Como tantos artistas, los escritores ̶ de genio y no ̶ acostumbran engordar sus biografías, aderezarlas, pasarles una mano de barniz que encubra el deterioro, las resquebrajaduras o la simple bastedad (que quisieran vastedad) de sus vidas ordinarias, acaso poco vistosas. Y los fines son variados: unos por pura manía, otros como un elemento más de su inventiva, y algunos pocos (estos son los prescindibles, diría Bertolt Brecht) para atraerse las prendas de algún premio y el reconocimiento oculto de imaginarios admiradores que aplaudirán (con sus meñiques, shhh, que no es pa' tanto) su presunto malditismo, su afiliación a las mejores causas, el uso de algún fusil durante una batalla sin testigos o su defensa por los depauperados, su esquizofrenia productiva, y un largo etcétera como costal que acumule cortedades de verdad.
Abundan los ejemplos. El macho alfa que vendía ser Ernest Hemingway era el mismo a quien su madre solía vestir y tratar como una niña practicando ciertos juegos. No hace tanto se descubrió la que se cree verdadera partida de nacimiento del escritor cubano Alejo Carpentier, donde resulta ser que no nació en Suiza y que su nombre real era Alexis. Del gran poeta dominicano Manuel del Cabral se rumorea con suspicacia de sus quejas por haber perdido sus mejores manuscritos. No todos somos Salman Rushdie con una fatwa detrás, que se ejecute parcialmente treinta y cinco años después.
Esa manía de los escritores deriva a veces en medias verdades o en mentiras, y es entonces que amenaza con perder la gracia atinente a esas criaturas que los lectores solemos reverenciar por lo que ficcionalizan, y empezamos a desechar por aquello que falsean. Su gracejo pasa a grasa y su seda acaba en sebo. Mitificar, así, se torna mistificar, por una simple ese de más. ¿A quién no le ha ocurrido toparse alguna vez con un mitómano? Muchas, a mí, que no llamas a mí (porque nunca invoco al fuego como el fantástico Johnny Storm, aunque fantasee bastante).
Un muy reciente episodio ̶ tanto como el sábado recién pasado, cuando leí lo que escribió una respetable miembro (ella dirá que es “miembra”, y yo lo acataré) de nuestra tribu literaria ̶ me levantó otra vez el pálpito de la perpetuidad del mal del mito. No digo que el suyo sea el caso, pero asusta, y los poetas tenemos piel de anfibio. En el escrito titulado “Algo que decir sobre la historiografía de la literatura dramática dominicana”, publicado por el suplemento cultural Areíto del diario Hoy bajo la firma de la poeta, ensayista y dramaturga Chiqui Vicioso, se dice que la eminente educadora Daisy Cocco De Filippis le observó que en el libro de Bienvenida Polanco-Díaz Historiografía de la Literatura Dramática Dominicana “no está tu libro El Teatro Dominicano, Una Visión Femenina o de Género”, ante lo cual Chiqui manifestó no sorprenderse porque “de ese libro debieron publicarse mil ejemplares, por la Editora Nacional, pero solo se editaron cien, de los cuales me entregaron veinte”. Y también que “esa edición sufrió el agravio adicional de que la portada era de Belkys Ramírez, la mayor grabadista y artista plástica contemporánea, y el encargado de la edición la sustituyó por una imagen súper agotada que encontró en internet”.
Pero resulta que nuestra respetada escritora vertió verdades a medias. Y, como yo era entonces el director de la Editora Nacional, y dado que en el artículo Vicioso se declara “escritora feminista y de izquierda en un país donde predomina la derechización del pensamiento”, poco faltaría para mi paredón por ejercer violencia de género. De modo que, en vez de dejar pasar esa pelota, impugno esa falacia (razonamiento que, a pesar de parecerse a un argumento válido, no lo es). Una falacia es un recurso retórico que “consiste en considerar los argumentos, evidencias y sugerencias a favor de una conclusión y omitir, ocultar e ignorar los argumentos, evidencias y sugerencias en contra” (www.falacias.org). A seguidas, la otra mitad de este falso positivo.
