Con salutación especial a dos alumnas, lectoras persistentes y entusiastas: Gianny Gutiérrez y Ruth Esther Tejada
Salomé Ureña.

Salomé Ureña es la poeta dominicana más leída. Desde muy temprano de nuestro devenir histórico y literario ella ha formado parte de nuestro canon poético. Ya en el 1893 el reputado filólogo español Marcelino Menéndez y Pelayo (1856-1912) la canonizó con una crítica muy favorable, al afirmar que “para encontrar verdadera poesía en Santo Domingo hay que llegar a José Joaquín Pérez y a Salomé Ureña”. El ilustre estudioso de las letras españolas agregó estas palabras consagratorias: “la egregia poetisa… sostiene con firmeza en sus brazos femeniles la lira de Quintana y de Gallego, arrancando de ella robustos sones en loor de la patria y de la civilización, que no excluyen más suaves tonos para cantar deliciosamente la llegada del invierno o para vaticinar sobre la cuna de su hijo primogénito” (Rodríguez, 1984, pág. 9).

La posteridad se ha encargado de validar el juicio del erudito español, pues actualmente se considera que la más elaborada poesía dominicana del siglo XIX e inicios del siglo XX se encuentra, sobre todo, en las obras de los arriba mencionados, y se completa con las de Gastón Fernando Deligne.

La musa de Salomé no fue muy diversa: dos grandes vetas hay en sus versos: la intimista y la patriótica. Pero donde más alto vibró su estro fue en los versos de carácter cívico donde la patria es el centro de sus grandes ocupaciones y preocupaciones. Uno de esos poemas, donde la vocación patriótica, nunca distante de sus ideales académicos, nos permite ver los grandes aciertos creativos de nuestra poeta decimonónica es “En defensa de la sociedad”. Este texto poético es similar en cuanto a contenido a otros suyos de inspirada exaltación cívica: “La fe en el porvenir”, “La gloria del progreso”, “Ruinas” …

“En defensa de la patria” es un poema que no se menciona mucho, que hasta cierto punto ha pasado silencioso por la mirada de antólogos y críticos. Yo mismo he descubierto tardíamente la relevancia de este poema. Se trata de uno de los que mejor permiten apreciar cuán amplio era el conocimiento que de la poesía clásica española tuvo su autora.

En defensa de la sociedad

El texto, cuyo título podría confundirse con el de una arenga patriótica, o un artículo de opinión, antes que nombre distintivo de un poema, inicia con un epígrafe extraído de la Biblia; corresponde a Isaías, LXII,10: “Pasad, pasad por las puertas, / preparad la calle al pueblo; allanad el camino, / y alzad el estandarte a los pueblos”. La vinculación temática entre la cita bíblica y el poema que ocupa nuestra atención es bastante clara, y se verá a medida que discurra el presente análisis.

Es un poema bastante extenso, formado por versos endecasílabos y heptasílabos, que se agrupan para formar la conocida forma de la silva. Esta combinación de versos fue de uso frecuente para nuestra poeta. Una herencia, que probablemente le llegó a través de la lectura de los poetas neoclásicos españoles, como Quintana, Jovellanos, Gallego, entre otros. De estos poetas no sólo tomaría el modelo de la silva, sino también su estilo, en el que sobresale la frecuencia del hipérbaton, y también los temas cívicos y la exaltación del progreso. A modo de ejemplo, cito un fragmento del poema “A Juan Padilla”, de Manuel José Quintana en el que la temática nos recuerda algunos de los poemas cívicos más ardorosos de Salomé Ureña, aparte de la coincidencia en la combinación métrica, que corresponde a la silva:

Patria! nombre feliz, Numen divino,

eterna fuente de virtud en donde

su inextinguible ardor deben los buenos;

Patria!… La vista atónita no encuentra

Patria en torno de sí, ni el labio implora

con voz tan bella al simulacro yerto

que se muestra en su vez. Pálido, triste,

de negro luto y de pavor cubierto,

ni aun á esquivar se atreve

la mano asoladora

de la Furia execrable que inclemente

su seno oprime, su beldad desdora.

“En defensa de la sociedad” data de 1878 y fue dedicado por su autora a los científicos y artistas. Es decir, a aquellos que han sido tocados por el genio o “espíritu creador”, quienes pueden inventar mundos fantásticos a través de sus obras, o bien encontrar nuevos modos de comprender y regular el mundo concreto en cuyo interior nos movemos y desenvolvemos.

