“Nada es verdad. Todo está permitido”. (William Burroughs)

Al final, este artículo es tanto sobre Homero Pumarol como sobre mi, y sobre las vidas cruzadas de los dos. Aunque suene pretencioso, debo decir que la narrativa funciona como “Historia de dos Ciudades”, de Dickens. También debo decir que me importa un coño que suene pretencioso. Cuando le dije a Homerito que escribiría este artículo, a modo de solicitud de su permiso, y siempre aclarándole que “lo tiraría todo” al papel, en una forma de auto-incriminación total y absoluta (para mi), esperé un ceño fruncido, una mirada adusta, pero nada ocurrió. Felizmente, hay  regiones que uno no conoce en los parajes de las mentes de sus amigos. Homero dijo un ronco y simple “dale”, sus ojos oliváceos brillando en el sol de la tarde. Permanecimos en silencio un rato y luego repuso: “a mi lo que me queda es escribir, porque yo lo hice todo”.

La belleza está en el oído del que escucha.

La noción de “flagelo de las civilización” a la hora de hablar de las drogas recreativas, sea lo que sea que eso signifique, no se sostiene por muchas razones. Si no lo creen, lean el Libro de las Drogas de Escojotado, y se darán cuenta de que la humanidad siempre se ha valido de una muleta para alcanzar ciertos estados alterados de consciencia. El verdadero producto global distribuido con la más impresionante eficiencia es todo aquello que te hace subir.

En República Dominicana todo viaje del tipo emprendido por Pumarol y yo empieza con un tabaco de marihuana, como siempre sucede con la clase media con problemas existenciales.

En el barrio, esa era la norma y con los costos de la vida subiendo, Balaguer matando periodistas en los Doce Años, la Banda Colorá azotando barrios y abriendo cráneos pensantes por doquier, los dominicanos, gracias a los norteamericanos, se dedicaron a darse sus tabaquitos y pases introducidos en nuestro país por una suramérica que había cambiado los fusiles por la rama de coca, “brought to you by Uncle Sam”, y a Dios que reparta suertes.

¿Por qué no? De alguna forma había que olvidar los terrores de Trujillo, y la cosa no había cambiado mucho. Las opciones eran simples: oler perico, oler gases de bombas lacrimógenas.

El dominicano decidió… nadie quería terminar como Amín Abel. Y todo quedó decidido.

En Ciudad Nueva, donde me crié y viví toda mi vida, las cosas no eran muy distintas. El barrio se deterioró, pero no por las drogas, sino por la fuga de cerebros… los estúpidos siguen ahí, puedo darles un tour guiado con sus nombres y apellidos, direcciones y generales. Eventualmente, todos los que jugábamos béisbol utilizando la estatua de Badem Powell en el Parque Eugenio  María de Hostos como “home plate” nos hicimos profesionales y pasamos a jugar basket en la Liga Añeja del mismo parque, donde los domingos se libraba la Lucha Libre Internacional de Jack Veneno. Pero eso fue mucho después… en otro tiempo.

 

Vayamos más atrás: yo tenía cinco años de edad cuando conocí a Homero Pumarol. Aquello sucedió en el Colegio San Pío X, primero de los dos colegios privados que había en Ciudad Nueva (los otros eran el Santa Clara y el Mahattma Ghandi, en la Zona Colonial). Lo recuerdo a la perfección: los hermanos Pumarol eran trillizos, y Homero el único varón. ¡Idénticos, atrayeron las miradas de todos los que, con un mundo que terminaba en el Cine Triple, en el Malecón, y en el Río Ozama, del otro lado, no imaginábamos unos trillizos que no aparecieran sino en la página del Listín Diario titulada El Mundo es Así.

Nos hicimos amigos de inmediato, aunque no puedo recordar a qué jugábamos (como si eso importara a estas alturas).

Años después pertenecimos al equipo de baloncesto de la Casa de España, bajo el mando del legendario Miguel Angel Roldán (alias Gogó). Ahora tengo más detalles: codazos, tiros de larga distancia, camaradería, torneos en el circuito local de clubes deportivos, uno que otro campeonato, nadar en las piscinas del club escondidos de un recalcitrante y despreciable gallego llamado “Don Celestino”, quien odiaba todo lo que no fuera fútbol y quería meter al equipo de basket en una cámara de gas. Felices e indocumentados… en el Maverick rojo del Gogó (el manager del equipo más catorce integrantes y una nevera con agua), surcando la parte sur de la ciudad para visitar a otros quintetos en su casa, cuando no éramos anfitriones.

