En una ocasión  pregunté a un grupo de jóvenes universitarios a qué se debía la puesta en desuso de la palabra amor. Muchas fueron las respuestas. Algunos reflexionaron que se han perdido ciertas tradiciones del vínculo, otros que la  tecnología del sexo ha hecho la vida muy mecánica. Pero lo que más llamó mi atención fue el juicio de un muchacho, rosando los veinte años, quien dijo que la causa principal era la mercantilización de la sociedad.

La sociedad de consumo, refutada tantas veces en el plano teórico, es deificada en la práctica del dispendio. Esto nos conduce a actos inconscientes evidenciados en la cotidianidad: comprar objetos que no necesitamos, endeudarnos sin tener en las manos una inversión importante, seguir la moda cambiando identidad personal por identidad del objeto.  Como muchas otras cuestiones, estos actos son ignorados por el sujeto que se enreda en su propio proceso de alienación.

La característica medular de la alienación es, precisamente, la acriticidad; el acto sin reflexión y la “toma de decisión” sin pensar, elementos de una teatralidad que ya tiene su trama y guion en la sociedad de consumo, y cuyos actores son puestos en escena como parte del decorado y la tramoya. Marionetas mientras otros mueven los hilos del enriquecimiento; en fin, acto de un mercado  voraz que nos pone precio y etiqueta.

De esta manera el sujeto no solo se despersonaliza, sino que la propia sociedad pasa a ser un gran escaparate para mostrarnos, o más bien para ofertarnos a nosotros mismos. Compra y venta de una individualidad cada vez más difusa por la nueva masificación que promueve la matrix, en donde sujetos sin rostros ni rastros -es decir, sin historia ni identidad- se interconectan y se desinforman en una carrera loca por ser algo más que una dirección de correo o whatsapp o pasar a ser la imagen evanescente de Instagram.

Nos hemos preguntado por la soledad del sujeto de la red. Nos hemos preguntado también  por el intercambio “afectivo” a través del bit que sustituye o condiciona al impulso neural. Nos hemos preguntado por el fin de la emoción. Vernos, tocarnos, sentirnos seres reales ya no es cool.   Las  respuestas a estas preguntas tropiezan con la paradoja de la soledad en una era de  hipercomunicación.

Hasta entrado el siglo XVIII, la tradición de los matrimonios “arreglados” era moneda de curso legal. Llegados a este siglo, todavía hay culturas con esa práctica despersonalizada de “transferencia familiar”. Sin embargo, como en una espiral que se retrae, ahora arreglamos relaciones de pareja en  la red, donde ya el mediador no es el padre totemizado, sino la máquina como intermediaria. Amor virtual donde la conveniencia puede terminar en una relación vacía entre dos que harán un esfuerzo cada mañana por reconocerse persona y pareja.

Ya no se trata de la enajenación, que revela Marx, del sujeto que vende su fuerza de trabajo, ahora esa enajenación cuasi voluntaria que implica la renuncia a la singularidad en favor de la integración/disolución del sí mismo por una ajenidad patógena. Ya no sabemos quién es el objeto protésico, si la computadora o el  usuario. No sabemos quién está adosado a quién, como la historia del reloj que cuenta Cortázar.

Las críticas a la Inteligencia Artificial de Roger Penrose, parten de la hipótesis de que el pensar no se puede reproducir en fórmulas matemáticas.  Emulando a Penrose, supongo que tampoco el amor se podrá reducir a una formula. La progresiva desensibilización de los milenials debería mover  a una investigación de los psicólogos  que dé cuenta de a  dónde fueron a parar la huella y el rastro del homo sensus-sapiens, la especie que no solo formaba grupo, se organizaba en familias y comunidades, sino que se unía a otros por ese, hoy extraño, tegumento llamado sentimiento, ternura, afecto, devoción.

Si la libertad, en el espíritu sartreano, es un elemento constitutivo de la humanidad, entonces parece estar emergiendo un nuevo proceso de deshumanización que explicaría la repentina obsolescencia de los sentimientos. Ya no estamos construidos por nosotros mismos. Ni siquiera hace falta aludir al invisible gran hermano que todo lo controla; hemos puesto el control en nuestros bolsillos y pagamos para que el gps sepa qué hacemos y dónde vamos y con quién. Nos sentimos plenos cuando garantizamos nuestra propia esclavitud.

La psicología económica demuestra que no es sostenible que el hombre actúe solo con expectativas racionales, como la de obtener beneficios de una acción. Lo que nos mueve es el deseo, no la razón. Lo que llaman neuromarketing parece dirigirse a nuestro cerebro reptiliano, a la manipulación de mis pulsiones básicas. La verdad es que la sociedad de consumo ha logrado hacernos “razonar” al revés, creando un nuevo sujeto-objeto cuya historia es su historial de crédito. Las relaciones interpersonales están marcadas por el signo de la moneda de curso legal.  Tener ha sustituido  a   ser.

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