El día que ignoraba que mi amigo Conde Olmos Golibart había muerto, era sábado a media mañana del 26 de marzo, y hacía mi entrada acostumbrada a la librería Cuesta. Antes de entrar, pensé que una persona parecida a Conde estaba en el área de comida del supermercado Nacional, y hasta intenté cruzar a saludarlo.

Aquel que está al fondo se me parece a Conde, me dije. Pero como no estaba seguro, seguí raudo hacia la librería. Hace mucho que no lo veo, pensé. No tenía yo diez minutos dentro del lugar hablando con mi amigo y abogado, Chago Rodríguez, cuando se me acerca el subgerente, Ricardo López, nervioso y triste, para decirme: ¿Supiste que Conde murió? ¡No! ¡Pero si te ibas a preguntar, pues hace diez minutos vi una persona que creí era él!, exclamé. No lo podía creer.

Me turbé, di vueltas sobre mí mismo, atribulado y confundido. Un nudo se me clamó en la garganta. Miré los estantes y los anaqueles intentando calmarme, y acaso para tratar de buscar a mi amigo fallecido entre los libros, donde solía sumergirse y refugiarse.

Pero cálmate, ya no se puede hacer nada, me dijo Chago. Salí de la librería, con un sabor amargo, diferente a como salía siempre. Desde ese instante ya no fui el mismo. Al día siguiente, acudí a la funeraria con el temor de desplomarme.

Antes, para saber la hora del funeral, llamé a Vianco (nuestro amigo común), quien literalmente se echó al hombro, junto a Eli Heiliger, la enfermedad, la caída, el calvario y la muerte de Conde Olmos.

Esa llamada a Vianco me perturbó aún más, hasta el punto de que apenas podía sostener la conversación y dejar salir mis palabras, y contener las lágrimas al oír su testimonio, entre la rabia y el dolor.

Me contó toda la pasión, la agonía y el deterioro de la salud de Conde. Me impactó, pues lo ignoraba y lo desconocía. Siempre pensé en su final triste y rápido, y hasta llegué a comentárselo a Ricardo y a Mirka, sus dos paños de lágrimas en la librería, sobre todo a partir de un primer episodio con su pie diabético. Hacía un mes que le pregunté a Ricardo por Conde, ya que tenía un buen tiempo que dejé de verlo en los pasillos de la librería Cuesta.

 

La mañana dominical en que lo despedimos en la funeraria, no tuve fuerzas ni valentía para acompañar a mi amigo Vianco y demás amigos en el cortejo fúnebre, aunque me lo pidió, al igual que Liliam Fondeur, otra amiga común y admiradora de Conde.

No sé el por qué me afectó tanto la muerte de Conde. Me sentí culpable. Creo que todos debemos sentir lo mismo. Quizás es normal esta reacción. Y sucede siempre porque creemos que los amigos son eternos y que no se enferman.

Nunca estamos aptos ni para morir ni para ver morir a los demás: a ningún familiar, ni cercano ni lejano ni conocido.  No aprendemos nunca a enterrar a nuestros seres queridos, sino a que nos entierren a nosotros –cosa imposible–, y por eso nunca terminamos de aprender, ya que no hay un aprendizaje de la muerte, pues es una experiencia intransferible, y por tanto, nunca vemos esa “otra orilla”, como dicen los budistas.

Y como bien dijo el griego Diógenes Laercio: “No sabemos lo que es la muerte, pues cuando ella está nosotros no somos y cuando nosotros estamos, ella no es”. La muerte siempre nos sorprende, nos abate y nos conturba, pese a que ocurre todos los días del mundo y, no sin frecuencia, a nuestro lado, porque la muerte siempre está en otra parte –no solo la vida, como dice Milán Kundera. O así lo creemos.

Se debe a que en Occidente no se nos educa para la muerte sino para la vida, contrario a en Oriente, como dijo Octavio Paz. No queremos que la muerte ocurra. Todos sabemos que existe, pero deseamos que suceda después de la muerte de uno mismo para no sentirla, ni sufrirla ni padecerla, y para que no nos duela.

Y como no sabemos cuándo se interrumpirá la vida de uno -aunque es un signo de felicidad vivir con esa inocencia u olvido-, nunca pensamos en ella, y si acaso lo supiéramos -cuando su hacha o su espada, de esa parca inmisericorde, se abatiera contra nosotros-, todos nos acostaríamos a dormir para no verla. Sería la mejor forma de morir o de ejercitar el arte del buen morir.