Eramos el Infantil de Casa de España… preadolescentes que no veían más allá de la canasta. ¿Cómo era posible? Catorce adolescentes en un Maverick… y hasta espacio quedaba para las ventosidades desaforadas de nuestra edad. La algarabía antecedía la llegada de aquel vehículo a cualquier lugar. No nos callábamos las bocas jamás. Era tanta la mierda que hablábamos que a Gogó debieron sangrarle los oídos cientos de veces.

¿Se puede pedir más plenitud?

Homero Pumarol y Rubén Lamarche se han juntado tres veces en la vida: la primera, como dije, siendo muy niños. Luego, unidos otra vez por The Police, la Casa de España y el baloncesto. Una tercera vez, por la literatura, el Licey, y la condición compartida de criaturas de la noche.

De estas, la esencial es la tercera. Homero hacía poesía, y yo ficción (todavía lo hacemos). Estábamos llenos de ira, resentimiento, música, y buenas intenciones muy mal llevadas. Homero era un guerrero esquelético y narizón. Yo un ex-gordo con ínfulas de Chesterton. Homero había escrito Cuartel Babilonia, un maravilloso librito de poesías infernales que había barrido con todo lo producido antes, durante esos mojigatos años ochenta, cuando las perras de la poesía anodina de aquella época no hacían más que masturbarse en Casa de Teatro por las palabritas complicadas que insertaban en sus disquisiciones pendejas sobre la “otredad”.

Poetas de cafetín a los que Homero le dio la gran patada cósmica en sus límpidos culitos literarios repletos de medios pollos regalados en la Cafetería Colonial.

Esos poetas, como dice Homero en “Los poetas de Ciudad Nueva”, son los que “vienen por el malecón desnudos fumando galones de rinse y shampoo”. Son los “fantasmas envueltos en fundas de colmado” que no saben dar “patá y trompá” porque son unos malditos cobardes.

Por aquel entonces Homero hacía un pésimo papel en una película aún peor, en la que estudiaba derecho en una universidad cerca de usted, amable lector. Por supuesto, el asunto estudiantil no terminó bien y el poeta mandó la universidad a la misma mierda gracias a uno de sus profesores que le dijo: “usted es escritor, usted es poeta, deje esta vaina de estudiar leyes”.

Y así lo hizo.

Más tarde, Homero se fue a México a ponerse en lo suyo, en este caso, a la New Mexico State University.

“Allí fui Assistant Teacher y todo eso”, me cuenta. En la universidad conoció a Rosario, una poetisa lesbiana, y se hicieron grandes amigos del día y de la noche. “Uno, para el estribo”, decía ella, cuando terminaban la jornada de bonche, casi al amanecer. Allí Homero leyó, leyó, y leyó más. También escribió.

En el frío de esos amaneceres fue que Rosario, una noche, le dijo: “quédate mirando entre esos arbustos… hagas lo que hagas, pase lo que pase, no quites la mirada, no dejes de ver”. Casi amanecía y, para los dos escritores, era peligroso estar tan cerca del puesto de frontera con Estados Unidos. Homero se concentró, y vio: “eran dos tipos, corriendo como el diablo, pasaron, sus sombras, como dos relámpagos negros”, dice Homero, refiriéndose a los mojaditos que cruzarían con éxito aquella noche hacia una vida que no conocían entonces.

De la universidad Homero consiguió empleo en la agencia publicitaria DDB en Ciudad México, Distrito Federal. Aquellos fueron años de noches largas en una casa gigantesca que alquiló en un barrio tranquilo de la populosa ciudad. Noches largas, pero no tranquilas. “La vaina en México era memorable. Aquí, en este país, no saben nada. Mejor así. Esto se iría a la mierda Rubén”, me dice Homero. ¿Cómo así? Homero pierde un poco la paciencia. “¡La calidad imbécil!”, casi grita. Digo un aaaaaaahhhh que no salvaría a nadie del cadalso y me callo.

