Una vez, cuando era niño —hace una eternidad, un bojote de años— el tío Mallín me llevó a un pasadía en el campo, a una finca agrícola y ganadera sembrada de yerba Páez y pangola, con su característico olor a vacas y caballos, a estiércol fresco, perfumado.
Era un campo sin río, sin arroyo, con un par de casuchas de tablas de palma sobre un prado de grama y una enramada enorme, palaciega, techada de cana tejida—un tejido impecable—, en la cercanía de una cañada por la que discurría a veces un hilo de agua. Había también un molino de viento decrépito y añoso, secadores de cacao, una indiscreta letrina y otras cosas que no recuerdo o no me interesa recordar.
Había casi de todo en aquel lugar, y hubiera podido pasarme sin el río y sin el arroyo, pero el corazón se me encogió cuando supe que no había caballos ni burros disponibles, y se me advirtió que no me alejara y que por ninguna circunstancia me acercara y mucho menos me internara en el cacaotal. La advertencia no era necesaria pues como casi todos los niños de esa época le tenía un terror irracional a los cacaotales.
El cacaotal, todos lo sabían, era peligroso de día, pero de noche representaba un suicidio. Podías perderte, como se habían perdido tantos, encontrarte con culebras enormes que te darían una pela con la cola o te podías enfrentar a un puerco cimarrón con colmillos crecidos y afilados. Y también volverte loco si te topabas con un muerto que siempre andaba por esos sitios o si te sentabas en un tronco que resultaba ser un galipote.
Sin nada más que hacer, empecé a deambular para matar el tedio. Una finca sin caballos disponibles en ese momento y sin un río ni arroyo no tenía sentido para mi.
No recuerdo si había otros niños, y para el desastre que iba a provocar tampoco hacían falta más. Allí estaba, pues, empezando a temer que sería un día aburrido y que me obligarían a comer sancocho con arroz. Un sancocho a la leña, con leña de guayaba, que estaban preparando desde temprano en una paila monumental.
Me alejé, de hecho, lo más que pude de la enramada en cuanto empezaron a servir el sancocho con arroz blanco, un arroz blanco como la nieve, la nieve que nunca había visto. Sabía que tarde o temprano me llamarían para comer, pero yo odiaba la comida en esa época y era flaco como un carrau. Por eso mi madre me hacía tragar frasco tras frasco del hombre con el bacalao a cuesta, la famosa Emulsión de Scott que me amargaba la existencia.
Entre los comensales, según lo que pude ver, había dos gordos que eran hermanos y comían como un ejército, aunque decir que eran gordos no es del todo cierto. Eran lo más parecido a un tonel, a un cachalote, quizás a dos hipopótamos. Y estaban sentados o más bien empotrados en mecedoras artesanales, unas infelices mecedoras con asiento y espaldar de guano, que crujían de desesperación. También había una señora igualmente gorda y teutónica que se había apartado de la gente para que no la vieran comer y comía como si no lo hubiera hecho nunca.
Yo no quería ni oler la comida y en lo que caminaba distraído vi algo que no había visto, algo realmente interesante. Vi un apiario, un colmenar en un barril de madera abandonado, tumbado en posición horizontal, vi cientos de abejas que cubrían la boca del barril por completo, dejando apenas adivinar el panal, la miel dorada. Aquello era demasiado para mi. Las abejas no me habían hecho nada, pero la tentación era muy grande. Fue en ese momento que se me metió un diablillo en el cuerpo. Recorrí el suelo con la vista en busca de una piedra, una piedra redonda, blanca, pulida.
Cuando las abejas me cayeron atrás yo salí corriendo instintivamente hacia el lugar en que se congregaba la mayoría de la gente. Fue quizás algo inconsciente, pero tenía lógica, mucha lógica. No era lo mismo recibir todas las picaduras de un panal de abejas que compartirlas entre muchos. Mi intención era compartir las abejas con el mayor grupo de personas posibles para minimizar los daños. De modo que sí, que en cuanto comencé a sentir el fuego de aquellas ponzoñas en la espalda y en los brazos (apenas un par de segundos después de haber lanzado la piedra), corrí perversamente hacia el nutrido grupo que en breve empezaría a maldecirme.
La mayoría comía y departía alegremente, unos de pie, otros sentados, a la sombra de aquella enramada generosa, ajenos por completo a lo que ocurría a poca distancia. Algunos me vieron llegar corriendo, no sin cierta curiosidad, corriendo como la honda del diablo, si acaso tiene honda el diablo, y con una cara de espanto que seguramente lo decía todo.
Pasé, pues, entre los desprevenidos comensales, a mil kilómetros por hora, con las abejas detrás emitiendo un zumbido pavoroso y lo que sucedió a después es algo que todavía no puedo recordar sin soltar la carcajada. Las abejas se cebaron con particular predilección en los dos super gordos, que pegaron el grito al cielo. A decir verdad, las abejas no discriminaron entre gordos y flacos, ni entre damas y caballeros, pero a los gordos les fue muy difícil incorporarse y demoraron mucho en el trámite. Primero tuvieron que quitarse las mecedoras como si se quitaran los zapatos, una prenda de vestir, pero echar a correr como el resto de los invitados no era algo que estaba dentro de sus posibilidades. Se alejaron como pudieron dándose manotazos en el cuerpo y echando pestes
Mientras tanto yo bajaba por la cañada, señalaba la ruta a todos los que bajaban despavoridos detrás, pero no a todos les iba tan bien como a mi. Algunos tropezaban, se caían, rodaban por la empinada ladera y las mujeres se enredaban en sus vestidos y daban gritos horribles, pero las abejas persistían y persistieron largo rato, hasta que por fin se dieron por satisfechas. Por desgracia para las abejas, en cada picadura sembraban la ponzoña y el aguijón, algo que equivalía a la muerte. Las sobrevivientes dejaron tras de ellas un reguero de muertos.
Pero el estado en que quedaron los invitados al pasadía no era envidiable. Subir por la inclinada ladera de la cañada no resultaría tan fácil como bajar y algunos pasaron mucho trabajo para lograrlo. Aumentaba el escozor y aumentaban las magulladuras y los ayes de dolor. En cuanto a los súper gordos, la última vez que los vi estaban tendidos en la grama, sofocados, apenas un poco más vivos que muertos, recibiendo el aire de abanicos de mano. No sé si alguien se libró de las picaduras. Algunos las habían recibido en la cara y por lo menos uno en la nariz y se hincharon como globos.
Desde luego, cuando las aguas empezaron a calmarse procedieron a buscar a un culpable. Sabían que las abejas venían detrás de mi, que yo las había traído, pero por el momento no sabían que las había provocado. De lo contrario no estoy seguro de haber salido con vida de aquel pasadía. Sólo el tío Mallín, por instinto, lo sabía o sospechaba todo. Me lo decía su mirada. Una mirada severa en la que asomaba, sin embargo, un dejo de complicidad y picardía. Él era médico. Comprendía en el fondo que yo sólo quería compartir las abejas con el mayor número de personas para minimizar los daños.
(De una conversación con Dinápoles Soto Bello).