrediente a la inflación. Esto sin contar todo el dinero que se ha tenido que destinar a los subsidios a los alimentos y a la producción agropecuaria, y a la asistencia monetaria directa a las familias más pobres.
Debido a que los pronósticos más optimistas indican que el regreso a la normalidad económica que vivía el mundo antes de las dos crisis (sanitaria y de guerra) no se vislumbra cercano, lo más aconsejable es que se tomen todas las medidas para garantizar el abastecimiento de combustibles, de medicinas y de alimentos no perecederos. Es lo que han hecho muchos países desde que estalló la guerra, incluso restringiendo las exportaciones para asegurar la alimentación de sus ciudadanos.
Convendría que el Estado dominicano agilizara proyectos para facilitar la instalación de soluciones de generación de energías no convencionales, como los paneles solares, para hogares y pequeños negocios.
Asimismo, que se trabaje en la construcción de silos en las zonas agrícolas más productivas. El financiamiento se podría obtener de todo el sistema financiero nacional, desde los bancos múltiples, las entidades mutualistas y las cooperativas.
Es esencial que se despliegue una campaña de concienciación sobre la necesidad de prepararnos, prevenir y ahorrar, pero sobre todo de comprender que vivimos tiempos difíciles, que las soluciones no están a la vuelta de la esquina.