Un clásico de la poesía de Homerito es Jack Veneno ha muerto, de su libro Cuartel Babilonia: un librito sumamente coqueto que guarda cierta semejanza con Howl, de Allen Ginsberg. Aquí va:

Cuartel Babilonia

Jack Veneno ha muerto

Esta mañana en el carro rojo de Deseo

dando vueltas al Parque Independencia

mientras intentaba enrolar un tabaco

en la portada del National Geographic

lo pude leer con estos ojos

JACK VENENO ha muerto.

Deseo inmediatamente rompió aguas,

así de feo, así de cero, así mismo,

sí, ese es su deseo,

y lloró y lloró y lloró

porque además no encontramos

una puta suficiente para los dos

y porque no hay nada que hacer sino llorar

y dar vueltas al Parque Independencia

que es el parque más feo de la bolita del mundo.

…y llorar y dar vueltas al parque Independencia y al tabaco

y terminar de enrolarlo a lágrima viva

del mismo lado de la calle El Conde,

entre los borrachos de a pie, los maniceros,

las barrigas verdes de polyester de los policías,

los carros públicos, las guaguas voladoras

y siete locos que iban corriendo, llorando, gritando

"degracimao, hijoetumalditamai, mamagüebo"

a un pintor que corría y lloraba y gritaba más rápido que ellos

y que les había robado todas las piedras

que ahora ellos no tenían y que ya nunca nadie podría tirar.

JACK VENENO ha muerto,

el campeón de la bolita del mundo,

el líder de la cuadra de los técnicos,

que luchó en mi sueño a trío con Blue Demon y El Santo

contra Frankenstein, El Hombre Lobo y La Mujer Maravilla;

JACK con Forty malt, un brazo de poder en cada cucharada,

con el salami especial de mallita,

con SangYang ahí van,

champú, rinse y acondicionador BPT,

con Avispa al pelo y piojo al suelo,

JACK saltando con la bota preparada

desde la tercera cuerda hasta el infinito;

el hijo de Doña Tatica,

el hombre de pelo en pecho,

que venció a Rick Flair con la polémica

por la faja mundial,

que acabó con El Vampiro Cao

y con La Gallina Relámpago Hernández.

Relámpago te jodieron,

Relámpago te agarraron comprando crack en Catanga,

Relámpago qué mierda es el congreso,

en mi inodoro ha crecido una mata gigante,

hay telarañas en los lavamanos,

tengo seis días sin luz,

la policía pone cada vez más cara la yerba,

mezclan la coca con azúcar de leche

y al final uno parece cada vez más una gallina

picoteando polvo en el vacío.

Relámpago vuelve a la cuadra de los rudos,

te lo piden los muchachos de La Victoria,

Relámpago vuelve por Deseo, por Vickiana, por Luis Días,

por Aramis Camilo y su organización secreta.

JACK VENENO HA MUERTO

Nietzsche lo sospechó desde un principio,

Deseo aún no para de llorar

y no hay una sola puta suficiente

en todo el Parque Independencia.

 

Un diálogo entre Homero y yo va más o menos así.

Homero: dime Lamarche, ¿en qué estás?

Yo: escriiendo como un perro. ¿Y tú?

Homero: también, pero me canso mucho.

Yo: ya.

Homero: acaba de darme los cuentecitos esos para leerlos y ver si valen la pena.

Yo: no valen la pena pero te los voy a dar como quiera para que los leas.

Homero: ok.

Yo: …

Homero: …

Yo: Homero, aquella vez que tumbaste el bizcocho de una boda, ¿te acuerdas?

Homero (riéndose): ¡pero claro! Me lo contaron al otro día…

Yo: ¿estabas malo?

Homero: ¿oh-oh? ¡Grave!

Yo: ¡bárbaro!

Homero: eso sí, me lo contaron al otro día. En la mañana, porque yo siempre estaba grave después de cierta hora.

El incidente del bizcocho de bodas no ha sido perdonado por mucha gente todavía. Ami me da mucha risa, y ese es mi derecho.

