Al amanecer descubrió que el Sol golpeaba fuertemente su cara. Estaba viva y eso la hacía feliz.
-Esa ventana del balcón, debo arreglarla—pensó.
Se levantó, bañó y fue hacia la cocina a prepararse su desayuno.
Bajó las 7 escaleras que la separaban del parqueo. Llegó al carro, lo encendió, subió el volumen de la radio y se dirigió al trabajo. Iba absorta, alegre, cantando, porque estaba ahí, viva, sí, viva y volvió a sonreír.
Había sobrevivido a ese terrible accidente, recordaba las luces del camión, el estruendo del furgón al desprenderse del cabezote, su auto acelerando para no ser tocada por el derrique del mismo.
Sudó recordando todo aquello y rio silenciosamente diciéndose lo afortunada que había sido de sobrevivir aquel día.
Terminó su trabajo, llegó a la casa, seguía feliz, estaba viva. Se desnudó y dirigió al baño tarareando la canción cristiana que tanto le gustaba y la llenaba de paz. Volvió a detener su atención en la ventana rota que tenía su balcón; era tan peligroso pararse ahí y decidió que después de ducharse llamaría al herrero para que la reparen mañana.
Al cerrar la puerta del baño se dio cuenta que ahí estaba, eso la aterrorizó; abrió la puerta como pudo, corrió despavorida hacia el balcón con el insecto enredado en su cabellera, la ventana- volvió y pensó, la maldita ventana- musitó, y gritaba, gritaba, frente a las miradas atónitas de los vecinos que observaban su caída, su inercia, su rigidez, mientras el insecto volaba feliz hacia otro lado.