Así pues, nunca estamos preparados para verla de frente a los ojos: nos aterra y nos enceguece.  Y nos horroriza por la descomposición del cuerpo y porque con la muerte del otro se interrumpe la conversación, la presencia, la compañía, la mirada y la palabra del ser querido o amado.

De ahí que siempre estamos aplazando la idea de la muerte, y casi nunca es un tema de conversación, pues buscamos los placeres de la vida; no la desdicha sino la dicha; la felicidad y no la infelicidad.

Por eso evadimos hablar del dolor, las enfermedades y la muerte porque son experiencias intransferibles, y acaso por eso no pertenecen a la presencia sino a la ausencia, a algo lejano, cierto, indefectible e inevitable, pero inefable, misterioso, siniestro y doloroso. Y porque siempre estamos huyéndoles a experiencias desagradables. En fin, que no hay palabras para definir la muerte ni el dolor de una ausencia, ni el abismo que separa a los muertos de los vivos.

Pero como aquí hemos venido a dar un testimonio del amigo ido a destiempo (siempre se muere a destiempo, es decir: siempre morimos a destiempo), no hablaremos de su agonía y muerte, sino de su memoria y de los gratos recuerdos que pasamos, y porque Vianco, ese samaritano y maestro de la solidaridad y la lealtad, me pidió que hablara del Conde lector, y he aquí mi opinión: buscador de los tesoros del conocimiento, lector voraz y apasionado amante de los libros, Conde estaba informado como pocos en este país, en narrativa, poesía, ensayo, reportaje y crónica.

Conocía la geografía de la librería Cuesta como nadie. Era, si se prefiere, un colaborador voluntario y un ayudante honorífico, cuando se trataba de ayudar a encontrar un libro en las estanterías de Cuesta a cualquier cliente. Leía allá mismo los libros que no podía comprar. Sabía donde estaban.

Era un habitué, y acaso un fantasma de ese espacio. Allí transcurrían sus días. Cuesta le sirvió de paisaje, entorno, lugar de respiración y estímulo de vida. En cierto modo, le prolongó su vida.

Contribuyó a atenuar los avatares de sus desdichas y a disipar los males, las ansiedades y las angustias cotidianas de su vida dura, agreste y hostil. Esa librería, en efecto, actuó como mecanismo de resiliencia social.

Pocos como Conde han vivido para leer.

Solo algunos de sus colegas periodistas sabían de su talento creativo, capacidad de redacción y bagaje informativo. Siempre le dije Condesito o Condesuá con cariño, y no sé la razón. Era tan efusivo, locuaz y afectuoso. También era firme, crítico y veraz, como buen periodista que hace del oficio una vocación ética.

De mirada firme: nunca bajaba la cabeza ni la inclinaba para oír a su interlocutor. Era de los que miran con tajante atención a los ojos del oyente. En definitiva, los libros y la lectura le dieron sentido a su vida.

Su pasión lectora y su fervor por la palabra escrita hicieron de su vida un estilo, y de la cultura libresca, una moral y una ética del buen vivir. Parecía un monje laico porque no tenía ambiciones materiales ni se vendió al mercado político ni se dejó seducir por las leyes consumistas del capitalismo.

Vivió sin deseo de gloria ni búsqueda de fama. En fin, vivió en la sombra y el silencio, fuera de los ruidos del poder, y de los reflectores seductores de los vicios, pero bajo el signo del estoico. Su único vicio fue el ocio lector. Fue un rebelde con causa y un ser digno de admiración, que huyó a que lo vieran con lástima e indulgencia. Es decir, vivió con dignidad y decoro, y eso nos deja como legado, lección de vida y recuerdo. Su familia éramos sus amigos, como me dijo un colega.

En la librería Cuesta, Conde, no volveré a ver tu figura solitaria y nerviosa, y con un libro en la mano, pero sí tu luz, irradiando los anaqueles y los estantes, ni tu mirada dibujando las portadas de los libros, y colocándoles un separador a cada libro inconcluso, que seguirás leyendo y concluyendo en la eternidad. “Tira pa´ lante”, era su despedida. ¡Loor a tu memoria, Condesito, hermano y lector!