Primera falsedad: no existe un libro tal titulado El Teatro Dominicano, Una Visión Femenina o de Género. El libro que yo edité bajo el sello Ediciones Ferilibro en 2016 se titula El Teatro según Chiqui Vicioso (antología), y está compuesto de cuatro partes: una introducción escrita por la autora, obras de teatro de la autora, un ensayo crítico sobre teatro de la autora y críticas teatrales a las obras de la autora. Un merecido reconocimiento a su trayectoria diría yo donde otros atisbarían un monumento al ego. A lo que Chiqui se refiere como “su libro” El Teatro Dominicano, Una Visión Femenina o de Género es en verdad la interesante introducción de corte socio-histórico, que se prolonga en catorce páginas en formato 6 x 9.
Segunda falsedad: la imagen en la portada de su libro no fue “encontrada en internet”, sino que se trata de un collage original (aunque en modo alguno obra maestra) de León Félix Batista y Amado Santana, producto de intervenir una imagen del fotoglober español Juan Yanes, todo lo cual se consigna en la página de créditos, aunque Vicioso prefiere saltarse el dato. Pero el lector sí la puede desmentir, con solo consultar el libro, cuyo número de ISBN es el 978-9945-588-72-9, y se encuentra en los estantes de la Biblioteca Nacional Pedro Henríquez Ureña, puesto que siempre hicimos el depósito legal que se demanda.
Tercera falsedad: El libro que sí llevó en portada un grabado de Belkys Ramírez (y también ilustraciones suyas en el interior) fue La tristeza sin fin de ser poeta: Memoria del Seminario Internacional Centenario de Julia de Burgos en Santo Domingo, de Chiqui Vicioso (Ministerio de Cultura, 2016, ISBN: 978-9945-492-70-5). Sus 280 páginas están divididas en tres partes: una “Presentación” por Chiqui Vicioso, “Julia de Burgos: la nuestra” de Chiqui Vicioso y un Apéndice (¡en las restantes 240 páginas!) compuesto por ponencias y rescates de textos, con nombres tan rutilantes como Juan Bosch, Juan Isidro Jimenes Grullón y firmas con grado de philosophiae doctor, solapados en el sótano del libro. Un apéndice que mataría al cuerpo que lo aloja si se le fuera a extirpar. Solo falta añadir que, como al otro libro hube de crearle la portada, a este tuve que ponerle el título (un verso de Julia de Burgos), para evitar que pareciese un documento frío llamado simplemente Memoria o Seminario. No me quejo: cumplía mi deber como editor.
Las otras falsedades quién sabe si en verdad lo son o no. ¿Se imprimieron 100 ejemplares? No lo sé: las órdenes de compra correspondían al Departamento de Compras, obviamente. ¿Le entregaron 20 ejemplares a la autora? Lo ignoro, pues dichas entregas las hacía la dirección del Libro y la Lectura. ¿Debieron publicarse mil ejemplares como argumenta? Lo desconozco: los aspectos legales y contractuales con los autores correspondían a la dirección de Gestión Literaria. En la Editora Nacional que yo gerencié entre el 2004 y el 2016 todo se reducía a pura labor editorial: depurar originales, corregir, diagramar, diseño de portadas, gestión de ISBN e ISNN, seguimiento en impresión y depósito legal. Parece fácil cuando se tiene el libro ya en las manos, pero no lo es. Y nosotros lo hicimos cerca de 800 veces en 12 años.
No es que sea una gran cosa, vamos. Pero es que, y me disculpe mi amiga Chiqui, en tiempos de feminazismo y otras pestes paranoides es mejor evitarse una crucifixión. Y, además, como escribió san Agustín en De mendacio, “decir una cosa falsa con la determinada intención de engañar, es manifiestamente una mentira”.
Los mitómanos te matan con pistolita de mito: ¡po, po, po! Ante ello, solo queda recurrir a las palabras de mi querido poeta Ángel Ortuño (qepd): “Si la poesía es un arma, creo que la estoy agarrando al revés”.