En una de las primeras clases de sociología que tomé en LaGuardia Community College, hace ya 20 años, el profesor habló del racismo y de cómo hay personas que se autoconsideran y autodenominan antiracistas. Y puso este ejemplo: “Un amigo blanco y uno negro. Llevan años de amistad incondicional. Tienen un problema. ‘Ese maldito negro’ es lo primero que sale de la boca del blanco. Think about it and tell me you haven’t done it or thought about it”. Porque sí vemos color, incluso entre las personas de color existe el colorismo, lo que no vemos es hacia dentro. Nos negamos a la autorreflexión porque así la culpa no es mía, yo no tengo que cambiar ni adaptarme, yo hago mi parte, yo tengo amigos negros. El problema es de la gente que se victimiza, que vilipendia, que violenta, que lincha; el problema es de la generación de cristal, etc.

No. El problema es sistemático, personal y colectivo.

En todos mis años, pocos dirán muchos, nunca me había topado con tantas personas autodenominadas noracista “porque no ven color, solo humanos”, noble, ¿no? Sin embargo, sigo escuchando de sus voces las frases “se casó con un haitiano más negro que una goma”; “yo pensé que tu hija iba a tener la nariz ancha pero ya se le está afinando”; “y tú vas a ir a ese evento con ese pelo así”; “no cantes victoria, el pelo se le va a rizar”; “ni negro ni boricua” [me dijo mi propio papá]; “ese es un barrio de negros y es un asco, ahí no se puede entrar…”.

Yo soy racista (y soy machista), porque me crie en una sociedad que lo es y que me enseñó a ver lo feo en los rasgos negros, en la nariz ancha de mi abuela y en el pelo rizo de mi propia hija. Soy racista porque yo misma me odié la mayor parte de mi infancia y adolescencia por no haber sacado el pelo lacio ni los labios menos gruesos ni la frente menos ancha. Soy racista y me muevo en esferas racistas a todos los niveles. Por eso lucho todos los días de mi vida para cambiar, para deconstruir lo insertado, para reaprender, para considerar mis propios privilegios de mujer de piel clara, para ponerme en los zapatos de la otra persona. Lucho para que en las nuevas generaciones crezca el amor propio. Me esfuerzo en tratar a la otra persona no como yo quiero que me traten a mí, sino como ella, él o elle quiere que le traten (aunque a veces eso signifique irme en contra del establecimiento lingüístico; porque las personas son más importantes y porque entiendo que la lengua está viva y debe adaptarse a los tiempos). Me falta mucho, todo por aprender, que no quede duda, pero entiendo que solo la autorreflexión y la aceptación nos sacarán de este hueco, nos quitarán la venda, nos unirá y nos proveerá de oportunidades equitativas. Negarnos a ello es un acto soberbio y poco productivo, to say the least.

Black Lives Matter no es una moda, ni un movimiento excluyente (como tampoco lo es el feminismo); no es cuestión de separar, ni de quitarle a nadie sus derechos ni minimizar sus propios sufragios (eso ya se hizo antes y por tal estamos donde estamos) No es un fucking paño le lágrimas ni una excusa de autovictimización. BLM es, hasta cierto punto un pensamiento crítico, un intento necesario de visibilizar las desigualdades sociales explícitas e implícitas, intencionales o no, que persisten, discriminaciones étnicas que hemos venido heredando y alterando, transmutando, pero no sanando. Desigualdades que, ya erradicadas, beneficiarán todas nuestras sociedades.