Así que me río…

Homero: hasta los plataneros me decían “¡coño Homero que cojones!”. ¡Lo supo todo el mundo!

Yo: ¿recuerdas cuando me rompiste el carro?

Homero: ¿y cómo?

Entonces se queda ensimismado, pensando.

Homero: ¿yo te rompí un carro? ¿Yo? ¡Coño Lamarche! Tú me estás relajando.

Yo: es verdad. Mi primer Toyota Camry. Era azul. Te encontré en SoHo. Estabas como una cuba. Te habías bebido un té.

Homero: … (sonriendo). ¡Mierda!

Yo: eso mismo pensé yo… mierda.

Homero: pero tu seguro que no estabas muy sano.

Yo: estábamos en SoHo Homero. ¡Nadie iba sano a SoHo Homero!

Carcajadas. Luego nos calmamos. Homero sorbe su té verde porque eso lo relaja. Lo noto cansado. Aquí donde nos encontramos, en La Alpargatería, se escucha The Kinks y The Cure y nosotros tomamos té y unas galleticas adictivas de vainilla con algo más que no puedo definir y no es Mary Jane). Hace fresco y, en el fondo, escuchamos el tronar y batir de los jugadores diminutos de futbolito manipulados por dos ineptos que se asomaron hace un rato al patio del lugar, y preguntaron si allí sirven “emuthis de fresa”.

Enciendo un cigarrillo.

Homero: mire mi hermano lo que yo no hice no existe…

Yo: seguro que hay muchas cosas pero si tu lo dices…

Homero: ¡dale!

Yo: K-Special?

Homero (retándome): ¡hecho! Sigue…

Pienso, mirando las ramas que copan el patio de La Alpargatería. A ver: perico, marihuana, rohipnols y todo tipo de tuercas, té de hongos, de campana, de coca, diablillo, papelitos… y al fin me viene una a la cabeza: Cohoba.

Yo: no te has dado Cohoba…

Homero: ¿Co-qué?

Yo: Cohoba.

Homero: bueno….

Yo: ¡óyeme! Te acordarías. Digo, te acordarías, así como que más o menos. Eso era lo que se daban los indios de aquí. Semillitas machacadas de cohoba. Se daban unos pases y hablaban con los semies. Luego jugaban a la pelota… que no era pelota nada, como quieren decir aquí. No era béisbol (eso lo inventaron los gringos). Se parecía, en todo caso, al fútbol…. Solo que con una piedra en vez de una pelota.

Homero: tú me estás jodiendo.

Yo: no.

Homero (riendo a carcajadas): ¡pero esos indios estaban más locos que-l carajo!

Yo: imagínate.

Homero: un chivitos jarto-e-jobo es lo que uno es…

En esos tiempos, uno andaba siempre con “lo suyo”. Tener “lo suyo” en el bolsillo te otorgaba entrada a una habitación segura. No dependías de nadie. Ese abultamiento que tocabas de vez en cuando para asegurarte de que seguía allí, de que el hilito de coser no se había desatado, era como un bálsamo que te decía “no te apures, no hay de qué preocuparse… estás sano todavía, no has hecho ningún disparate”.

Homero: ¿te he contado alguna vez sobre la boda en la que tumbé el bizcocho?

Yo: ¡nunca!

Homero: ¡yo ‘taba grave-grave!

En la introducción de su obra seminal “El almuerzo desnudo” (Naked Lunch), William Burroughs narra parte de sus tropelías, farrucas o rumbas en la ciudad de New York. Si bien el autor no define con pelos y señales la gran urbe, queda entredicho: él la llama la Interzona, y en ella conmuta entre New York y Tanger, que es donde se encuentra esta zona media entre la realidad y un sitio donde el tráfico de pieles, y de ciempiés, es natural. Burroughs era un millonario de cuna que se desvió de su camino republicano y prometedor. Escogió ser escritor y a finales de los años ’50 llegó a New York con una pistola, primera de una numerosa colección personal (y probablemente la que usaría para matar accidentalmente a su esposa, más tarde), en un maletín, acompañado de la Olivetti que probablemente sería el modelo de la agente de la Interzona que sería su control (en el lenguaje del “Whitehall” de LeCarre) y con quien compartiría sus hallazgos de inteligencia en su libro más importante (la máquina de escribir pertenecía a la facción de las cucarachas: ver “Naked Lunch” de David Cronenberg, con Peter Weller y Judy Davis).

