Esta columna está dedicada a novelas con nombres de mujer, tanto de la literatura en español como en otras lenguas, especialmente a partir del siglo XIX. A medida que he recuperado para mí obras clásicas de la literatura mundial tituladas con nombre de mujer, he podido acercarme a una tipología de rasgos comunes, de matices y diferencias, con respecto al lugar que el poder asigna a las mujeres. Desde la ciencia, incluso, se ha determinado la condición femenina argumentando su inferioridad, por tener un cerebro más pequeño, así como su limitado campo de acción, debido a que la naturaleza le confiere la función reproductora. Destinada al matrimonio y confinada en el hogar, la literatura clásica ridiculizaba sus aspiraciones en el espacio público, su talento creador y su vocación de escritora. La construcción de personajes femeninos que se derivan de estas teorías ofrece ejemplos notables, desde La madre naturaleza, de Emilia Pardo Bazán, hasta Ifigenia, de la venezolana Teresa de la Parra.
Aunque Una mujer en la selva (1936) novela del nicaragüense Hernán Robleto (1892-1967), rompe con la línea que hasta ahora he mantenido, ya que no se titula con nombre de mujer, no puedo dejar de referirme a esta curiosísima narración. La obra parece estar respondiendo a las teorías de Darwin, a la dicotomía “civilización” / “cultura”, que sitúa a la mujer del lado de naturaleza y al varón del lado de la cultura. Tal diferenciación permitiría deducir que es la mujer quien desciende del mono y no el varón.
Robleto, recurre al manuscrito encontrado para poner en primera persona la experiencia de Emilia Rivera, quien decide abandonar la civilización y adentrarse en la selva. Amante de las historias y leyendas fantásticas, Emilia desciende de un corsario inglés y una muchacha caribe. Esta ascendencia nos previene sobre una estirpe, que “se transforma por los efectos del trópico”, es decir, que tiende a su lado salvaje y sigue el llamado de la selva.
Lectora apasionada, desde la infancia, Emilia devora la biblioteca del abuelo que despierta su afán de aventuras, una predisposición para el misterio y una atracción hacía los simios que, según la leyenda, raptan a los niños. A los quince años cae en estados febriles, que el médico atribuye al histerismo femenino previo al matrimonio. Así, Emilia se deja llevar por el instinto, se adentrará en la selva siguiendo los rumores y los olores, huye de la familia, del pueblo, de la civilización, del destino asignado para ella. Raptada por un simio, se encuentra en las ramas de los árboles protegida por esta robusta criatura que llamará Jongo. Con él convivirá un tiempo infinito en el que aprenderá a conectar con la selva, descifrando su lenguaje, disfrutando del relampagueante verdor de millones y millones de hojas que hiere la luz.
Esta obra bien podría ser la versión femenina de Tarzán, el hombre mono, pero no lo es, al tratarse de una mujer adulta que regresa a los orígenes de la humanidad para fundirse con la naturaleza, protegida por un simio con quien establece una íntima relación. Consciente de quien ha sido, escribe y marca la fecha del comienzo de su travesía, 1842, año en que escribe la primera página de sus memorias como salvaje y se cierra casi a los cien años cuando regresa al pueblo transformada en una bestia que todos evitan. ¿Qué podemos aprender de una experiencia semejante en un medio donde se impone la jerarquía del más fuerte? Quizás la lección que nos deja Emilia Rivera no sea otra que la evidencia de la hermosa cooperación entre las especies para sobrevivir.