Martha era su nombre. La conocí en un bar en una de esas noches en donde la soledad de un apartamento sombrío obliga a un hombre solo como yo a buscar distracción en cualquier lugar. 

Había llegado del trabajo dos horas antes. Soportaba la atmósfera de soledad que se impregnaba en las paredes, pero ese día algo en mí se resistía a quedarse sumergido en ese ambiente oscuro que poco a poco se apoderaba de mis huesos. Salí lo más rápido que pude sin saber a dónde ir. Caminé para despejar mi mente. La noche no era distinta a otras: Santiago de los Caballeros estaba cubierto de un cielo estrellado. La avenida 27 de febrero se encontraba poblada de vehículos y las aceras repletas de transeúntes distraídos que por alguna razón pasaban por mi lado sin prestar importancia a mi presencia. Para ser sincero: los ignoraba como ellos a mí. 

El deseo de salir de esas cuatro paredes de mi apartamento, verme en el exterior, respirar el aire viciado de la ciudad, fue mi impulso. Caminé en dirección recta por la avenida, escuché el ruido estridente de las bocinas de los automóviles y una que otras palabras fuera de lugar, pronunciadas por un chófer de una de las rutas de concho se apoderaban de mis sienes.

Por un leve momento me detuve y observé que estaba a tres esquinas del edificio en donde vivía. Regresé la mirada como quien busca algo que ha perdido, pero sin interés. Continúe mi marcha sin darle más importancia al asunto. Al llegar a la rotonda del Ensanche Libertad, unas voces deformadas que bajaban de un segundo piso de un edificio poco elegante llamaron mi atención. Observé que una escalera de concreto conectaba aquel lugar con la calle en donde estaba parado. No recuerdo que tiempo duré ahí atento a las risas y a la música que escapaban de aquel lugar hasta que decidí subir y entrar. 

Cuando entré, cuatro hombres, acompañados de unas mujeres semidesnudas jugaban billar casi en el centro del resumido espacio que servía de bar. Un sujeto tosco, barbudo servía ron a otro que fumaba distraídamente. Si no me equivoco unas treinta personas, incluyéndome, éramos los que estábamos en el bar. Todos, a excepción de mí, se divertían. 

Sonaba una canción de Anthony Santos. En la pista un hombre de unos cuarenta y tantos años bailaba con una Mujer joven que le sonreía a cada segundo. El hombre la sujetaba con seguridad de la cintura, le susurraba y dejaba que sus manos velludas se deslizaran estratégicamente por sus caderas y por sus nalgas, ella sonreía mientras movía su cuerpo al ritmo de la música. En todo el espacio: sillas y mesas improvisadas estaban ocupadas por personas que reían, hablaban, fumaban y bebían. Vi la hora en mi reloj y me di cuenta de que eran las diez menos cinco de la noche. 

Listo para irme y caminando en dirección a la salida, alguien me tocó por el hombro para llamar mi atención, cuando me di la vuelta, la vi. Me dijo que se llamaba Martha y me preguntó qué si podía hacerme compañía, le contesté que sí, y me devolví sujetado delicadamente por su mano derecha. Era una mujer hermosa, alta, morena, labios carnosos y mirada penetrante. Nos sentamos cerca de la barra e inmediatamente ella se dirigió a la cantina y pidió una cerveza. Hablamos largamente y después de algunas cervezas me resumió su vida y como por desgracia del destino fue a parar en ese lugar de mala muerte que ahora le servía de refugio.

Mientras hablaba, vi en sus ojos una vida vacía que necesitaba ser llenada, aunque no sabía cómo dar esa ayuda. Por alguna razón su historia me conmovió. Esa noche no vi otra opción que invitarla a casa, no para satisfacer mi deseo sexual, sino para amedrentar un poco mi soledad. Al llegar se puso cómoda y como si fuera algo habitual en ella, caminó a la cocina y preparó algo de comer. Mientras tanto me dirigí al baño a ducharme, cuando salí había preparado una comida rápida y ambos comimos viendo un programa de televisión. A las doce de la noche nos dirigimos a la habitación. En la cama, abrazó y acarició mi cuerpo. La quise detener, pero insistió. Hicimos el amor casi toda la noche, su cuerpo escultural y joven se mezcló con el mío de una forma que nunca había experimentado. 

Sentía como sus senos acariciaban mi pecho, como sus labios eran uno con los míos. Escuchaba sus gritos de placer hasta que nuestros cuerpos sudados cayeron rendidos, saciados. Desconozco a qué hora nos quedamos dormidos. Desperté a la seis de la mañana, pero ella no estaba. La busqué en el apartamento y no la encontré. Sentía su olor en mi piel, sentía sus labios arropando los míos, su cuerpo desnudo adueñándose de todo mi ser. 

Me puse ropa lo más rápido que pude. Salí corriendo en dirección al bar, cuando llegué estaba cerrado, la llamé, pero nadie contestó. Regresé a mi apartamento cabizbajo, preguntándome por qué se fue sin despedirse, incluso pensé: que quizás ella no existía, que todo había sido producto de mi imaginación, pero su perfume aún impregnaba todo el apartamento y eso no era producto de mi subconsciente. En la habitación abracé las sábanas en busca de su rastro, de su olor, de su sabor. Deseaba hacerlos mío. 

Cuando por fin llegó la hora de salir del trabajo, busqué el primer transporte disponible para que me llevara al bar. Al llegar entré apresurado, fui a la cantina y le pregunté al cantinero por ella. Me miró como quien quiere decir algo, pero que no se atreve. Le pregunté que, si había sucedido algo, entonces me dijo con voz trémula que Martha se había suicidado en la mañana de ese día. Con la voz más relajada y como quien salió de un apuro, el cantinero agregó, que una compañera encontró su cuerpo en una de las habitaciones del hotel con las venas de su mano derecha abiertas. Mi cuerpo no soportó el peso de la noticia y me desplomé cayendo de golpe en el piso. Después de recibir ayuda y tener plena consciencia, el cantinero me dijo en donde era el velatorio, pero no tuve el valor de ir. 

Hoy después de meses, estoy frente a su tumba acompañado de una soledad asfixiante. Le pido explicación, la maldigo, le grito: “¿por qué te quitaste la vida?” Le pregunto, pero no responde.

(Cuento extraído del libro: Pasar el Rubicón )