(Fotografías: Luis E. Acosta/Ricardo Estévez) 

Un chorrito de agua limpia y “dulce” corría permanente hacia el mar Caribe y se perdía entre las olas. En las tardes, la pleamar le reciprocaba con un baño salino. Era el momento en que el tiburoncito, de cuatro metros, aprovechaba para cruzar. Había muchas jicoteas sureñas (Trachemys decorata), peces pequeños y aves acuáticas. El sitio estaba rodeado de eneas y forrado de sombras de manglares, uveros y otras plantas.

Balneario predilecto de la juventud de esa época era el Charco de Caonabo, “la lagunita”. Muchos aprendieron a nadar en estas aguas, y hasta hacían clavados desde las ramas de las matas de uva playa, pese a la escasa profundidad.

“Un día fui con unos muchachos, me empujaron y uno gritó: ¡Si sale es porque aprendió a nadar! Yo salí, pero porque me agarré de un palo”, cuenta sonriente el pedernalense Miguel Pérez, 82 años, un habitué del charco situado a unos 100 metros al oeste del malenconcito y Radio Pedernales.

Marino José Vilomar.

Corrió mejor suerte que otro joven que, en los 60, desafió la escasa profundidad y perdió la vida en un clavado desde una rama de un árbol de uva playa.

Evoca el día en que el pequeño escualo le rasgó el pantaloncillo a Milcíades Mancebo (Nanano) mientras “se daba un chapuzón”. A partir de ahí, notaron la ausencia del pez.

“En otra ocasión yo andaba con Chichí Ofelia en busca de jicacos y uvas, y encontramos al animalito muerto, a mitad de camino, entre el charco y el mar. Parece que acostumbraba a pasar cada vez que subía la marea, para alimentarse de las criaturas de las jicoteas, y, ese día, la marea bajó y él se quedó varado en lo seco”, relata nostálgico.

Son escenas de finales de los años 40 del siglo XX, pero el humedal siguió siendo un lugar de esparcimiento especial hasta entrados los años 70, aunque -según Miguel- el principio de su fin comenzó con el devastador huracán katie (1955) y el mar de fondo que rompió el muelle y erosionó todo.

“Convirtió la playa de mucha arena blanca en poca arena y muchas piedras, aunque menos del lado de Bucanyé. Los tablones del muelle se veían desfilando en dirección a Bucanyé”, evoca.

Fue cuando los habitantes de la comarca del extremo más austral del territorio dominicano descubrieron que la “lagunita” tenía agua dulce, cristalina, que podían consumir

“La lagunita tenía una entrada de agua dulce; era como una vena de río. Pero hubo una tormenta. El río subió tanto que rompió la loma de caliche, por el balneario La Piedra, llegó casi a la carretera, bajó la loma, rompió todo, bajó palos, matas enteras de guama… Una mata de esas se atravesó por ahí por balneario El Roblito y el agua del río se desvió e inundó al pueblo. Pasó mucho tiempo que el agua del río era lechosa, no se podía consumir… Entonces fue que alguien descubrió que la única agua limpia y cristalina estaba en el charco, y allí íbamos a buscar el agua para consumir… Recorríamos el pueblo entero con latas y las llenábamos con jarritos”, relata.

 

Eulises Santiago Féliz.

EN OTROS TIEMPOS

Para el agrónomo ambientalista Marino José, “el charco era lo que son hoy Los Pozos de Romeo, que los muchachos van a bañarse. Yo no le conocí dueño a eso, nunca; pero, si vas ahora, verás que alguien se ha apoderado de esa área. No sé si compró, o si ha sucedido como todas las áreas públicas de Pedernales, que la gente se ha ido apropiando y titulando porque la gente de Pedernales no hemos puesto el empeño para impedir que esas cosas sucedan”.

“Es un pequeño humedal, pero fue perdiendo la contribución de agua; por diferentes razones, se fue reduciendo. Entonces fue creándose un ambiente para la crianza de mosquitos. Y entró en plan de manejo por parte de Salud Pública, que tuvo un estricto control del mosquito anófeles”.

Según él, “ese charco estuvo ahí muchos años sin importarle a nadie; no sé qué importancia tendrá hoy que no sea un criadero de mosquitos”.  

El agrónomo y ambientalista Ricardo Estévez, en cambio, opina que es recuperable y se puede valorizar porque “en su entorno hay un microclima favorable y, por eso, Medio Ambiente debería estudiar esa posibilidad y crear allí un atractivo de turismo sostenible”.

Ricardo Estévez.

El ingeniero Tony Bretón, 75 años, asegura que ese lugar nunca tuvo dueño. “Ese sitio fue usufructuado por Maximiliano Fernández hasta que el Ejército necesitó hacer un campo de tiro. Entonces pasó de ahí hasta la ría Pedernales y Marcí se quedó con lo que ahora es barrio Miramar, al oeste de la Duarte. Marcí tenía ganado cerca, pero no en el charco. El ayuntamiento debe empoderarse y darle mantenimiento. El agua provenía de una afloración kárstica muy antigua”.