La autora inicia con un emotivo apóstrofe dirigido al espíritu creador: el genio, del que hablaba Bécquer en su célebre rima número VII y que cito a continuación: “¡Ay! -pensé-, ¡cuántas veces el genio / así duerme en el fondo del alma, / y una voz, como Lázaro, espera / que le diga: «Levántate y anda!» (Bécquer, 1982, pág. 52).

La primera estrofa del poema pondera los grandes portentos que derivan del poder creador, atribuyéndole la facultad de elevar el pensamiento a regiones supraterrenales donde se nutre de nuevas ideas para la creación estética y para la comprensión de las leyes que rigen el universo:

Espíritu creador, numen fecundo

que en incansable actividad dilatas

de tu excelso poder las maravillas,

tú que perenne brillas

en las obras del bien, tú que arrebatas

a regiones sin fin el pensamiento

y extiendes con tu amor de mundo a mundo

las leyes del eterno movimiento: (Ureña, 1997, pág. 160)

En esa primera estrofa la poeta prepara el escenario para el paso siguiente: el planteamiento del asunto que se ha propuesto desarrollar al escribir estos versos reflexivos. La segunda estrofa aparece subordinada a la primera, de la que se separa por el signo de los dos puntos. Si en la primera se invoca el espíritu de los genios creadores del arte y la literatura, destacando la excelsitud de sus obras, en la segunda se formulan preguntas retóricas con la intención de incitar a la reflexión a aquellos que han sido dotados de inteligencia y capacidad creativa, para que no echen a perder su talento, ocupándolo en tareas frívolas:

¿será que la preciada

sublime hechura de tu augusta diestra

condenes al reposo de la nada?

¿Será que aletargada,

de tu activo poder ante la muestra,

en indolente ociosidad rendida

admirándote ¡oh Dios! pase la vida? (Ureña, 1997, pág. 161)

Como señalamos más arriba, esas preguntas retóricas comienzan a delinear el motivo central del discurso lírico: plantear a los cultivadores de las artes y las ciencias la necesidad de asumir una postura que vaya más allá de las conveniencias personales. Es una crítica a quienes han sido dotados de un gran talento y se han quedado encerrados en su propio cascarón, en su torre de marfil, desvinculados de su pueblo y de su gente. Es el rechazo al concepto del arte por el arte y al narcisismo que asumían de manera entusiastas escritores decimonónicos como Oscar Wilde. Suele decirse que a quien más se le da más se le exige, y eso vale especialmente para el talento y las virtudes. Combatir ese aislamiento egoísta es lo que se propone la poeta en este poema. Por eso lanza su voz aleccionadora para advertir que esa es una postura inaceptable:

No: despertad, los que del campo ameno

en la florida alfombra

sólo buscáis al ánimo sereno

horas de paz en ignorada sombra… (pág. 161)

La poeta censura la asunción del Locus Amoenus, propicio a la comodidad retraída, y también el Beatus Ille que proviene del poeta Horacio y que fray Luis de León recrea de manera magistral en su “Oda a la vida retirada”: ¡Qué descansada vida / la del que huye el mundanal ruïdo / y sigue la escondida / senda por donde han ido / los pocos sabios que en el mundo han sido!” (León, Luis de, 1989, pág. 31). Un rechazo a la autocomplacencia de los soberbios que desertan de su grupo de origen para situarse en una alta esfera de abstracciones metafísicas a ejercitar su arte, en un total retiro voluntario.

En la siguiente estrofa (versos 24-37) la poeta opone al orgullo ególatra el espíritu altruista, que impulsado por una “chispa inmortal” es capaz de movilizar a sus coetáneos con la fuerza de sus ideas y sus creaciones. Los espíritus narcisistas no son los que han movido al mundo (“No es el orgullo quien levanta al cielo / pirámide grandiosa / y alzar pretende a lo infinito el vuelo”), sino aquellos que militan en el flanco opuesto: los que abandonan la comodidad y la modorra individual para asumir la más ardua tarea: la construcción de un destino común. La poeta los enumera: los escultores (“… quien anima del yerto mármol la materia dura”); los pintores (“el que las obras del Creador sublima / en paisajes de espléndida pintura”) y los científicos y filósofos (“y al fuego fecundante de la idea / descubre mundos y portentos crea”), pág. 161). Ellos son los convocados por la poeta para hacer la gran obra de redención social, cultivando un arte que, despojado de toda pretensión elitista, se nutra de las aspiraciones del pueblo.

