En estos días acaban de otorgar los premios de la XXX Bienal de Artes Visuales dedicada al fenecido artista Jorge Pineda, en la que como ocurre en casi todas las entregas, ha suscitado apoyos y reclamos por parte no sólo de los artistas participantes, sino de muchos que conformamos el público.

La presente edición retumbó con la enérgica exigencia por parte de una de las artistas participantes (Yuly Monción), quien a pesar de haber sido reconocida con uno de los premios “igualitarios”, emplaza al jurado de dicho evento de no actuar justicia, argumentando, no sin obvias razones, que su obra era la merecedora del máximo galardón.

Se sabe perfectamente que quien participa en cualquier concurso, llámese este de literatura, música o ciencias, está sujeto a la decisión irrevocable del jurado, y dicha decisión, a menos que se tenga pruebas fehacientes de lo indebido, debe acatarse con todas las de ley.

Quienes tenemos alguna experiencia en los concursos artísticos nacionales, sabemos que mucho más que acuerdos de aposento, de coimas o enemistad expresa contra un artista equis (aunque eso no se pueda descartar), el meollo de los desaciertos está el desconocimiento y la ignorancia de quienes fungen como jurado, los cuales, careciendo quizás de las herramientas técnicas básicas como las culturales, tampoco poseen sensibilidad (porque para ser jurado se necesita una pizca de instinto), cometen más que gravísimos errores, verdaderos atropellos a la misma inteligencia de público y artistas, en donde tratando de sacarse de la manga una decisión completamente novedosa y acorde al muy socorrido arte VIP, han llegado a premiar hasta vergonzosos plagios (recordar la bienal anterior).

Afiche de la XXX Bienal Nacional de Artes Visuales.

Hay que ponerse en los zapatos de los artistas, de esos creadores que se fajan durante semanas o quizás meses para pergeñar una visión que se materializa como una obra de arte, con el trabajo y el sudor intenso que eso conlleva, una pulsión interna que no sólo busca un premio, sino de aspirar a crear una obra trascendente que perdure con el paso del tiempo y sea un hito a seguir por las futuras generaciones de jóvenes artistas.

¡Pero qué frustrante es cuando dicho esfuerzo es ninguneado por la indiferencia y la soberbia de quienes están facultados a “premiar” dejándose arrastrar por la simple moda o “la temática imperante”!

En arte el tema nunca ha sido ni será un valor fundamental que supuestamente aporta categoría de excelencia a una obra; más bien es la excusa utilizada por el artista para realizarla. Basta ver que lo más grande y trascendente producido por el hombre, ha sido hecho con apenas un puñado de géneros muy simples: retrato, bodegón, paisaje y poco más, y debido al talento e imaginación de los creadores, esos simples temas se han enriquecido y permutado hasta el infinito, legándonos al resto de los mortales confrontaciones cromáticas y composiciones insospechadas, las que aunadas al dominio de la forma que aporta el dibujo, es el baremo con el que mide la calidad el más riguroso y exigente de los jueces: el tiempo, más allá de estar buscándole la quinta pata al gato con la sempiternal cantaleta del “contexto o la temática” (hay que recordar que no poca de la pintura histórica y farragosa sobre la invasión napoleónica en España, yace casi olvidada en los depósitos de los museos, mientras las grandes pinturas y grabados de Goya sobre el mismo tema y otros menos “importantes”, siempre estarán expuestos en sus salas).

Entendemos que un evento de la categoría de la Bienal Nacional debería no sólo ser el escaparate de todo lo bueno que se produzca cada dos años en el país, sino que su función es reconocer lo mejor y más trascedente que se expone, con independencia de si ha habido un hecho que ha conmocionado a un grupo social o al mundo (la violencia contra la mujer, las drogas, el cambio climático, las guerras, las pandemias, entre otros), porque insisto, mucho de lo mejor producido por el hombre está fuera de esos “tópicos” (Cézanne realizó su gran revolución en la historia del arte con sus paisajes y bodegones), y si queremos que siga siendo un concurso de arte y no de especulación sociológica o antropológica (para eso estan esas ciencias), enrumbemos la senda por donde es menester hacerlo.

Por otra parte, antes de concluir esta muy elemental elucubración, es imperativo que en la Bienal Nacional se acabe de una vez y por todas el igualar todos los premios, es decir, de que las categorías compitan entre sí unas con otras de manera indiscriminada; eso es un desatino. Jamás en la vida pueden competir una pintura con una fotografía, o una escultura con una performance, etc., tal y como jamás compiten en los concursos literarios un cuento con un ensayo, el teatro con la poesía, etc., pues son cosas totalmente diferentes.

Y esto no es un reclamo que se me ocurre a mí así por así, sino algo dicho y réquete explicado por uno de los más connotados artistas dominicanos contemporáneos: Fernando Ureña Rib, quien recalcaba que era una tontería el poner a competir una categoría con otra distinta con la excusa de que no quede ninguna casilla desierta, de que los premios designados en las bases sean todos otorgados y sin miramientos. ¿Y si queda alguno desierto, qué? ¿Acaso hay que rellenar con premios inmerecidos una cuota que haga “democrático” un evento que se debe exclusivamente al mérito y al talento artístico?

Por eso la voz que clama en el desierto exigiendo justicia y que no se sigan festinando los desaciertos en la Bienal Nacional hay que apoyarla, hay que hacerla sentir en todas las instancias en donde sea necesario, para que el tiempo, ese gran escultor del que hablaba maravillosamente Margueritte Yourcenar en uno de sus ensayos, no nos condene por haber asumido el más denigrante facilismo y frivolidad.