Me sorprendió grandemente la noticia de Andrés Severino acerca de lo ocurrido con nuestro común amigo Rafael Duarte. A mi inmediata risa dubitativa siguió mi pregunta: ¿Y es verdad? Y ante su afirmativa respuesta, envuelta también en risa, volví a expresar en forma exclamativa: ¡No puede ser! ¡No puedo creerlo!
Conocí a Rafael Duarte a principios de los noventa. Una pasión común por la lectura hizo crecer entre nosotros una gran amistad. Aunque con el transcurrir del tiempo dejamos de comunicarnos, el trato que me brindó fue tan amable, tan desinteresado, que me hizo tenerlo para siempre entre mis primeros amigos.
En una situación muy difícil de mi vida, en que debía abandonar el lugar donde residía y no tenía en lo inmediato las condiciones económicas para alquilar un espacio donde instalarme, él me brindó acogida en su apartamento. Allí viví más de un año, no sólo sin que él me exigiera alguna contribución económica, sino que también compartía conmigo parte de sus recursos materiales. Así que me instalé allí con mis libros y otros asuntos que me eran indispensables. A sus muchos libros sumé los míos y nos dimos a la lectura y la conversación, sobre todo de temas concernientes al mundo de la literatura, que tanto nos apasionaba, y que en mi caso sigue siendo mi pasión esencial. En el suyo, entendía que tal vez seguía siéndolo, pero ahora lo pongo en duda después de lo que me enteré.
Pensar en Rafael es pensar en la calidez de aquel espacio que entonces era su hogar, donde me encontré con la enciclopedia El nuevo tesoro de la juventud y con los clásicos Grolier. Pensar en él es pensar en Dostoiewski y Tolstoy, en nuestras lecturas permanentes de Boudelaire, en su devoción por Poe, Herman Hesse y Maupassant, en nuestras lecturas de Ortega, Unamuno y Marañón; pero sobre todo en su idolatría por Nietzsche. Allí leíamos todo aquello y muchísimo más. Nos visitaba con frecuencia un joven de nombre Raúl, muy cercano a Rafael, y quien nos ponía al tanto de mucha literatura “moderna”, ya que alegaba que nosotros éramos “muy clásicos”. Esas obras “modernas” no sólo incluían a ciertos poetas “malditos” franceses, sino a autores dominicanos en diversos géneros, que en ese tiempo para nada nos interesaban a Rafael y a mí. Por vía de ese visitante y contertulio, me llegó uno de los cuentos de Pedro Peix, lo cual fue para mí como una formidable revelación, un punto de partida hacia el conocimiento de uno de los más importantes escritores de nuestra tradición literaria. También en ese tiempo mi amigo Gustavo Olivo descubrió para todos nosotros al gran escritor italiano Giovanni Papini, al que empezamos a leer con devota entrega.
“Martín, te cuento que nuestro querido amigo Rafael Duarte, de quien tú conocías su proverbial ateísmo, lleva en su municipio más de una década pastoreando una iglesia"
Rafael llevaba mucho tiempo proclamando un ateísmo entusiasta, y yo hacía bastantes años que había perdido la fe religiosa heredada de mis mayores. A pesar de mi relación con tantos filósofos ateos (en ese tiempo yo profesaba una devoción por Voltaire, Russel y Diderot que nunca me ha abandonado) el libro que me hizo desterrar al dios heredado de la Biblia cristiana, más cualquier otro, fue el Eclesiastés, aunque ya no sólo había aprendido que bien leída la Biblia podía operar como uno de los más útiles manuales de ateísmo, sino que también ésta no era otra cosa que una vasta novela, que me parece incluye todos los géneros literarios, igual como sucede con otros textos “sagrados” que registra la tradición religiosa.