En la estrofa cinco (versos 38-45) la poeta continúa rechazando la concepción de que el artista, el escritor, el pensador y el científico deben permanecer aislados del resto de la sociedad, retirados a un lugar de quietud y retraimiento que favorezca la reflexión para labrar su arte o cultivar sus ideas. Aquí aparece un viejo tópico literario: Latet Anguis Anguis in Herba (la serpiente late entre la hierba), procedente de una égloga de Virgilio, para advertir que la vida pretendidamente paradisíaca del campo no es tan gratificante, como suele afirmarse, y no deja de estar amenazada por peligros ocultos. Por supuesto, el poema no se refiere literalmente al campo, como espacio retirado, alejado “del mundanal ruido”, sino a cualquier modo de apartamiento social con fines estéticos, científicos o reflexivos.

No todo es paz y amor, delicia grata,

allá del campo en el silencio amigo,

ni en cuanto abarca la inocencia mora:

también allí la tempestad desata

su furia destructora,

el áspid en las flores tiene abrigo,

y el ave de rapiña, turbulenta,

la presa entre sus garras atormenta. (Págs. 161-162).

La estrofa siguiente (versos 46-58) es ya decididamente anti-horaciana y anti-fray luisiana en lo que respecta a la concepción de la vida retirada. En ella continúa desarrollándose el argumento contra dicho tópico, asumiendo la idea opuesta, la de mezclarse con la gente del pueblo, sentir sus anhelos y acompañarlo en sus luchas cotidianas: “No todo es vicio y confusión y horrores / entre el social tumulto; / tras ese velo de maldad y errores / luz halla el genio, y el Eterno culto, / palmas el bien y la virtud loores” (Pág. 162). Plantea que no hay que alejarse del gentío, de la turba ruidosa, pues es allí donde “el alma pensadora siente / bullir el mundo y palpitar la vida” (pág. 163). En un claro ejercicio de intertextualidad, la poeta refuta el Beatus Ille de fray Luis (y de Horacio, por supuesto) cerrando la estrofa con uno de los versos memorables de la célebre Oda frayluisiana, con una ligera variante al final del verso:

En solitaria calma

no se alza sólo hasta el Creador el alma,

ni del campo en la paz siempre vivieron

los pocos sabios que en el mundo fueron. (Pág. 162)

Si nos fijamos bien en los dos primeros versos de este fragmento, podremos advertir que el rechazo al apartamiento social no sólo abarca a los letrados; alcanza también a los anacoretas y demás especímenes que optan por la soledad como medio de realización de los anhelos espirituales.  

Nuestra poeta siempre estuvo preocupada por los disturbios patrioteros del período post-Restaurador, que continuaron en los primeros años del siglo XX, aunque estos últimos no alcanzó a verlos, pues falleció tres años antes de que finalizara su siglo. Es evidente que había un vacío de liderazgo político. Más que líderes, abundaban los cabecillas de facciones, que se disputaban el poder a sangre y fuego. De ahí que una de las aspiraciones de la poeta no era que surgiera un líder mesiánico, con pretensiones de salvador del pueblo, sino que el propio pueblo fuera capaz de conducirse por nuevos derroteros, superando el caos en que se encontraba. Para ello se necesitaban ciudadanos ilustrados; moldeados por una educación racional, que se movieran a impulsos del bien colectivo. El país había pasado por experiencias frustrantes con gobiernos liberales como el de Ulises Francisco Espaillat, que no logró consolidarse frente a la turba que le asediaba, forzándole a renunciar cinco meses y cinco días después de haber ascendido al solio presidencial. Precisamente, a la muerte de este insigne ciudadano y político restaurador, ocurrida en 1878, dedicó Salomé un emotivo poema: “En la muerte de Espaillat”.

Las traumáticas experiencias vividas con el gobierno de Espaillat evidenciaban que los ideales de estabilidad política y progreso no podían depender del surgimiento de un líder aislado, una especie de ser predestinado con aires de redentor, que salvaría a la patria de la anarquía, sino de un pueblo que en masa se levantara, no en armas, sino en labores constructivas, y en esas labores debían participar también las mujeres. A ello apostaba la poeta y maestra con la institución educativa que tenía a su cargo. Pero el pueblo necesitaba dirección, y ahí debían estar los más preparados, los espíritus ilustrados de la patria.

Los versos que van del 59 al 82 (séptima estrofa) insisten en la necesidad de que el pueblo haga conciencia de su destino histórico y abandone la ociosidad y el inmovilismo en que se encontraba. También insiste en la idea de que los pueblos se salvan a sí mismos, siendo los protagonistas de su historia. Esa sociedad, consciente de sí misma, convertida en un Moisés moderno y colectivo, es la que trazaría la senda del progreso y la civilización, cruzando el desierto de las luchas estériles para llegar a la tierra prometida, sustentada en la acción ennoblecedora del trabajo. O en un Josué, sustituto de Moisés en la conducción del pueblo hebreo, que, completando la obra de aquel, condujera al pueblo dominicano por una senda de orden y progreso: “… Moisés moderno que al desierto lleva / raudales de agua viva, / que al pueblo del Señor la senda traza / y resignado escucha / las voces de la turba que amenaza; / nuevo Josué que en gigantesca lucha / detiene allá en su esfera / del padre de los astros la carrera” (Págs. 162-163). Esos nombres paradigmáticos representan en el poema a la sociedad empoderada y firme, decidida a superar su estado de postración para arribar a un estadio de progreso, justicia y orden.