Una vez en New York Burroughs se dedicó a escribir y a  conocer gente: Allen Ginsberg, el poeta autor de “Howl”, Jack Kerouac (autor de “On The Road”, “Visions of Gerald” y otros tantos libros), el poeta y dueño de la librería City Lights Lawrence Ferlinghetti (esta, en San Francisco), y a Neal Cassady.

“Howl” marca de manera especial la poesía de Homerito.

En “Naked Lunch”, cuyo título fue puesto por Kerouac (después de leerlo el escritor dijo: “pues esto es lo que es… lo que ves al final del tenedor”), Burroughs habla sobre el rito del capeo: “el pusher siempre te hace esperar”.

Eso es todo.

Otro poema, en este caso de mis favoritos, de Homero es Ciudad México, Corrida y Delegación. Aquí va:

Ciudad de México, corrida y delegación

Esta ciudad yace en mí sin obituario.

Sus taxis ruedan sobre mi cráneo,

sus luces queman mi cielo.

 

Una vez traté de hacerle un poema

y desperté corriendo desnudo por la calle,

seguido por una turba que me gritaba ladrón.

 

Esta ciudad de iglesias es mi infierno.

Sus ángeles me siguen, vendiéndome carnitas,

sus demonios se desvelan con mis monedas.

 

Me atormentan sus periódicos y sus mujeres feas,

me castigan sus cantinas,

sus filósofos de fútbol me amargan el ron.

 

Esta ciudad de tambores se mete en mis sueños,

ladra con mi lengua,

acaba con mis zapatos y con mi buena fe.

Una vez traté de hacerle un poema y desperté en la cárcel.

En ocasiones, cuando Homero repite mucho las anécdotas, las historias, los cuentos o los poemas que tenemos en común lo llamo “Tía Olga”. Lo llamo de esa manera a pesar de que, de hecho, tengo una tía que se llama Olga: mi segunda madre, mi resguardo… que si lee esto me cuelga de los testículos del elevado de la Avenida Italia. Le digo así a Homero porque, como cualquier viejecita de ochenta y dos años, en ocasiones repite mucho las cosas, sobre todo cuando está muy cansado.

En esos momentos, cuando está presente, Jaime Guerra dice “llegó tía Olga”. Cuando Homero se enfurece, que es muy frecuente, entonces el personaje es “mecha corta Pumarol”… porque los Pumaroles de esa franja de Higuey son antológicamente mecha-cortas.

Homero corre seis kilómetros diariamente. Pero eso no siempre fue así. Antes se fumaba y consumía seis kilometros de otras cosas, empezando por cigarrillos, ron y perico.

Lo que pasó en medio de los primeros seis kilometros y los otros seis kilometros es lo interesante:

El accidente

Era de noche (siempre es de noche), y Homerito conducía su Mazda 929 por la Anacaona como si fuera a volver al futuro. No hay subtramas ni historias ocultas en lo que le pasó. Sencillamente, Homero chocó yendo de este a oeste un poco después de pasar la Núñez de Cáceres. El carro se convirtió en un ovillo alrededor del árbol. Fue entonces cuando dos chicas españolas que pasaban por ahí en su noche de fiesta particular, tuvieron a bien detener su vehículo y ayudar. De no haber sido por ellas, Homero habría firmado con el Escogido (que es lo mismo que morirse), lo cual no le habría caído nada bien ni a él ni a mi ni a mucha gente. Las españolas llamaron a la policía y estos a una ambulancia. En ese justo momento, los padres de Homerito, doña Alba Santos y el Dr. Homero Pumarol, se hallaban de vacaciones en Italia.

Homerito salió del accidente con un brazo y la clavícula rotas, además de un sinfín de golpes en todo el cuerpo. Pero eso no es ni paja de coco: con el choque, el en aquel entonces prometedor talento de la poesía y dilettante en ciernes se metió por el hoyo detrás del conejo… múltiples traumatismos y una contusión cerebral severa… y para cerrar, un topping de tres mese en coma luego del accidente.