Yo había leído de forma inocente y hasta medio aterrorizado algunos libros de la Biblia, pero me afiancé en el juicio que sostuve más arriba cuando emprendí una nueva lectura mucho más serena, luego de que dos amigas adventistas me regalaran por allá, por los lejanos años de mi bachillerato en la ciudad de Santiago de los Caballeros, un ejemplar de este libro, que leí haciéndome preguntas, entre las cuales estaba aquella de cómo se podía en creer tantas cosas tan obviamente falaces. Y, de igual manera, cómo se podía confiar en un dios tan cruel, narcisista y vanidoso como el que describe la parte denominada Nuevo Testamento de ese supuesto libro “sagrado”.
Rafael y yo nos la pasábamos discutiendo sobre lo que entendíamos el absurdo y la tontería de la fe religiosa, la forma en que el poder manipula a las personas a través de estas creencias, así como del gran negocio que estas constituyen para ciertos dignatarios de los poderes políticos y religiosos. En ese tiempo nos relacionábamos con algunos ateos de la izquierda marxista, pero gracias a nuestra irreverencia nunca nos entusiasmó esta otra forma de religión, incluso la primera nos inspiraba más respeto, nos parecía más artística, más poética, ya que, como decía nuestro amigo Gustavo Olivo, por lo menos prometía un reino de dichas después de la muerte, mientras que ésta tenía el descaro, a pesar de todas las evidencias espantosas que en su contra había mostrado la historia, de venirnos con aquello de que un hombre de carne y hueso (para valernos de esta expresión tan sentida de Unamuno), un judío-alemán, había dado con la fórmula mediante la cual se podía establecer aquí, en la tierra, un régimen de justicia social y de equitativa distribución económica para todos, donde por fin cesaría la explotación del hombre por el hombre. Entendían que todo aquello debía cumplirse porque respondía a una especie fatalidad dialéctica. Y en ese sentido, erigieron altares para sus dioses asesinos, porque entendían que éstos eran los depositarios de la misión de cambiar el curso de la historia y establecer el reino de la justicia secular, no importando el precio de cuantas vidas humanas fuese necesario sacrificar en lo que su divinidad mayor llamaba la ineludible “violencia revolucionaria”.
Rafael a veces me decía que tenía sus dudas respecto de mi falta de fe, porque yo hablaba mucho de espiritualidad y de misterio. Yo le decía que no creía en divinidades ni en la trascendencia del alma, que no creía en el cielo ni en el infierno, que éstos, como lo había expresado el iluminado Spinoza, no eran otras cosas que estados de conciencia o de vida, que entendía que las religiones eran expresiones culturales, rituales de los cuales la humanidad no podría desembarazarse, no sólo porque son instrumentos esenciales para los que apelan y apelarán a los poderes manipuladores, sino porque también son, para las grandes mayorías de quienes los profesan, fuentes de esperanzas y tablas de salvación a las que aferrarse ante los males naturales de la existencia. También le ponía bien en claro que creía en la espiritualidad y su conexión con el arte, y que entendía que en el Universo y en toda la aventura humana y más allá, siempre habría misterios para los cuales las ciencias nunca tendrían explicaciones, por lo menos creíbles para muchas personas (entre las que me incluyo) que siempre estaríamos movidas por las dudas y el cuestionamiento. Le decía que a veces me daba con creer en la existencia de otros seres superiores a nosotros, que tenían control de nuestros pensamientos y acciones, y que de vez en cuando les daba con deleitarse con nosotros, con hacernos invertir tiempo en asuntos como estos que uno termina entendiendo que no conducen a nada.
Varios años después de haberme marchado de su casa, volvimos a encontrarnos y pasamos un día muy agradable, hablando de temas literarios y otros. Nuestras concepciones en materia de religión no habían sufrido cambio alguno. Sin embargo, por todo lo que le hablé acerca del destino, del misterio, de azar y de los milagros, él no dejó expresarme, con su boca desbordante de risa, como la que se adueñó de la mía cuando me llegó la noticia: “Paulino, si sigues por ahí, te veré en una iglesia predicando la palabra de Dios”.
Hoy, Andrés Severino, con quien me reencontré después de casi quince años, me ha traído la sorprendente noticia: “Martín, te cuento que nuestro querido amigo Rafael Duarte, de quien tú conocías su proverbial ateísmo, lleva en su municipio más de una década pastoreando una iglesia evangélica.