Se puede afirmar que el caudillismo literario es una corriente afincada en la cima de una literatura, cuya primacía se sostiene, sobre la base de su pensamiento y sobre la base del poder creativo del escritor. A menudo, el caudillismo literario adopta diferentes facetas y tiene sus propias variantes: Una de ellas es el populismo. La visión populista de una literatura puede convertir a un escritor en caudillo literario. Esta idea se aplica de acuerdo con la visión que tiene este sobre la lengua. Si es poeta, puede adoptar formas sencillas en el decir poético, con la ausencia de elementos simbólicos y sin conceptualizaciones oscuras, empleando a su vez metáforas simples e imágenes asequibles. De forma tal que su literatura sea expansiva a las grandes masas de lectores a quienes va dirigida su producción literaria. Se trata de una poesía con ribetes populares, buen manejo del ritmo, las imágenes y los temas que aborda. En cierta medida, el poeta caudillista procura con su literatura, el bienestar espiritual de sus lectores para simplificar de una manera elocuente, los estados del alma.
Esta corriente se asume en virtud de que ningún escritor podrá sustraerse de las ataduras ideológicas, de los trastornos históricos, ni de las preocupaciones sociales de una época y mucho más si pertenece a ella como actor político y como actor social. Ya que el escritor es un reflejo de las pasiones sociales y culturales que dominan los acordes del tiempo en el que vive.
El sistema educativo es uno de los estamentos que ha contribuido, en gran medida con el establecimiento de la corriente caudillista en la literatura, sobre todo, por su responsabilidad directa con la enseñanza del español dominicano. Es pertinente aclarar que nuestro currículo, nunca pasó de reconocer cinco o seis novelas en torno a las cuales debe girar la enseñanza de la literatura dominicana, a saber: Enriquillo, La sangre, La mañosa, El masacre se pasa a pie, Over, y Cañas y bueyes. En última instancia poemas como Ruinas y Hay un país en el mundo. En el caso del cuento, Dos pesos de agua, La mujer y Los amos.
Por otro lado los críticos literarios son los más llamados al establecimiento de una literatura caudillista, quienes promueven única y exclusivamente a figuras consagradas, mediante el apoderamiento de los medios de comunicación por donde se difunde la literatura. Así como de los cónclaves donde se debaten las ideas literarias cuyos escenarios principales son las academias. Entre otras consecuencias, intervienen además la desorganización de una crítica y la falta de sistematicidad de la misma, cuyos vientos desatan el autoritarismo y el mesianismo.
La existencia de capillas literarias alrededor de las cuales se congregan determinados críticos o grupos de escritores bajo la sombra de unos “manifiestos”, “principios estéticos”, “postulados estéticos”, o teorías lingüísticas importadas, ha contribuido en gran medida a establecer el caudillismo literario. Por lo visto, esta corriente arrastra consigo sus propias consecuencias: Cuando los críticos literarios tienden a sectorizar una literatura desde el punto de vista ideológico. Cuando adoptan el “silencio tenaz” frente a un escritor a quien ignoran, o cuando se deriva de ellos el fuego de una crítica infundiosa hacia un escritor específico, contribuyen, a silencia una voz, sin que esa es la función esencial de la crítica. En última instancia, también el caudillismo puede crear decadentismo, gracias al desconocimiento de los escritores emergentes.
El poder del caudillismo está amparado sobre la idea de una literatura de fundación, cuyo posicionamiento y hegemonía ha permanecido por décadas. Esto es, porque el caudillista literario es capaz de crear una obra con poder persuasivo, si es posible, atrincherado en un movimiento literario y desde ahí proclama su estética, cuyos postulados se convierten en sentencias irrebatibles que deben ser asumidas por las masas de acólitos como recetarios estéticos y verdades absolutas. Esa visión mesiánica de la literatura es una de las consecuencias de su establecimiento.
En el germen de una literatura se puede rastrear el origen de una ideología social. De manera que quien domina el discurso político de una época domina también el discurso cultural. A sabiendas de que en nuestra vida republicana, desde la segunda mitad del siglo XIX hasta muy avanzado el siglo XX, el escenario político estuvo dominado por caudillos, es pertinente el nacimiento de una literatura que marque el termómetro ideológico de la época. Lo que demuestra que el caudillismo literario es un fenómeno agazapado en el fondo de la conciencia nacional. Como forma de pensamiento, es una herencia de nuestra América que, fundamentalmente fue tierra de caudillos. ¿Quién niega a César Vallejo, a Pablo Neruda y a Octavio Paz como los genios principales de la poesía caudillista en América Latina? En el caso nuestro, el caudillismo es el producto de la idiosincrasia cultural y de cómo este fenómeno fue fraguándose en la psiquis del hombre dominicano.