Los versos citados en el párrafo anterior permiten ver que Salomé estaba consciente de que no se trataba de poner la fe en un líder redentor, un mesías que redimiría al país de todos sus males; no era ella de los que en momentos de crisis y desengaños aclaman a un salvador providencial. No era de esos que aun hoy pontifican con engolada voz: “Aquí hace falta un…” (ponga cada uno el nombre que se le ocurra). Las luchas redentoras las emprende el pueblo y las gana el pueblo, con sus errores y sus aciertos. Y esa era la convicción de la autora de “Ruinas”.

En el siglo XIX se hablaba mucho de revolución, pero para que esa revolución social pudiera efectuarse se necesitaba que el grupo de los más capacitados tomara la delantera. En ese grupo estaban los artistas, filósofos y científicos; el cambio hacia la regeneración política vendría encabezada por la intelligentsia. La octava estrofa (versos 73-82) habla de un modo concreto de lo que puede alcanzar esa intelligentsia cuando está al servicio del bien y el progreso colectivo: sus prodigios inflaman los ámbitos del mundo; se reduce la distancia entre distintos espacios terrestres, los abismos descubren sus secretos, y las palabras viajan a través del espacio. Es el conocimiento aplicado para hacer más viable y llevadera la vida de los individuos y los pueblos.

La misión del hombre, dice refiriéndose al hombre instruido, no es otra que la de enfrentarse a las sombras del error y la ignorancia y vencerlas. Es esa la batalla que necesitaba la patria, y no esa otra que consiste en empuñar el gatillo de la confrontación y dirimir las discrepancias a puros cañonazos en los montes donde las turbas armadas se jugaban la vida, no por el bien común, sino por el triunfo de un determinado caudillo. Un mequetrefe cuyo amor por la patria se reducía al limitado entorno de sus bolsillos y a los de sus parientes y allegados.

La poeta insiste en condenar lo que ella denomina el “ocio estéril”:

¡Oh soñadoras almas

que en perenne quietud y paz cumplida

anheláis a la sombra de las palmas

en ocio estéril enervar la vida!

Volved, no es ese el puesto

-donde el deber, la humanidad que llora,

y el mismo Dios, a la inacción opuesto,

os mandan combatir hora tras hora.

Como ya hemos indicado, no era que toda la sociedad dominicana de esos años estuviera paralizada, adormecida en la inacción; muchos se movían en escenarios equívocos y malgastaban su fuerza física y mental en acciones que en lugar de impulsar al pueblo hacia delante lo paralizaban. Desgraciadamente, se consumían en la dilatada hoguera de nuestras guerras montoneras. Salomé no sólo apelaba a esos jóvenes, infectados por el virus de las contiendas civiles y el oportunismo; sino también a aquellos que se abstraían en ensoñaciones, apartados de los espacios donde se libra la única lucha legítima: aquella que se realiza en las aulas, en los talleres, en las academias, en los laboratorios experimentales, en las bibliotecas… Frente a aquellos que desperdiciaban energía y juventud en luchas infructuosas había que oponer un ejército de hombres y mujeres entusiastas que uniendo la fuerza de sus ideas (científicas, estéticas, filosóficas) a la dinámica de la acción, produjeran las transformaciones que demandaba la sociedad. A esos de intelecto cultivado, pero inactivos, les advertía: “¡El mundo pide luz, dadle ese rayo / que amortiguáis en criminal desmayo!”.

En la penúltima estrofa, que abarca los versos 101-116, la poeta contrapone al “ocio esquivo” la frente sudorosa del labrador. Asimismo, ensalza al minero que arranca los tesoros ocultos en las entrañas de la tierra. Y partiendo de esos buenos ejemplos de actividad provechosa para el bienestar colectivo, nuevamente invita a la acción a quienes atesoran conocimientos y virtudes, es decir, a los de espíritu ilustrado y alma recta. Esas acciones consisten en “domeñar la cerviz de altivos montes” (preparar las tierras fértiles para ponerlas a producir); “descubrir nuevas sendas” (la ciencia aplicada, que conduce a nuevos descubrimientos, nuevas alternativas para enfrentar viejas limitaciones); “ensanchar los cerrados horizontes” (ampliar las márgenes del desarrollo humano). La poeta aboga por el cultivo del conocimiento y del talento artístico, pero no para la vana erudición pasiva, sino para la acción constante y provechosa. Ella misma fue un ejemplo de sus concepciones: su conocimiento nunca se mantuvo pasivo y siempre estuvo al servicio del bien común.