Sin memoria, Homero veía el vacío. Sin poder hablar o moverse, la perspectiva de recuperación total era casi nula. Sus cuatro hermanas (Larissa y Julissa, además de Alba, la doctora que saltó a un avión en la primera oportunidad, y Pierina, quien vive en Santo Domingo, igual que las trillizas), se reunieron alrededor de su hermano nada más escuchar la noticia.

¿Qué vino después? Rehabilitación, psiquiatras, un tubo de pastillas, silla de ruedas, conmisceración.

Han pasado más de cinco largos años después de aquella noche.

“Ponte comparón carajo”, le decía el terapista de rehabilitación a Homero cuando, agotado, desfallecido y apenas sosteniéndose de las barras para caminar, decía que ya no aguantaba más. “Usted es un hombre buenmozo, vamos, vamos, a caminar, usted tiene que caminar”, me cuenta Homero.

Quien regresó fue otro Homero Pumarol. El poeta salvaje sigue allí, agazapado, pero ahora está lúcido, aunque un poco torpe en el caminar, cuando está cansado.

Recuerdo la primera vez que lo vi después del viaje al otro lado del espejo. Estaba de espaldas saludando efusivamente a un sujeto, probablemente uno de esos lambones que visitan las exposiciones de pintura para tomar Brugal gratis (¡antes eran exclusivos de la Zona Colonial pero ya llegaron hasta las galerías de Piantini!), a quien Homero no podría reconocer ni sano, porque no lo conocía… (de hecho, muchos aprovechan su osada celebridad underground y saludan a Homero como si fuera un duende que se encontraron en un cementerio, o como si se hubieran encontrado capeando).

Me dije: ¡coño!

Y fui hasta donde estaba parado.

Me coloqué justo detrás de él y lloré: por mi amigo que estaba vivo. Porque, con todo y lo que hacíamos o hicimos, estábamos vivos. No fue arrepentimiento porque nunca me arrepentiré. Yo, como Homero, soy un pendejo ciego que busca algo en medio de este charco de lodo que llamamos mundo. Lo que sentí fue un deseo irrefrenable de pedir que todo terminara. La alucinación en que vivíamos, porque tampoco era una pesadilla que digamos. Que terminara la ansiedad y los días de ron y tristeza y perico y el “rush” de capear y esperar y olvidar las narices ensangrentadas y el moco espeso y el cansancio. Y olvidar la rutina y ya no necesitar… todo eso que, después de todo, no está nada más que aquí arriba, en nuestras cabezas. Y de repente, cosa rara, porque soy un fatalista, tuve la certeza de que, como decía el letrero de Jaime Guerra en la habitación de hospital de Homerito cuando este yacía en la cama como una berenjena enyesada, “todo va a estar bien”. De que el dolor se calmaría y se convertiría en otra cosa. Y de que finalmente podríamos dedicarnos a escribir, aunque no en paz, no nos engañemos, porque la paz se la inventaron un grupo de obispos y cardenales blenorrágicos y gonorréicos que bebían láudano, y los políticos con esfínteres cosidos que aparecen en medio de la nada a decirte que todo va a estar bien… el escritor vive en jaque, al borde, a punto de… el escritor vive en el maldito precipicio de su creación, y cualquier otra opción, está del otro lado del espejo.

Le pregunto a Homerito si a veces no se encuentra con un mono. Si no se le aparece en el momento menos indicado.

“Para nada Lamarche”, me dice. “A mí me resetearon, recuérdelo”.

Pienso en mí y en la forma en que Homerito, junto a Iván Herrera, me salvaron la vida (de no ser por ellos estaría en el fondo del mar en este momento).  Esa fue la forma en que a mí me resetearon: “la desesperación es esencial para la toma de decisiones claves y radicales”, decía Willima Burroughs. ¿Quién lo diría?

Esto me demuestra que juntos permanecemos y divididos caemos. Así es la vida. Después de todo, mientras exista algo sublime como las albóndigas con moro de guandules, aguacate y plátanos fritos, no todo ha terminado, y nosotros seguimos, lápiz en mano, al pie del cañón.

 

* Una versión más breve de este artículo apareció en la revista SDQ.