Alfredito Espinosa, 63 años:

“Era muy famoso en la década 50, 60 y parte de los 70. El agua corría y se juntaba con el mar. Los estudiantes hacíamos pasadías. Los profesores nos llevaban ahí para conocerlo y bañarnos. Hoy ese charco está en ruinas, queda un poco de agua sucia, totalmente contaminada, aunque se puede recuperar porque se mantiene ahí; tal vez es el agua del mar que le entra, o alguna vena de un río subterráneo. Hay que investigar”.

José María Muñoz (Cachón), 65 años, dice que “pocos muchachos de la época lo frecuentábamos porque vivíamos lejos, en la parte de alta de la comarca. Iban más los que vivían cerca, como los del asentamiento que había en lo que ahora es barrio Miramar”.

UN ATRACTIVO TURÍSTICO

El nombre del humedal no le viene del poderoso guerrero Caonabo, uno de los cinco caciques taínos que gobernaban la isla cuando llegó Cristóbal Colón.

David Sánchez (David Clerito) vive en el entorno.  “Conozco al dedillo toda esta zona. El nombre se debe al viejo Caonabo Molina. Él venía a botar basura por acá y luego se bañaba. Por eso le pusieron el nombre así. La gente del hospital trajo unos pececitos guppy y los echaron ahí para que se alimenten de los mosquitos. Pero todo esto lo vendieron los hijos”.

Ruber Matos, 64 años, hijo de una familia de pescadores, visitaba mucho esa área entre los años 1971 y 1976, pero no se bañaba en el charco porque, según él, para aquella época ya estaba contaminado, muy sucio.

“Nosotros salíamos mucho. Sabes, Caonabo era el esposo de una señora muy seria y religiosa que vivía en la calle Juan López, doña Carmela. Era empleado en el ayuntamiento y en una carreta que él tenía y tiraba con un caballo, recogía la basura y luego iba y la tiraba en ese charco que estaba por ahí, detrás de la emisora. Había unas mujeres que iban y se bañaban allí…y, en virtud de eso, la gente comenzó a llamarle el Charco de Caonabo. Luego, los hijos entendieron que esos predios eran de su papá porque el lugar tenía su nombre, pero él nunca se apropió de eso”.

Otro vecino del lugar, Eulises Santiago Féliz Reyes (Mellito). Nació en las playas de Barahona hace 84 años, pero migró a Pedernales en 1959. Su conexión ha sido permanente con el mar. Recuerda la llegada de los japoneses que formarían colonia en las lomas de Pedernales. Dice que tenían un glase que tenían cerca de la playa.

“En esos tiempos no había viviendas… El charco como una regolita que salía de abajo de la tierra (borbollón), de una raíz, y alimentaba el charco. Era como un manantial. Antes yo pensaba que esa agua era mala porque, creía, venía de una regola. Ahora es salobre porque el mar le mete agua… hay mucha lila, la lila vuelve cuando hay mal tiempo… Ahí cualquiera halla una jicotea; pueda que haiga porque cuando hay mal tiempo, ellas se meten en el lodo… En esos tiempos los cangrejos se arreaban como vacas, usté no tenía que ir al monte a buscarlos, ellos se metían en las casas… Todavía hay cuevas y aparecen. Aquí palomas a beber, patos, martín pescador”.

Un hijo de Caonabo, José Molina, sostiene que los terrenos eran propiedad de su padre.

Cuenta que “a raíz de la colonización de 1927, Trujillo, a los colonos les asignó lotes de tierras cultivables para sus familiares, y mi papá, al igual que muchos más, recibió ese beneficio del gobierno”.

No recuerda la dimensión de la parcela que, dice, le fue asignada, aunque precisa que no era tan grande, sólo servía para el sustento familiar. Expresa que su papá lo cultivó por un tiempo, pero una riada lo inundó y perdió el interés por la actividad agrícola, y luego comenzaron las invasiones del terreno.

“Ese charco, humedal como lo conocemos ahora, era el balneario de todas las personas de Pedernales. Nos bañábamos todos los muchachos, sobre todo los de la parte baja. El agua era agua limpia y dulce pese a la cercanía con el mar; tenía bastante profundidad en los lados. Había gallinas de agua, jicoteas. El charco, no sé por qué, se fue secando. Ahora está en una condición que, a veces, cuando hay marea alta, coge agua, pero sigue siendo un humedal y tiene su valor ecológico. Esa zona está poblada pero que creo que hay que luchar para mantenerlo”.

Un humedal es una superficie cubierta de agua estancada, permanente o temporal, dulce, salobre o salada, natural o artificial que incluye marismas, pantanos, turberas y extensiones de aguas marinas o praderas de yerbas marinas con una profundidad inferior a seis metros. Lo define así la Convención Ramsar, único convenio ambiental que se ocupa de la conservación de los humedales en el mundo (Irán, 1971), el que República Dominicana suscribió a inicios de 2000.

Un día de los años 90, Miguel Pérez regresó a Pedernales desde la capital. Se asombró. Vio que había dos o tres casitas en el área. No reconocía el remanso de paz que para él resultaba el Charco.

“Me di cuenta que nunca supimos protegerlo, nunca le dimos valor, la depredación de los árboles de su entorno lo mató. Al desaparecer los árboles, desapareció él”, lamenta.