El caudillismo, puede surgir en un momento de debilidad de una literatura. Si es posible, una literatura alejada de las vanguardias, como le sucedió a la nuestra. Quizás por aislamiento geográfico, quizás por atraso económico, por la pobreza educativa del país, o por causa del atraso social. Indicadores estos, que otrora, probablemente provocaron una visión pobre y localista del quehacer literario. Aun así, se supone la llegada tardía, de muchos literatos dominicanos a las filas de las vanguardias latinoamericanas. Podría decirse que Bosch llegó tarde al movimiento criollista, igual le sucedió a los poetas que merodearon las cercanías del modernismo de Darío, tras la presencia de elementos simbolistas de la poesía francesa. Esa misma estética proclamada con la bandera del versolibrismo fue la que asumió Domingo Moreno Jimenes en su movimiento Postumista.
Si se plantean estas inquietudes es porque en nuestra historia literaria ha habido obras y escritores con mucha calidad, los cuales no han llegado al gran público, víctimas de una práctica caudillista y por tanto condenados al olvido y al ostracismo.
En el año 1984, por decisión del Congreso Nacional, se otorgó a Pedro Mir la categoría de poeta nacional, una decisión muy peregrina en la que intervino, sin duda un componente político. Sin embargo, ese mérito otorgado de manera inconsulta, a espaldas de las academias, y de la intelectualidad dominicana ignoró por completo la figura, en quien debía recaer tal galardón. Lo cierto es que muchos críticos y literatos piensan que se hacía más justicia entregando esa categoría a Manuel del Cabral. Poeta fértil y de gran vuelo imaginario, quien tiene una poesía y una literatura muy acabada desde el punto de vista lírico y conceptual y reúne, en toda su producción una visión universalista y estéticamente abarcadora de la cultura y del hombre dominicano; en cuanto que ha ayudado a forjar una idea antropológica del ser y de la identidad como elementos que fortalecen, sin duda, la conciencia nacional.
También se ha creído por mucho tiempo que los méritos de los grandes poemas dominicanos le corresponden exclusivamente a Yelidá de Tomás Hernández Franco, Hay un país en el mundo de Pedro Mir y Vlía de Freddy Gatón Arce. Olvidando que otras piezas de largo aliento como Círculo de Lupo Hernández Rueda y Rosa de tierra de Rafel Américo Henríquez son excelentes producciones desde el punto de vista de la temática, los valores formales y los presupuestos estéticos, en definitiva, poco estudiados por la crítica dominicana y poco difundidos ante el público lector.
Sin duda que en el interior de la corriente caudillista predomina un temperamento intimista. El caudillista literario hace de su literatura un credo, y desde allí, su cantata religiosa se convierte en un dogma irrefutable. De manera que en el inconsciente ideológico de esta corriente se practica también el autoritarismo y el caciquismo. Quiérase o no, la visión caciquesca es individualista y ha sido predominante en nuestra historia literaria. Así tenemos los caciques de la poesía, los caciques de la novela, los caciques de la crítica literaria y los caciques del cuento. Aunque hayan existido buenos cuentistas en la República Dominicana, Bosch es el cacique del cuento. Está considerado por la crítica nacional e internacional como el gran maestro. Cuando hablamos del cuento dominicano, necesariamente en el imaginario colectivo, está colocada la figura de Bosch como autor señero de nuestra modernidad cuentística.
En buena medida podría pensarse que la visión caudillista es propia de un pensamiento silvestre, o que es un producto ingenuo de la cultura. Sin embargo, este fenómeno existe como resultado de un sentimiento agazapado en la cultura dominicana que por una causa u otra, es hijo legítimo del caudillismo político y ha sacado sus garras hacia un costado de la cultura, como es la literatura.
Ese vicio de la crítica dominicana con tendencia a sectorizar textos y escritores de manera sentenciosa es una forma hegemónica de practicar el caudillismo literario. Ahora bien. ¿Es malo el caudillismo literario? En Crítica de la razón pura Enmanuel Kant sostiene que las cosas se convierten en fenómenos cuando están en la mente de la gente. Como sujeto de la circunstancia histórica, el caudillismo literario no solo está en la mente, sino también en el ADN cultural de los dominicanos. Tratar de erradicarlo representa una batalla de gran envergadura, toda vez que el caudillismo literario crea paradigmas y es icónico. A través de él, hemos conocido el temblor de una literatura y sus fauces internas. Lo podemos ver como diagnóstico y como espejo de la cultura, lo que nos ha dado la oportunidad de evaluar nuestras fortalezas y nuestras falencias en el tiempo.