En su estrofa última (versos 117-128), la poeta pide a “los rendidos”, los “desmayados atletas” que se aparten para que den paso a la inteligencia (mediante el uso de la sinécdoque se refiere a los inteligentes, los ilustrados, los de espíritu iluminado por el conocimiento). En esta última estrofa la poeta evoca un pasaje bíblico, el momento inicial de la creación del mundo, cuando la tierra estaba envuelta en un caos, y el Ente creador ordenó “hágase la luz”. De igual modo, recreando ese primigenio instante de la creación, expresa a los “…alumnos de la ciencia, / que fecundáis al caos, / poblándolo de espléndidas creaciones” (pág. 164) que no se detengan: “no deis tregua al destino: / alzad el estandarte a las naciones, / abrid a las virtudes el camino” (pág. 164). Si leemos con detenimiento estos versos finales podemos darnos cuenta de la semejanza con el epígrafe (la cita bíblica que antecede al poema). Es como un retorno al punto de partida, que le imprime un sentido de circularidad.

El texto es un tanto redundante, pues emplea de manera profusa el recurso de la amplificación, (figura retórica que consiste en presentar varios aspectos de un mismo pensamiento para que produzca una mayor impresión). Pero no resulta monótono, pues en su lento desarrollo va recurriendo a tópicos clásicos, a referentes míticos e históricos y a variados procedimientos estéticos. Un aspecto destacable es el uso de la intertextualidad, que hace resonar nuevamente en nuestra conciencia versos memorables del autor de La Eneida y del poeta ascético fray Luis de León, además de algunos pasajes bíblicos.

El vocabulario de los poemas cívicos de Salomé Ureña es bastante reconocible. En sus versos resuenan permanentemente los términos: patria, bien, honor, virtud, fe, progreso, porvenir, lid (o lucha), el binomio luz/oscuridad, palmas o laureles (en su significado de premios o distinciones), arte, ciencia… En esas palabras y en otras similares aparece prefigurado el destino promisorio del pueblo dominicano que ella ansiaba y por el que clamaba ardorosamente.

En medio de las ruinas producidas por la incuria de muchos, que preferían la vida cómoda del apartamiento social, y la inconsciencia de tantos, que desperdiciaban su vida en batallas inútiles, desangrando al pueblo en luchas fratricidas que no conducían más que al luto y la frustración, ella siempre levantó muy alto, cual bandera altiva, su fe en el porvenir. Esos valores, que apelan a lo colectivo, lucen hoy debilitados, opacados y desfasados frente a la ola de individualismo irresponsable que nos arropa, pero no pasarán de moda. Son valores eternos, como eterna será en la memoria colectiva del pueblo dominicano el nombre de Salomé Ureña y los ecos de sus vigorosos versos, llenos de vitalidad.  Esos versos aún siguen convocándonos a la lid contra el mal, aupado por algunos, para salvar el bienestar deseado por todos.

 

Nota: este trabajo se lo debo, en gran medida, al escritor y bibliógrafo Miguel Collado, que hace poco me escribió para pedirme que seleccionara los diez o quince poemas que, a mi juicio, son los más relevantes de Salomé Ureña. Buscando y rebuscando en el tomo de Poesías completas que poseo, me encontré con el poema que dio origen a este trabajo, lo leí con detenimiento y lo incluí en mi selección. Y fue tanto el entusiasmo que generó en mi sensibilidad lectora que me propuse escribir un artículo o ensayo sobre el mismo. 

Referencias

Bécquer, Gustavo A. (1982). Rimas. Madrid: Editorial Cátedra / Letras Hispánicas.

Biblia Latinoamericana (2021). Madrid: Editorial Verbo Divino.

Horacio (1946). XL Odas. México: UNAM

León, Luis de [fray] (1989). Poesías. Barcelona: Ediciones 29.

Quintana, Manuel J. (s/f). Poesías de Manuel José Quintana (versión digital en PDF).

Rodríguez, Silveria (1984). Salomé Ureña de Henríquez. Santo Domingo: Editora Taller.

Ureña, Salomé (1997). Poesías completas. Santo Domingo: Edición especial de la XXIV Feria Nacional del Libro.

Patricio García Polanco en Acento.com.do